La primera vez que leí algo agresivo con esa clase de autores totalitarios —los estrechos y también algo desesperados competidores de Dios —fue en el coloquio en el que participaba Antonio Tabucchi, de quien justo había empezado a admirar Dama de Porto Pim, maravilloso libro fronterizo publicado en Palermo y traducido en Barcelona en febrero de 1984, libro tan dispar como unitario que reunía en muy pocas páginas cuentos breves, fragmentos de memorias, diarios de traslados metafísicos, notas personales, una breve biografía de Antero de Quental, astillas de una historia cazada casualmente en la cubierta de un barco, recuerdo inventados, mapas, bibliografía, abstrusos textos legales, canciones de amor: toda una serie de elementos enemistados entre sí y sobre todo enemistados con la literatura, pero transformados por una firme voluntad literaria en ficción pura.
Me encantó de Dama de Porto Pim su nada corriente organización de los textos, su estructura tan parecida —al menos desde mi punto de vista —a la de Noches insomnes, otro libro fronterizo de gran calado, también tan dispar como unitario, donde, a través de fragmentos de memorias y notas personales, Elizabeth Hardwick iba componiendo el retrato de una creadora hecha a sí misma, con algunas influencias evidentes, pero en el fondo creadora única, siempre algo cansada, como una Billie Holliday de la literatura, rodeada de músicos aún más fatigados que ella, gafas de sol, insomnio ceniciento, gabanes agobiantes y las esposas de los músicos, todas tan rubias y tan y tan agotadas.
Hay páginas de Hardwick que quisiera saberme de memoria, como aquella en la que nos dice que, cuando piensa en las personas desgraciadas a las que ha conocido, tiene la impresión de que todo lo que les rodea se les parece: las ventanas se duelen de sus cortinas; las lámparas, de su pantalla de tela; la puerta, de su cerradura; el ataúd, de la capa de suciedad que lo ahoga.
De entre lo que más recuerdo de Dama de Porto Pim está su levedad poética al escribir sobre cuestiones difíciles y complicadas y lograr que éstas pierdan su pesadez. Es como si Tabucchi pensara que sólo la levedad puede transmitir el verdadero carácter de las cosas y que todo lo que tenga un peso de plomo ciega siempre al lector y le impide leer. En su libro y, por supuesto, sin decirlo, Tabucchi propone nada menos que un Moby Dick en miniatura.
Enrique Vila-Matas
Fragmento «París»
Montevideo
Editorial: Seix Barral
Foto: Vila-Matas, por Ferran Nadeu