La dirección de la Policía española ha propuesto un contrato entre padres e hijos para el uso de teléfonos móviles y otros dispositivos por parte de los menores. Este encomiable esfuerzo se origina desde lo que es una de las funciones de las fuerzas de seguridad e general y la policía en particular: la prevención y persecución del delito. Puede parecer una obviedad pero cada nuevo avance en la tecnología determina que el uso espúreo de tales avances pueda dar lugar a actuaciones ilegales y delictivas que perjudiquen a la ciudadanía.
Que los menores deben ser objeto de una protección especial, aunque como ya hemos comentado en otra ocasión no aparezca contemplado en la Constitución Española, es un esfuerzo colectivo y una responsabilidad de todos.
Pero en esta ocasión me parece que la Policía se ha visto influenciada por ese otro componente de la justicia que son los abogados. Y, de ellos, el contingente más numeroso que son los dedicados al derecho mercantil. Y así, lo que se les ha ocurrido es elaborar un contrato, como si el uso de dispositivos de comunicación individual fuese una actividad que pudiese comprometerse por encima de la real y libérrima voluntad del usuario. Aparte de la dificultad para ejecutar el contrato en el caso de incumplimiento, me parece un formalismo de escasa eficacia. Hubo un tiempo en que los contratos se firmaban con un apretón de manos, con una mirada de aquiescencia, con un gesto o, como los contratos matrimoniales, con un simple “Sí quiero”. Que las compañías de telecomunicaciones te presenten con contratos con varias páginas de cláusulas a mi sólo me despiertan la sospecha de que no se fían de mi o que, muy probablemente, pretenden ocultar vergüenzas. De poca vergüenza, vamos.
Me da como si, una vez firmado el contrato, se produzca alguna situación indeseable y que ésta se lleve al conocimiento de la policía, ésta saque el contrato a relucir y justifique actuaciones (o la falta de éstas) en el incumplimiento del contrato.
Cierto es que, especialmente en la parte final del acuerdo, el texto tiene más componentes de “manual de uso” que otra cosa. Pero si tememos que los menores puedan hacer un uso inadecuado de los dispositivos de comunicación tenemos otros caminos y debemos considerar las realidades.
Padres y educadores tardaron en darse cuenta que las consolas de juegos de tercera generación se podían conectar a la Internet en cualquier estación de WiFi, y con ello permitir el acceso a todo el universo de las comunicaciones.
El buen uso es y será fruto de la educación en general, como es el uso de cualquier otra tecnología, desde las bicicletas a los sprays de pintura. Y la educación es un esfuerzo continuado, de cada día y cada noche, los fines de semana y las vacaciones. No puede esperarse que un acontecimiento puntual como la firma de un contrato o acuerdo vaya a tener efectos continuados. Una buena parte será el ejemplo: si los hijos nos ven utilizar el móvil o el WhatsApp para majaderías, para hablar a gritos en un medio de transporte, para interrumpir conversaciones o para ocupar un sitio al lado de la cuchara en la mesa del comedor, es muy probable que acaben haciendo algo parecido. O peor.
Algo parecido pasa con el ordenador conectado a la Internet. Hay que estar muy seguro de no haber entrado nunca en una página porno, en una canal de apuestas o haber hecho una descarga ilegal gratuita, para pretender que los niños hagan algo distinto. Más o menos aquello de “haz lo que digo, no hagas lo que hago…” no vale. Sin ánimo de molestar:
De los médicos haz caso de lo que hacen, no de lo que dicen
De los curas haz caso de lo que dicen, no de lo que hacen
Y de los abogados, de los políticos y, también, de los policías, ni lo que dicen ni lo que hacen…
Los niños no son como los ordenadores, que hacen lo que les dices, no siempre coincidiendo con lo que quieres que hagan, así de simplones. Los niños tiene su capacidad de análisis y su libertad de ejecución, dentro de los límites de que dispongan. Gestionar esos límites es la clave.
X. Allué (Editor)