Revista Filosofía

Soren Kierkegaard - La definición socrática del pecado

Por Peterpank @castguer
Soren Kierkegaard - La definición socrática del pecado
Pecar es ignorar. Ésta es, como se sabe, la definición socrática que, como todo lo que proviene de Sócrates, sigue siendo siempre una instancia digna de atención. Empero este aspecto ha corrido la misma suerte que otros muchos del socratismo y se ha sentido la necesidad de pasar a otra cosa. ¡Cuántas personas no han sentido la necesidad de superar la ignorancia socrática!... experimentado indudablemente la imposibilidad de mantenerse en ella; ¡pues cuántos serán capaces en cada generación de soportar, incluso un solo mes, esa ignorancia de  todo, de poder expresarla por su vida misma!
Por esto, lejos de hacer a un lado la definición socrática a causa de la dificultad de atenerse a ella, quiero servirme, por el contrario, de ella, con el cristianismo ín mente, para destacar los ángulos del cristianismo, precisamente porque es tan esencialmente griega; de este modo, cualquier otra definición sin el rigor cristiano, es decir que titubee, descubrirá aquí como siempre su propio vacío.
A su vez la falla de la definición socrática es dejar en la vaguedad el sentido preciso de esa ignorancia, su origen, etc. En otros términos, incluso si el pecado es la ignorancia (o lo que el cristianismo más bien llamaría estupidez, lo que en cierto sentido es innegable, ¿puede verse en ella una ignorancia original? Es decir, ¿el estado de alguien que no ha sabido nada y que hasta aquí no haya podido saber nada de la verdad? ¿O es una ignorancia adquirida ulteriormente? Si se contesta por la afirmativa, es preciso que el pecado hunda entonces sus raíces en otra parte que en la ignorancia y debe ser en este caso actividad en el fondo de nosotros, con la cual trabajamos en oscurecer nuestro conocimiento. Pero incluso admitiéndola, ese defecto de la definición socrática, tenaz y resistente, reaparece, pues entonces se puede preguntar uno si el hombre, a punto de oscurecer su conocimiento, tenía plena conciencia de ello. Si no es así, es que su conocimiento ya esta algo oscurecido, incluso antes que lo haya comenzado; y la cuestión se plantea de nuevo. Si, por el contrario, en el momento de oscurecer su conocimiento, tuviera conciencia de ello, entonces el pecado (aunque siempre ignorancia en tanto que resultado) no está en el conocimiento sino en la voluntad, y entonces, la cuestión inevitable se plantea entre sus relaciones recíprocas. Estas relaciones (y aquí se podría continuar preguntando durante días) no son penetradas, en el fondo, por la definición de Sócrates. Ciertamente Sócrates fue un moralista (la antigüedad siempre le ha reivindicado como tal, como inventor de la ética) y el primero en el tiempo, así como es y seguirá siendo el primero en su género; pero comienza por la ignorancia. Intelectualmente, es a la ignorancia que él tiende, al saber nada. Éticamente, entiende por esto algo muy distinto a la ignorancia, y parte de ello. Pero, por el contrario, está claro que Sócrates nada tiene de moralista religioso y mucho menos, en el plano cristiano, de dogmático. He aquí por qué, en el fondo, no entra en toda esta investigación por donde comienza el cristianismo, en ese antecedente en el cual se presupone el pecado y que encuentra su explicación cristiana en el pecado original, dogma: al cual esta búsqueda no hará más que confinar.
En resumen, Sócrates no llega hasta la categoría del pecado, lo que, indudablemente, es un defecto de una definición del pecado. ¿Pero cómo? Si el pecado, en efecto, fuera ignorancia, en el fondo no tendría existencia. Pues admitirlo es creer, como lo hace Sócrates, que nunca se comete una injusticia sabiendo qué es lo justo, o que se la comete sabiendo qué es lo injusto. Si Sócrates, pues, lo ha definido bien, el pecado no tiene existencia. ¡Pero atención! He aquí que está perfectamente en regla desde el punto de vista cristiano, y es incluso profundamente justo y en interés del cristianismo, quod erat demostrandum. Precisamente el concepto, que pone una diferencia radical de naturaleza entre el cristianismo y el paganismo, es el pecado, la doctrina del pecado; también el cristianismo, muy lógicamente, cree que ni el pagano ni el hombre natural saben lo que es el pecado, e incluso que se necesita la Revelación para ilustrar lo que es. Pues contrariamente a un punto de vista superficial, la diferencia de naturaleza entre el paganismo y el cristianismo no proviene de la doctrina de la Redención. No, hay que partir desde mayor profundidad, partir del pecado, de la doctrina del pecado, lo que por otra parte hace el cristianismo. ¡Qué peligrosa objeción, pues, contra este último, si el paganismo diera del pecado una definición cuya justeza debiera reconocer un cristiano!
¿Qué le ha faltado, pues, a Sócrates en su determinación del pecado? La voluntad, el desafío. La intelectualidad griega era demasiado feliz, demasiado ingenua, demasiado estética, demasiado irónica, demasiado bromista... demasiado pecadora para llegar a comprender que alguien con su saber, conociendo lo justo, pudiera hacer lo injusto. El helenismo dicta un imperativo categórico de la inteligencia. Esta es una verdad no desdeñable e incluso es útil destacar en un tiempo como el nuestro, descarriado mucho de trivial ciencia hinchada y estéril, si es cierto que en el de Sócrates y más aún en nuestros días, la humanidad necesita de una ligera dieta de socratismo. Habría que reír y llorar delante de todas esas seguridades de haber comprendido y aprehendido las verdades supremas y delante de esa virtuosidad tan frecuente en desarrollarlas en abstracto, por lo demás en un sentido, con una gran precisión... ¡Sí, riamos y lloremos viendo entonces tanto saber y comprensión carentes de fuerza sobre la vida de los hombres, en los cuales no se traduce nada de lo que han comprendido, sino más bien todo lo contrario! A la vista de semejante discordancia, tan triste como grotesca, uno exclama involuntariamente: ¿pero cómo diablos es posible que hayan comprendido? ¿Y acaso es solamente cierto? Aquí el viejo ironista y moralista responde: no lo creas, amigo mío; no han comprendido, pues si no sus vidas lo expresarían también y sus actos responderían a su saber.
¡Es que hay comprender y comprender! Y quien lo entienda -claro está que no a la manera de la trivial ciencia- es iniciado de súbito en todos los secretos de la ironía. Pues en este equívoco se empecina. Encontrar divertido que un hombre ignore realmente una cosa, es de una comicidad bien baja e indigna de la ironía. ¿Qué hay de cómico en el fondo en el hecho de que las gentes hayan vivido con la idea de que la tierra no giraba, cuando ellas no sabían nada al respecto? Indudablemente nuestra época a su vez hará el mismo efecto al lado de una época más avanzada en física. Aquí la contradicción se encuentra entre dos épocas diferentes, sin coincidencia profunda; por esto su contraste fortuito carece por completo de comicidad. Pero he aquí que alguien que dice el bien... y por consecuencia lo ha comprendido; y cuando luego tiene que hacer, se le ve cometer el mal... ¡Qué comicidad infinita! Y la comicidad infinita de ese otro, emocionado hasta las lágrimas, tanto que con el sudor las lágrimas le caen a chorros, capaz de leer durante horas o de escuchar la descripción de la renuncia a sí mismo, toda la sublimidad de una vida sacrificada a la verdad, y que, un momento después... uno, dos y tres, ¡hace una pirueta!, ¡apenas con los ojos secos y ya se afana sudando, según sus pobres fuerzas, por llevar adelante con éxito una mentira! Y esa comicidad infinita también del discursista que, con acento y gesto de verdad, se emociona, te emociona, te arranca escalofríos con su descripción de la verdad y desafía de cerca a todas las fueras del mal y del infierno con actitud de aplomo, firmeza en la mirada, precisión en el paso, perfectamente admirables y -comicidad infinita- que poco después puede, aun con casi todo su bagaje, levantar campamento como un inútil al más pequeño avatar! Y la comicidad infinita de ver a alguien que comprende toda la verdad, todas las miserias y pequeñeces del mundo, etc... que las comprende, ¡y luego es incapaz de reconocerlas!, pues en el mismo instante casi, ese mismo hombre correrá a inmiscuirse en esas pequeñeces y miserias, para sacar de ellas vanidades y honores, es decir reconocerlas. ¡Oh!, ver a alguien que jura haberse dado cuenta de cómo el Cristo pasaba con los hábitos humildes de un servidor, pobre, despreciado, bajo las burlas y, como dice la Escritura, bajo los escupitajos... y ver a ese hombre acudir volando a esos lugares del mundo, cuidadosamente, donde da tanto gusto estar, metiéndose en el mejor abrigo; verlo huir, con tanto temor como para salvar su vida, su sombra oscilando a derecha e izquierda a la menor corriente de aire, verlo tan feliz, tan celestialmente feliz, tan radiante... sí, para que nada falte al cuadro, llegando de emoción a darle gracias a Dios, tan radiante pues por la estima y la consideración universal! Cuantas veces me he dicho entonces, en mi interior: «¡Sócrates! ¡Sócrates! ¡Sócrates! ¿Es posible que un hombre se haya dado cuenta de aquello que dice haberse dado cuenta?» Así me decía yo, incluso deseando que Sócrates hubiera dicho la verdad. Pues, como a pesar mío, el cristianismo me parecía demasiado severo y mi experiencia aún se niega a hacer de ese hombre un tartufo. Decididamente Sócrates, tú sólo, tú me lo explicas, haciéndolo un farsante, como un buen bocado para los reidores; tú no te asombras, incluso me apruebas que lo utilice como salsa cómica... con la reserva de que pueda o no lograrlo.
¡Sócrates! ¡Sócrates! ¡Sócrates! Triple llamado que bien se podría elevar a diez, si ello sirviera de cierta ayuda. El mundo necesitaría, se cree, de una república; se cree necesitar un nuevo orden social, una nueva religión; ¿pero quién piensa que este mundo perturbado necesita por toda ciencia a un Sócrates? Naturalmente que si alguien y sobre todo si varios pensaran en ello, se lo necesitaría menos. Lo que más falta hace cuando se sufre un descarriamiento, es siempre aquello en lo que menos se piensa y esto es evidente, pues, pensar en eso, sería volverse a encontrar.
Por lo tanto sería necesario a nuestra época, y quizás es esta su única necesidad, una corrección semejante de ética e ironía, pues aparece como la última de sus preocupaciones; en lugar de superar a Sócrates, ya lograríamos un gran beneficio retornando a su diferenciación entre comprender y comprender y en volver a ella no como a una adquisición final surgida para nuestra salvación de nuestra peor miseria, sino como a un punto de vista moral penetrante sobre nuestra vida cotidiana.
La definición socrática se salva pues como sigue: Si alguien no hace lo justo es también culpa de haberlo comprendido; claro está que sólo se lo imagina; si lo afirma se descarría; si lo reitera jurando por todos los diablos, no hace más que alejarse al infinito por medio de los mayores rodeos. Pero es que Sócrates tiene razón. El hombre que hace lo justo no peca, pues, a pesar de todo; y si no lo hace, es a causa de no haberlo comprendido; la verdadera comprensión de lo justo le empujaría rápidamente a hacerlo y más bien sería el eco de su comprensión: ergo, pecar es ignorar.
¿Pero entonces dónde suena a falsa la definición? Su defecto -y el socratismo, aunque incompletamente, se da cuenta de ello y no lo remedia- es la falta de una categoría dialéctica para pasar de la comprensión a la acción. El cristianismo parte de ese pasaje; y a lo largo de esa vía tropieza con el pecado, nos lo muestra en la voluntad, y llega al concepto del desafío; y para entonces tocar en el fondo, se agrega el dogma del pecado original, pues -¡ay!- el secreto de la especulación en cuanto a comprensión, consiste precisamente en no tocar el fondo y en no anudar jamás el hilo, y he aquí cómo -¡oh maravilla! ¬logra coser indefinidamente, es decir, mientras así lo quiere, logra pasar la aguja. El cristianismo, por el contrario, anuda el punto final mediante la paradoja.
En la filosofía de las ideas puras, donde no se considera al individuo real, el paso es de toda necesidad (como en el hegelianismo por lo demás, donde todo se realiza con necesidad), es decir que el pasaje del comprender al obrar no se enreda en ningún obstáculo. Allí está el helenismo (empero no en Sócrates, demasiado moralista para eso). Y ahí está en el fondo asimismo todo el secreto de la filosofía moderna, íntegramente en el cogito ergo sum, en la identidad del pensamiento y del ser; (mientras que el cristiano piensa: «Según vuestra fe, así os sea hecho»' o: a tal fe tal hombre o: creer es ser). La filosofía moderna, como se ve, no es no más ni menos que paganismo. Pero es este su menor defecto; y no está del todo mal principiar con Sócrates. Lo que en ella es realmente todo lo contrario del socratismo, es tomar y haceros tomar ese escamoteo por cristianismo.
En el mundo real, donde se trata del individuo existente, por el contrario, no se evita ese minúsculo pasaje del comprender al obrar, no se lo recorre siempre cito citissime, no es -por hablar alemán a falta de un lenguaje filosófico¬- geschwind wie der Wind. Por el contrario, aquí comienza una aventura bastante larga.
La vida del espíritu no tiene altos (en el fondo tampoco estado, todo es actual); si por lo tanto un hombre, al segundo mismo en que reconoce lo justo no lo hace, he aquí lo que se produce: primero se agota el conocimiento. Luego queda por saber lo que la voluntad piensa del residuo. La voluntad es un agente dialéctico, que a su vez manda toda la naturaleza inferior del hombre. Si ella no admite el producto del conocimiento, sin embargo no se pone necesariamente a hacer lo contrario de lo que ha aprehendido el conocimiento; tales choques son raros; pero ello deja pasar cierto tiempo, se abre un interín, ella dice: hasta mañana se verá. Entre tanto, el conocimiento se oscurece de más en más y las partes bajas de nuestra naturaleza toman siempre mayor predominio; pues hay que hacer el bien -¡ay!¬de inmediato, tan pronto se lo haya reconocido (y es por esto que la especulación pura, el paso del pensamiento al ser es tan fácil, pues allí todo está dado de antemano), mientras que para nuestros instintos inferiores, lo fuerte es arrastrar las cosas, dilaciones que no detesta mucho la voluntad, que cierra a medias los ojos. Y cuando entonces el conocimiento se ha oscurecido bastante, hace mejores migas con la voluntad; al fin es el acuerdo perfecto, pues entonces se pasa al campo de la otra y ratifica muy bien todo lo que ella arregla. De este modo quizá viven multitudes de gentes; trabajan, como insensiblemente, en oscurecer sus juicios éticos y éticoreligiosos, que los empujan hacia decisiones y consecuencias que reprueba la parte inferior de ellas mismas; en su lugar desarrollan en ellas un conocimiento estético y metafísico, que para la ética no es más que diversión.
¿Pero, hasta ahora hemos superado al socratismo? No, pues Sócrates diría que, si todo pasa así, ésta es la prueba de que nuestro hombre no ha comprendido lo justo, pese a todo. O dicho de otra manera, para anunciar que alguien, sabiéndolo, hace lo injusto, el helenismo carece de valentía y adorna este hecho diciendo de él: cuando alguien hace lo injusto, no ha comprendido lo justo.
Sobre esto no hay ninguna duda; y agrego de que no es posible que un hombre pueda ir más allá, pueda completamente solo y por sí mismo decir lo que es el pecado, por la razón de que él está en cuestión; todos sus discursos sobre el pecado no son en realidad más que un adorno, una excusa, una atenuación pecadora. Es por esto que el cristianismo también comienza de otra manera, planteando la necesidad de una revelación de Dios, que instruya al hombre acerca del pecado, mostrándole que no consiste en no comprender lo justo, sino en no querer comprenderlo, en no querer lo justo.
Mediante la distinción entre no poder y no querer comprender, ya Sócrates no aclara nada, en tanto que es el maestro de todos los ironistas cuando opera con su distinción entre comprender y no comprender. Si no se hace lo justo, explica, es por incomprensión, pero el cristianismo se remonta un poco más lejos y dice: por negarse a comprender, que a su vez proviene de la negación de querer lo justo, sucede tal cosa. Y enseña luego que se puede hacer lo injusto (es el verdadero desafío) aunque se comprenda lo justo, o abstenerse de hacer lo justo, aunque se lo comprenda; en resumen, la doctrina cristiana del pecado, ásperamente agresiva contra el hombre, no es más que una acusación sobre la acusación, es la requisitoria que lo divino como ministerio público toma sobre sí para intentar con el hombre.
Pero este cristianismo, se dirá, es ininteligible para los hombres. ¡Se trata de comprender! Con el cristianismo, y por lo tanto para escándalo del espíritu, hay que creer. Comprender es el alcance humano, la relación del hombre con el hombre; pero creer es la relación del hombre con lo divino. ¿Cómo explica pues el cristianismo esa incomprensión? Pues, consecuente por completo consigo mismo, de una manera no menos incomprensible, puesto que es la revelación.
Para el cristiano, pues, el pecado yace en la voluntad, no en el conocimiento, y esa corrupción de la voluntad supera a la conciencia del individuo. Es esa la lógica misma; ¡sino a cada individuo le sería necesariamente preciso preguntarse como comenzó el pecado!
Encontramos aquí, por lo tanto, el signo del escándalo. Lo posible del escándalo es que hace falta una revelación de Dios para instruir al hombre sobre la naturaleza del pecado, sobre la profundidad de sus raíces. El hombre natural, el pagano piensa: «¡Sea! Confieso que no he comprendido todo del cielo y de la tierra; si a la fuerza hace falta una revelación que ella nos explique las cosas celestes; pero que haga falta una para explicarnos qué es el pecado, he aquí el peor absurdo. No me presento como la perfección, lejos de ello, pero puesto que sé y estoy pronto a confesar todo lo que me separa de ella, cómo no sabré yo lo qué es el pecado!» A lo cual responde el cristianismo: «Pero, no; he aquí lo que sabes menos: tu distancia de la perfección y qué es el pecado». Es pues una verdad cristiana que el pecado es ignorancia, la ignorancia de su propia naturaleza.
La definición del pecado dada en el capitulo precedente debe pues completarse todavía así: después que una revelación de Dios nos ha explicado su naturaleza, el pecado es, en presencia de Dios, la desesperación en la cual no se quiere ser uno mismo o la desesperación en la que se quiere serlo.
Isaiasgarde

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