Temblar para nada.
A la hora de escribir la presente (ooiih, que estirado me queda) confío en que nadie que me lea tenga alguna preocupación sobre su salud, y si la tiene le deseo que la resuelva felizmente.
Esta semanita resolví yo una, aunque hacerlo me supuso una buena reprimenda filosófica, de esas que te hacen replantearte la vida hasta las trancas. Bien de sobra es conocida la presión amedrentadora que el gran lobby de las Farmaceúticas ejerce a través de los medios de comunicación y de la que hay variados ejemplos. Dicha presión, quizá, me llevó a exagerar -incluso ante mi mismo- unas molestias que padecía.
Notaba yo en estos días pasados una acidez inusual, que iba algo más allá de la mera pesadez estomacal. Se podría definir como el clásico reflujo, ese zarpazo de ácido clorhídrico que asciende imparable desde el estómago hasta casi la garganta y te otorga una calidad de vida similar a la de un conejo al que asan con un soplete.
Y en mala hora decidí googlear “reflujo” -o algo así- en el condenado buscador. La cuestión es que aparecía una página muy mona y resultona, confeccionada, a que dudarlo, con bastante profesionalidad, y que recomendaba tomar determinado medicamento. Pero la páginita llegaba más lejos: describía, con todo lujo de detalles, las complicaciones que podía acarrear una inflamación del esófago, que iban desde úlceras y perforación hasta el mismísimo cáncer.
El contenido que podía leer empleaba adjetivos muy bien seleccionados y desasosegantes. Hablaba de la progresión de la patología como de algo “insidioso” y con efectos finales “devastadores”. Las complicaciones -aún tomando la pastillita de los huevos- podían progresar a veces de forma “larvada”. De sobra se sabe ya que los que miran síntomas por Internet padecen una especie de palabrofobia. Los cibercondríacos reaccionan ante los nombres de enfermedades como los niños cuando les dices “coco, buu”, aay.
Ahora y por tanto, resultaba que la acidez estomacal de siempre, la de toda la vida, era la “antesala” -otra palabreja más- de horrores por llegar, recomendando la endoscopia y el control por el “digestólogo”, acentuando así la indefensión de quien creyera todo lo que leía (como el gilipollas de un servidor, mismamente) No solo se exageraba manifiestamente el peligro, sino que se trababan de forma paternalista las sensaciones de mejora del potencial paciente, remitiéndolo al criterio especializado.
Bueno, pues después de leer este folletín de terror interesado, no tardé demasiado en concertar cita con un “digestólogo”. La espera hasta la endoscopia me supuso cierto calvario personal, con la imaginación desatada (cosa que en mi suele ser bastante serio) y creyendo que tenía en mi esógago al mismísimo Alien a punto de devorarme.
En la consulta previa exageré los síntomas, a pesar de que ya notaba una muy apreciable mejoría. A tal punto las imágenes provocadas por un texto alarmista eran fuertes que ya no quería quedarme sin exploración.
La exploración en si misma -meterme una cámara por las tragaderas- no tuvo mayores incidencias. De hecho, ahora estas cosas te las hacen sedado y no sientes nada. Lo que ya fue más relevante es que el médico tenía cara de enfadado cuando confeccionaba el informe y no me miraba precísamente de manera cordial. Era un señor ya mayorcito y menudete, con barbita blanca y pinta de haber visto más estómagos que yo revistas porno.
-”Qué ¿que tal, todo bien?” pregunté yo, todavía medio bobo por la sedación.
-”Pues sí, ni siquiera tiene inflamación. Por tanto, no le pongo tratamiento. Pero si debería tener uno para esos nervios que tiene. Seguramente llegará a viejo, pero no vale la pena hacerlo pagando ese precio, créame.”
Y así diciendo me entregó el informe y se levantó, enfadado sin duda porque un hipocondríaco histérico le hiciera perder el tiempo.
No me gustaron las maneras, pero está claro que a muchos médicos tampoco les gusta la ansiedad social que generan los fabricantes de potingues, que llenan las consultas de falsos positivos, por decirlo con jerga vasilona del copón. Lo que no quita que salud no hay más que una, eso está claro.
Pero la salud mental también es salud.
Saludos…sanos.