Revista Cultura y Ocio
Son las tres de la mañana y estoy en mi habitación de hotel de cuatro estrellas mordiendo mi pulsera del SOS 4.8 como un perro rabioso. La habitación huele de manera encantadora, como huelen las habitaciones de hoteles caros, como si en sus camas no durmiesen personas sino ángeles o vírgenes desnudas que hubiesen retozado sobre campos de lavanda y amapolas. Mi cama es de un tamaño descomunal. Más que una habitación doble es una habitación triple, es la habitación con la que sueñan los japoneses cuando fantasean con viajar a Europa. Europa es un sitio donde hay mucho espacio y donde cada vez habrá más, ya lo verán. Y mientras tanto yo arranco las fibras de mi pulsera con mis caninos y mis incisivos. Y ahora recién comprendo el por qué de los caninos. Dios santo, gracias por estar en todo y haberme concedido caninos, aunque sean más bien pequeños. Los caninos están ahí para cuando una pulsera VIP de un festival se cierra sobre tu muñeca y amenaza con provocarte una gangrena. Creo sentir ahora lo que siente un perro que tira atado a una cadena, lo que siente un zorro que cae atrapado en un cepo. Soy un animal, soy una alimaña atrapada por su pulsera VIP AA, una doble A estampada que parece una calificación de una agencia de rating. Pero yo quiero liberarme. La mano se amorata y yo sigo mordiendo la pulsera, semidesnudo, frente al espejo del baño. Hace unas horas había admirado el suelo de pizarra, la bañera y la ducha con hidromasaje, pero ahora solo podía pensar en sacarme aquella maldita pulsera. Miro mi reflejo en el espejo y veo un animal herido que empieza a sudar bajo la luz de los focos. Si tu conciencia de clase te avergüenza, arráncatela. Es un pensamiento que me viene a la cabeza. Los pensamientos son así, vienen por sí solos sin necesidad de llamarlos. Pienso que los espejos de los baños de los hoteles ofrecen una imagen diferente de la habitual, que nuestra imagen, la que tenemos en la cabeza, es la imagen del espejo de nuestro baño. Hay espejos de hoteles que afean y otros que embellecen. Los espejos de los hoteles son como la mirada de una mujer, uno se acerca a ellos sin saber muy bien con qué se encontrará ahí delante. Sigo mordiendo, avanzo muy lentamente. Pienso que podría bajar a la recepción y pedir unas tijeras, pedir que me liberen. Pero es ridículo. Esto es personal, es algo entre la pulsera del SOS 4.8 y yo. Siempre debe ser uno el que se libera a sí mismo. Muerdo la anilla que sella la cinta alrededor de la muñeca. Siento el sabor del plástico. Nada. Sigo atrapado. Entonces cojo el encendedor y coloco el peine obsequio del hotel entre mi muñeca y la cinta. Estoy orgulloso de mi idea. Siento que mi cerebro funciona. Estoy en sintonía con él. Me gusta cuando mi cerebro se pone al servicio de mi cuerpo, cuando mi cerebro piensa en la liberación y pone todos los medios a su alcance para conseguirla. Prendo el encendedor. Sale un poco de humo. Menos de lo que esperaba. Abro el grifo por si en algún momento tengo que colocar la muñeca bajo el agua, por si el plástico del peine arde y con él la piel blanquísima y delicada de mi muñeca. Hay que estar preparado. Pero el peine aguanta. El peine es de una calidad excelente. El peine tiene una cualidad ignífuga y eso me salva. La cinta cede. Giro el peine haciendo torniquete y la cinta al fin se rompe. Soy un hombre libre. Y con esa sensación de libertad me meto en la cama. Y me duermo.