"Me pasé la infancia durmiendo en litera, esperando a un hermano que no llegó nunca".
Esta frase dicha por casualidad en una cena con amigos, risas, vino y buena comida se ha quedado rebotando en mi cabeza desde el sábado. Es tan triste, casi tanto como el famoso relato de Hemingway.
Tener hermanos es como tener manos o pelo. Estás tan acostumbrado, te son tan familiares, estás tan harto de verlos que los das por hecho. No los piensas, no los ves, no los sientes. Pueden pasar días sin que les hagas ni puñetero caso. Tus manos funcionan solas sin que tú les prestes atención y tu pelo va a su aire, crece o se cae cuando quiere. Así son los hermanos. Sólo los percibes, eres consciente de ellos, cuando te duelen, los necesitas o se descontrolan... para bien o para mal.
Uno de los primeros posts que escribí trataba sobre mis hermanos. Siempre los he tenido, desde los 13 meses; me destronaron pronto. A pesar de todos estos años, sé que soy una hermana atroz: tocacojones, protestona, me enfado en cero coma tres segundos y además, y esto les fastidia muchísimo, soy muy buena contando las historias, aunque ellos dicen que fabulo y exagero.
En estos ocho años nuestra relación ha cambiado porque nosotros y nuestras vidas lo han hecho. Hoy pensaba que la mejor edad para tener hermanos es ahora. Cuando eres pequeño, joven, cada uno es de una forma. En mi fabuloso mundo visual, uno es un triángulo, otro un cuadrado, otro un círculo... cada uno tiene su forma y sus aristas y no lo sabe. Uno no sabe lo que es, no sabe manejarse a sí mismo y por supuesto es incapaz de percibir, de ver lo que sus hermanos son. Vemos las diferencias, uno se siente triángulo y ve a su hermano como un cuadrado espantoso. No le parece un cuadrado perfecto, ni bonito ni nada por el estilo, solo ve que no es como él, que obviamente es como hay que ser.
Con la edad y en mi cabeza, las aristas de cada uno se van puliendo, se van encontrando huecos en los hermanos y en uno mismo para ir encajando, para complementarse, construyendo un "algo" que puede estirarse, retorcerse, separarse pero raramente romperse.
No idealizo a mis hermanos, me sacan de quicio infinitas veces a lo largo del año. Tienen defectos que me cuesta tolerar y otros que me cabrea que no combatan, porque sé que podrían mejorar. Somos incompatibles en muchísimas cosas pero hemos aprendido a encajarnos. Y no a martillazos o a presión. Nos encajamos adaptándonos unos a otros cuando sabemos que nos necesitan, nunca de la misma manera con todos porque nos sabemos diferentes como personas y también en la manera de enfrentarnos a la vida.
Hace 19 meses, al volver del cine de ver una película atroz, no podía dejar de llorar. En el coche, aparcada delante de casa de Molihermana, no podía dejar de llorar. Le dije que tenía tanto miedo que no podía levantarme por las mañanas. Me miró y con toda la pena del mundo me dijo: me parte el alma verte así pero no sé como ayudarte.
Hace 15 meses, un sábado cualquiera, oí la puerta de casa. Bajé las escaleras y allí estaba mi Pobrehermano Pequeño. Abrió los brazos y me abrazó hasta que no pude más. Me dio un beso en la cabeza y me sujetó fuerte.
Hace poco más de un año yo seguía enferma y muy débil. Pobrehermano Mayor estaba enfermo también y decidimos salir a dar un paseo después de una nevada espectacular. Abrigados como en Fargo, caminamos en silencio, esperándonos mutuamente.
He pensado todas estas cosas y en cómo será la muerte de un hermano. Uno está preparado, o cree estarlo, para la muerte de los padres, es ley de vida, son mayores que uno y morirán antes. Uno jamás está preparado para la muerte de un hijo, es antinatural. Pero la muerte de un hermano debe ser como asomarse a la propia muerte.
No quiero pensarlo ahora, hoy.
Somos cuatro hermanos y siempre dormimos en litera.