Revista Cine
Estoy seguro de que si por él fuera, Don Siegel no habría debutado como director en Warner Bros., sino en cualquier otra compañía. Tras casi diez años al servicio del estudio, las relaciones que mantenía con el pequeño de los «bros», Jack, tornaron nefastas cuando a mediados de los años cuarenta se permitió el lujo de rechazar por cuestiones económicas un contrato de director. Como al joven todavía le quedaban tres años al servicio de la compañía, Jack Warner decidió mantener al empleado díscolo en el dique seco durante un largo año. Comenzaba así una sucesión interminable de conflictos y desencuentros que condujeron a Siegel a despidos temporales o, en el mejor de los casos, trabajos muy por debajo de sus demostradas aptitudes. Hasta que un buen día, como si nada hubiera pasado, Jack Warner mandó llamar al joven montador y le encomendó la dirección de un cortometraje. Lejos de fumar la pipa de la paz, Siegel tramó su propia venganza, un relato alegórico y contemporáneo sobre Jesucristo (Warner también era judío) que, además, debía cumplir dos premisas: malo y caro (Star in the Night, 1945). Cometido el delito, Siegel esperó ansioso el destierro definitivo de Warner Bros., sin embargo, lejos de ser condenado, le fue encomendado un segundo cortometraje documental. En esta ocasión, el nuevo director no debía fallar, así que hizo un ejercicio propagandístico (y ligeramente aterrador) antinazi (Hitler Lives, 1945) compuesto mayoritariamente por imágenes de archivo. Las condenas por ambos delitos fueron sendos Oscars en 1945 en las categorías de «Best Two-Reel Short» (Star in the Night) y «Best Documentary Short Subject» (Hitler Lives).
La recompensa de Warner Bros. por los Oscars fue The Verdict (1946), un interesantísimo debut en el largo protagonizado por Peter Lorre y Sydney Greenstreet en el que se fraguan los rasgos estilísticos y narrativos de la primera etapa del director. The Verdict, que transcurre en un oscuro Londres victoriano, húmedo y enrarecido por la abundante niebla (empleada inteligentemente para disimular la falta de decorados), arranca como un angustioso drama judicial — la ejecución de un falso culpable y la consiguiente destitución del juez errado — pero evoluciona rápidamente hacia la típica historia de asesinatos sin aparente resolución en donde todos los personajes son altamente sospechosos, lo que obliga al espectador a ejercer, junto a unas torpes fuerzas del orden, de detective. Finalmente, y a través de un flash-back, podemos contemplar cómo se produjeron los hechos y averiguar si nuestras sospechas eran fundadas. Lo más destacable de la cinta, que roza la parodia, es la manera en la que Siegel consigue convertir un modesto producto de la serie B (realizado, además, durante una huelga en Hollywood) en un notable ejercicio de estilo en el que se atisban gran parte de los cánones siegelianos. Primeros planos y planos detalle, el uso de sombras como potente recurso narrativo, la fotografía en blanco y negro altamente contrastada, el empleo del espejo para evitar el plano/contraplano, la acertada utilización de la elipsis, el gusto por el contrapicado o la importancia de la banda sonora en la acción, conforman la peculiar mirada de Siegel, más cercana a la de un montador que a la de un director, y capaz de describir a personajes en un único plano con precisión quirúrgica.