Revista Cultura y Ocio

Tardes de domingo

Publicado el 25 octubre 2019 por Molinos @molinos1282

Tardes de domingo

Vincent Mahé

El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 
Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca. 

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