Andrés Mauricio Muñoz.
Tres de mis amigos han conseguido el premio: Paul Brito hace tres años, Carlos Polo en el 2010, y ahora debo felicitar al dedicado narrador Andrés Mauricio Muñoz, el último ganador. Sin mencionar al querido Guillermo Bustamante, quien también mereció el premio hace algunos años. En cuanto a Mauricio (ingeniero electrónico como este blogger), debo decir que es un gran tipo, un hombre cuya sonrisa casi permanente refleja sus dos más grandes pasiones: la literatura y su familia. Un abrazo para tí Andrés, ya que, incluso viviendo en la misma ciudad, me ha sido imposible visitarte. Pronto vendrán mejores momentos. por ahora, les dejo el comienzo de este cuento que publicara la revista Número, hace algunas semanas:
EL HIJO DE BARACK OBAMA
I
No es de apellido Obama; su apellido es Balanta, un poco más sonoro aún. Ramiro Balanta, ese es su nombre. No conoce Estados Unidos; es más, siendo un poco rigurosos, se podría afirmar que no conoce su departamento, ni mucho menos Colombia. Aparte de Acandí, su pueblo natal, y algunos otros como Carmen del Atrato y San José del Palmar, en el Chocó, en cierta ocasión viajó a Cali a acompañar a un tío que lo quiso alquilar por unos días para pedir limosna. Es un negro atractivo aunque no fuerte, pese a que su complexión física es bastante atlética. Parece vivir alegre. Tiene sólo dos amigos y ninguna amiga, pues no es muy dado a las mujeres; tal vez por ello, pese a la sangre díscola que corre por sus venas, perdió su virginidad casi a los veinte. Nació hace veintiocho años, como consecuencia de los devaneos amorosos de su padre por Colombia.
II
En 1980, poco después de recibirse de bachiller en Punahou School en Honolulú, Barack Obama viajó con su abuela paterna hacia Colombia. La matrona quería disfrutar de las muy comentadas Fiestas Patronales Virgen de la Pobreza en Tadó. La negra se había soñado, varias veces, en medio de la verbena popular, amacizada sanamente por negros y mulatos de la más lisa condición. Su cuerpo exaltado y el movimiento frenético de sus caderas sobre las comparsas en muchas ocasiones la despertaron sudando. Habiéndose graduado su pequeño Barack, y más aún, sabiéndolo virgen, decidió no dilatar más el asunto y empacar maletas. Su nieto, a pesar de su edad, aún no conocía mujer; ella lo sabía, y una abuela nunca se equivoca. Allá el muchacho, sin duda, a punta de hablarles en inglés a quienes a duras penas se expresaban en un precario castellano, podría evocar, en cierta forma, la destreza que ostentó su abuelo en el amor y que él poco o nada evidenciaba.
Cuando llegaron, Sarah, apretando la mano de su nieto, como si fuera un mocoso aún que en cualquier momento echaría a correr, lucía desconcertada. El joven Barack caminaba a su lado; sin embargo, a diferencia de ella, que movía la cabeza para todos lados, él sólo la miraba. Sarah hacía una especie de venia a quienes se cruzaban a su paso. La mayoría ni se percataba; otros, en correspondencia, le levantaban la ceja sin siquiera preguntarse quién sería. No era el hecho de que a sus ojos se presentaran tierras y gentes desconocidas lo que la impactaba; lo cierto es que en esa obstinación por cubrir con su mirada todos los rincones e indagar por todo lado había, más que todo, el reflorecimiento de un arraigo que creía perdido. Ese paneo que hacía con la cabeza la convencía cada vez más de que no estaba conociendo sino reconociendo un pedazo del planeta que, aunque ajeno, lo sentía propio. Barack, entre tanto, pues ya había dejado de estudiar los movimientos de su abuela, había empezado a percatarse de que esas negras, aunque parecidas, tenían una especie de estigma que las distinguía: mucho trasero. Todas tenían mucho culo; un culo redondo que sabían contonear muy bien a lado y lado. Pensó entonces que, siendo sensatos, y en honor de la justicia, ninguna de ellas tenía nada que envidiar a las desparpajadas e insípidas monas de su universidad que poco o nada de atención le dispensaban. Sarah, entre tanto, seguía concentrada en las personas con que se cruzaba, en la estridencia de los gritos con que se llamaban los unos a los otros, en la música que por todos lados se escuchaba. Mientras observaba a una negra, grande y gorda como ella, sentada con las piernas abiertas sobre un pequeño banco y entregada a la tarea de pelar una extraña fruta, Sarah entendió que éstos no eran negros como los que ella conocía. Los suyos eran negros por disposición genética, por arraigo a sus ancestros; éstos, en cambio, lo eran por convicción. Eran negros felices y graciosos. Un mundo nuevo para ella. Contempló entonces con fascinación a la matrona que exhibía su pericia en el pelado de la fruta.