Revista Cultura y Ocio

The UK is not OK

Por Eduardomoga
Eso me dijo una compañera de trabajo de Ángeles, una científica extranjera educada en las mejores universidades que lleva veinte años dedicada a la investigación del cáncer. Ha pasado todo ese tiempo en Londres, pero ahora está a punto de marcharse. Los recortes del gobierno conservador de David Cameron que, como todos los gobiernos conservadores del mundo, pretende reducir el tamaño del Estado para que resplandezca la iniciativa individual, aun cuando muchas personas no estén en condiciones de tener iniciativa; recortes que, pese a ello, deben de haber complacido a sus compatriotas, porque no solo han revalidado su mandato, sino que lo han premiado con la mayoría absoluta han vuelto imposible mantener su puesto de trabajo, y la mujer ha decidido abandonar el Reino Unido y volver a su país, para proseguir sus investigaciones y reemprender su vida. Algo parecido nos ha dicho otra compañera, también extranjera, del hospital. Lleva muchos años haciendo aportaciones a su seguro privado (que aquí es fundamental para garantizarse un retiro suficiente), y ha reunido el máximo capital que podría alcanzar, es decir, aunque siga contribuyendo, no mejorará ya su pensión. No le compensa, pues, seguir trabajando. Con lo que lleva ya acumulado, la mejor opción, salvo que uno sea workcoholic o masoquista, es dejar el hospital y disfrutar de una jubilación dorada. Pero la mujer tiene poco más de 50 años, y aún se siente útil. Leer el periódico hasta las necrológicas mientras desayuna y pasarse luego la mañana dando de comer a las palomas no es todavía a lo que quiere dedicarse hasta que ella misma sea la protagonista de una necrológica. En consecuencia, también esta compañera está pensando en dejar los bártulos y regresar a su país. Aunque podría pensarse que son dos desgraciadas con mucha suerte, ambas situaciones revelan la confluencia de dos elementos muy importantes en la configuración social del país: la retracción de los servicios públicos y, en general, del papel del Estado como garante del bienestar de sus ciudadanos, y la simultánea prevalencia de los mecanismos privados para asegurar ese mismo bienestar (y, a su vez, el paradójico efecto desincentivador de muchos de ellos: una vez asegurado el beneficio individual, ¿para qué seguir aportando al país?). Lo cual supone que, en amplias capas de la población que no se pueden permitir esos recursos individuales, la gente solo goza de una cobertura mínima y, con el gobierno conservador, irremediablemente menguante. Gran Bretaña ha pasado por una grave crisis económica, como casi todos los países de la Unión Europea, pero está saliendo de ella mucho mejor que nosotros. Lo ha conseguido gracias a que su tejido productivo era mucho más sólido y plural que el nuestro, al poder financiero de la City, y a que la corrupción, aunque existente, no estaba tan extendida ni resultaba tan corrosiva como la española, que bate casi todos los récords de putrefacción en Europa. Hoy basta con darse un paseo por las calles de Londres para ver, en muchísimos escaparates, anuncios que reclaman personal. Son puestos de trabajo que apenas requieren cualificación profesional: vendedores, camareros, conductores, repartidores de publicidad, cosas así, pero suficientes para proporcionar unos ingresos básicos a mucha gente. El caso de Álvaro ha sido revelador: se apuntó hace cuatro días, por internet, en la bolsa de trabajo de una empresa que proporciona recepcionistas y camareros para eventos y celebraciones; esa misma tarde ya tenía una llamada de la empresa para convocarlo a una entrevista; al día siguiente ya estaba recibiendo la preparación mínima que necesitaba para desempeñar su labor; y al otro, ya estaba trabajando: en un cóctel con el que se conmemoraba el centenario del nacimiento de Tapio Wirkkala, el gran diseñador finlandés. El sueldo es miserable, pero es un sueldo, y también una experiencia. A los estudiantes como él, y también a muchos que ya no lo son, estas oportunidades, sencillamente, les permiten sobrevivir. No obstante, este dinamismo en los estratos más bajos de la pirámide económica no resuelve el gran problema de la sociedad británica: la desigualdad. Un informe de Oxfam, de 2014, revela un dato estremecedor: cinco familias son más ricas que doce millones y medio de británicos, una quinta parte de la población del país. Además, el crecimiento de los ingresos respectivos desde 1993 ha sido mucho mayor en el caso de los primeros que en el de los segundos, es decir, la brecha entre ambos no solo no ha disminuido, sino que lleva décadas aumentando. Las brutales diferencias de renta y, por lo tanto, también de formación, de salud y de expectativas laborales y, en general, vitales pueden apreciarse en Londres mismo, donde al esplendor de Westminster y los barrios acaudalados -Chelsea y Kensington, Mayfair, Belgravia- se opone la tristeza de Thamesmead, Edmonton, Peckham, Whitechapel o Finsbury Park, entre muchos otros lugares insalubres. Cuando vivimos en Littleborough, cerca de Mánchester, recuerdo las localidades que rodeaban a la gran capital del norte, y que constituían un cinturón de inmigración, pobreza y, en muchos casos, desesperanza, como Oldham o Bury: lugares tristes, grises, difícilmente habitables. De hecho, no he sentido nunca tanta tristeza como paseando por algunos de estos arrabales, cuyo proletariado es decir, casi toda su población constituye una masa anónima y vociferante no hay contradicción en los términos de gente sin recursos y sin educación, que se da en muchos casos a la bebida una necesidad que las docenas de miles de pubs de la nación atienden con admirable diligencia y a la depresión. Aunque la tasa de paro, que no superaba el 6% en febrero de este año, es bajísima comparada con la española, que todavía ronda el 24%, en el Reino Unido hay más de seis millones de parados o subempleados. Y también nueve millones de personas que, o son alcohólicos, o beben más de lo aconsejable, como puede apreciarse en las infatigables hordas de británicos que riegan de cerveza, sangría, vómitos y semen las calles de las ciudades costeras españolas. Las diferencias de clase siguen siendo abrumadoras: los ingleses no han sabido desprenderse de esta visión clasista de la existencia, es más, la han acentuado como forma de singularización y mecanismo de edificación social. Y todo se agrava por este clima gélidamente infernal, en el que hemos llegado a junio sin atisbo alguno, todavía, de tibieza.

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