El Doctor Thomas Bond.
El inicial “perfilador” –cuando aún no se conocía ese término– contemporáneo a los trágicos acontecimientos de Whitechapel quien, a requerimiento de las autoridades de Scotland Yard, ofreciera un perfil psicológico sobre Jack el Destripador, lo constituyó el médico forense Thomas Bond, profesional que expuso su informe diagramando el primer contorno científico tendiente a predecir las claves íntimas del hombre que se ocultaba tras el anónimo criminal serial del este de Londres.El doctor Thomas Bond accedió al cargo de Cirujano Jefe de la Policía Metropolitana en 1873, y el destino quiso que ya entonces se enfrentase a macabros sucesos. Ese año apareció en la ribera del río Támesis el trozo de un torso femenino seccionado y, días más tarde, emergieron otros fragmentos, entre ellos la cabeza que se hallaba muy deteriorada.
El joven médico emprendió un encomiable y lóbrego trabajo y fue reconstruyendo el cadáver cosiendo una por una las piezas. Recomponer el rostro de la finada significó un enorme desafío, pues la nariz y la barbilla estaban desolladas, y a la testa le había sido arrancado el cuero cabelludo. La piel de la cara de la víctima fue equipada de la manera más natural posible en esas horribles circunstancias.A pesar de que este pionero intento de reconstrucción forense se llevó a cabo con sumo "ingenio y habilidad" -conforme a expresiones de los periódicos- el cuerpo sólo podría ser reconocido por aquellos que estaban más: "íntimamente familiarizados con las características físicas de la persona fallecida". La policía rechazó a muchos sujetos que se acercaron para saciar su morbo de contemplar el cuerpo destrozado. Entre éstos estaban "los comerciantes de horrores" que trataron de obtener un esbozo de aquellos despojos.
Pero la policía obró con celo profesional, y únicamente a quienes se consideró con legítimas razones para ver los restos les fue exhibida una fotografía de los mismos.
Comentando aquellas lesiones, la revista médica The Lancet informó que: "Contrariamente a la opinión popular, el cuerpo no había sido troceado, pero era cierto que las articulaciones se han abierto con habilidad, y los huesos resultaron perfectamente desarticulados, incluso en las articulaciones complicadas del tobillo y el codo. A su vez, en la articulación de la cadera y del hombro los huesos fueron toscamente aserrados".
Dado que devenía notorio que detrás del hallazgo había una mano criminal, un veredicto de "asesinato con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas" fue alcanzado por el jurado en la encuesta judicial. El gobierno ofreció una recompensa de doscientas libras, y un perdón gratuito para cualquier cómplice que denunciara al ejecutor. A despecho de tal medida, jamás se supo la identidad de la víctima, no se practicaron aprehensiones, y el asunto quedó como al principio.
En el mes de junio del siguiente año de 1874 el organismo descuartizado de una fémina se extrajo de las aguas del Támesis, en la región de Putney. El rotativo News of the World del 14 de junio subrayó que el cadáver carecía de cabeza y de extremidades, salvo una pierna, y que el torso fue trasladado a la morgue de Fulham.
Esos dos crímenes escalofriantes fueron anuncio de lo que ocurriría casi quince años más tarde cuando arreciaron los cruentos asesinatos del Destripador en el otoño de 1888, y otra vez le correspondería al doctor Bond desplegar una labor prominente.
El 25 de octubre de 1888, el jerarca Robert Anderson envió al médico una carta pidiendo su ayuda en la investigación del caso de Jack the Ripper. Le remitió copias de las pruebas recogidas en las indagaciones sobre los asesinatos de Polly Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, con la solicitud de que le diera su opinión profesional sobre el asunto. Éste examinó los documentos durante dos semanas y entregó su respuesta el 10 de noviembre. Mary Jane Kelly había sido masacrada la mañana anterior, y el cirujano dedicó buena parte de ese día a la realización de la autopsia. Es probable que ese salvaje homicidio motivase al forense a apresurarse en concluir el reporte que venía preparando.
Correspondió al doctor Bond la lúgubre
labor de realizar la autopsia de Mary Kelly
Las circunstancias que rodearon los homicidios lo llevaban a la opinión de que las mujeres debieron haber sido tumbadas contra el suelo cuando se las asesinó, y en todos los incidentes el primer corte de cuchillo se dirigió a cercenar la garganta. Respecto del tiempo transcurrido entre la muerte y el encuentro de cada cuerpo, el informante recalcó que en el caso de Liz Stride el descubrimiento tuvo lugar inmediatamente después de producida la agresión. En las situaciones de Polly Nichols y Annie Chapman habrían discurrido entre tres y cuatro horas desde el fallecimiento hasta la ubicación de los cadáveres, Con relación a Kate Eddowes, su organismo sin vida se descubrió a los pocos minutos de ser victimada.
En el caso de Mary Jane Kelly, en cuya autopsia intervino el mismo Bond, se halló su cuerpo inerte tendido sobre la cama, medio desnudo y extremadamente lacerado.
Al arribar los forenses la occisa ya había ingresado al grado del rigor mortis, el cual fue en aumento durante el curso del examen clínico. Debido a tal circunstancia, se volvía difícil para el médico establecer con certeza el tiempo exacto transcurrido desde la muerte; pues tal período en una situación así varía de seis a doce horas antes de pasar a la fase de rigidez cadavérica plena. Basado en que el cuerpo estaba ya bastante frío, y que al analizar el estómago y los intestinos percibió residuos de una reciente ingestión de alimento, el galeno calculó que la fémina debería haber perdido la vida entre la 1 o las 2 de la mañana de ese 9 de noviembre.
Cabe acotar que el doctor George Bagster Phillips contradijo en este punto a su colega, y determinó la hora del deceso entre las 4 y las 6 de la madrugada; horario que, por lo demás, concuerda con los datos recabados por la investigación policial.
Bond también mencionó que en ninguna ocasión pareció mediar evidencia de lucha. De allí que dedujo que las agresiones fueron repentinas y se cometieron desde una posición tal que las mujeres no podían resistirse. Advirtió que en el asesinato de Kelly la esquina derecha del colchón dónde yacía la extinta estaba muy rasgada y saturada de sangre; lo cual sugería que el asesino habría cubierto la cara de su víctima con la sábana en el momento letal.
En lo que atañe a la manera de ultimar, apuntó que en los cuatro primeros episodios el victimario debía haber agredido desde el lado derecho de la víctima. Con Mary Jane, por el contrario, habría iniciado su ataque de frente o desde la izquierda, puesto que la estrecha habitación no dejaba espacio para accionar de otro modo. Si quería agredir de la misma forma que lo hiciera con las otras asesinadas, se hubiese chocado contra la pared y la parte de la cama sobre la cual la mujer estaba yaciendo. A su vez, la sangre había fluido hacia abajo manando a partir del costado derecho del cuerpo de la finada, y al brotar mojó la pared.
Con respecto al modus operandi utilizado recalcó que el homicida no quedaba necesariamente muy salpicado o anegado de fluidos sanguíneos, pero sus manos, sus brazos y al menos una parte de su ropa, se debía manchar bastante. Señaló que en la totalidad de los sucesos las mutilaciones eran en extremo semejantes, con la única excepción del crimen de Liz Stride. El móvil de todos los homicidios tenía por objeto, claramente, lograr la mutilación; la cual había siempre sido infligida por una persona que carecía de conocimiento científico y anatómico. El profesional opinó que el matador ni siquiera poseía la destreza técnica de un carnicero, un matarife de caballos, o cualquier sujeto acostumbrado a trozar animales muertos.
Sobre el arma empleada, estimó que se trataba de un cuchillo fuerte de por lo menos seis pulgadas de largo, y muy afiliado en su hoja, la cual era de alrededor de una pulgada de ancho. Se pudo tratar de una navaja, de un cuchillo de carnicero o del bisturí de un cirujano. De lo único que el informante se mostraba seguro era que el arma no era curvada, sino de hoja recia, afilada y recta.
En cuanto al perpetrador, entendía que debía ser un varón de gran fuerza física, y de perverso y decidido atrevimiento. No encontró pruebas de que actuara junto con cómplices. Conjeturó que el criminal era un hombre sometido a periódicos accesos de manía homicida y erótica. El carácter de las mutilaciones sugería que aquel individuo podía padecer una enfermiza condición sexual llamada satiriasis.
El galeno no descartaba que el impulso vesánico hubiese tenido su origen y desarrollo en un afán de venganza o una obsesión mental como, por caso, una manía religiosa. Empero, dejó constancia de que tal posibilidad le parecía improbable. Mostró menos dudas acerca de la conducta social del homicida, y consideró que su apariencia externa, presumiblemente, sería la de un hombre inofensivo y tranquilo, de mediana edad, hábitos higiénicos, y que vestiría de manera decorosa. Creía que debía observar la costumbre de portar una capa o un abrigo largo; pues si así no lo hiciere difícilmente podría haber pasado desapercibido en las calles con rastros hemáticos cubriendo sus manos y la ropa que llevaba debajo.
Nuestro perfilador suponía que el ejecutor era, además, un ser solitario y excéntrico. También reputaba probable que fuese un individuo sin ocupación regular pero con algún pequeño ingreso o pensión. Podía estar viviendo entre personas respetables que recelaban de él por conocer su carácter y sus hábitos extraños, y quizás sospechasen que no iba todo bien en su mente. No obstante, esa gente no estaría dispuesta a comunicar sus recelos a la policía por temor a generarse problemas o a lograr así una notoriedad indeseada. El informante sugería que si los conocidos del asesino tuvieran la perspectiva de recibir una recompensa ese estímulo monetario podría hacerles superar sus escrúpulos.
Cabe concluir, a partir de la labor e informes de este forense excepcional, que en las iniciales elaboraciones psicológicas sobre el criminal serial de Whitechapel, se reputó a éste como un asesino impelido por una sexualidad enfermiza que, pese a ello, gozaba de suficiente autocontrol, al punto de lograr engañar a su entorno y pasar por un ciudadano socialmente aceptable.
Los victorianos intuían que las barbaries cometidas por Jack el Destripador estaban inspiradas en un ansia sexual irrefrenable, que eran los delitos de un perturbado que odiaba y que, al mismo tiempo, deseaba a las mujeres; y dado que no podía obtenerlas las mataba brutalmente. Ese mismo esquema lo encontramos en la mayoría de los grandes crímenes sexuales del siglo XX. Un individuo tímido o nervioso que padece períodos depresivos. Cavila acerca del sexo hasta que el pensamiento de la violación lo llega a obsesionar. Los crímenes vienen luego; cada uno de ellos seguido por un cada vez más profundo período de depresión. Al final él mismo provoca su detención o se suicida. Todos estos casos tienen un poderoso elemento ilógico, de manera que una persona normal y equilibrada sólo encuentra explicación en la locura. Pero no es locura, es solamente “magia”, la confusión de un hombre que lanza una piedra contra un espejismo.
Y es que ya en aquellos tiempos iniciales hubo estudiosos que afirmaron que el motivo de los asesinatos radicaba en un desenfrenado apetito sexual, pese a que las autopsias practicadas a las víctimas descartaban la presencia de fluidos seminales.
Así lo sostuvo en forma pionera -como hemos visto- Thomas Bond al informar a Scotland Yard. Se especulaba que el criminal tal vez era impotente o sufría dificultades para acceder al coito de manera normal, pese a obrar impulsado, paradojalmente, por un frenesí sexual enfermizo.
A partir de datos recabados en la escena de los crímenes y del análisis de los cadáveres, el facultativo se animó –cosa insólita para aquella época– a exponer su parecer sobre cuál podría ser la personalidad del ultimador. A éste lo imaginó como un individuo de mediana edad, costumbres prolijas y temperamento sosegado, de quien sus vecinos jamás sospecharían nada malo. Debía disponer de considerables ingresos económicos y un trabajo estable que le impedía salir a cometer sus asaltos en los días hábiles, lo cual justificaba que éstos siempre tuviesen cabida durante los fines de semana.Tras la muerte de Mary Jane Kelly, la policía, que se sentía completamente perdida, dejó el problema en manos del doctor Thomas Bond, especialista en sífilis y experto en medicina forense, y le pidió que les presentara un perfil psicológico del asesino. En su respuesta a Scotland Yard, el consultado declaró que la serie de “cinco asesinatos”, empezando con el de Polly Nichols y terminando con Mary Kelly, eran “obra de una sola mano”. Descartó la posibilidad de que el culpable fuera un fanático religioso en busca de venganza, o que las mutilaciones demostraran “conocimientos científicos o anatómicos”.
El asesino, explicó, sufría “satiriasis” (es decir, era un ser hipersexuado y recurría a la violencia para satisfacer su apetito sexual desmesurado). En apariencia podía ser muy bien un hombre tranquilo, inofensivo, probablemente de mediana edad, vestido de forma limpia y respetable.
El cirujano ponderaba que los investigadores policiales que perseguían al asesino se enfrentaban a un delincuente de índole sexual, detentador de una doble personalidad al más puro estilo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Y ciertamente que no se trataba de un cirujano ni de una persona vinculada a la profesión médica.
Aunque no lo manifestó en su informe, el forense estimaba que Jack el Destripador y el Asesino del torso del Támesis no podían ser el mismo sujeto, debido a la clara disimilitud en el modus operandi empleado para ultimar. Mientras el primero no mostraba sapiencia anatómica el segundo sí la poseía, aun cuando no necesariamente se tratase de un médico.
El reporte del doctor Thomas Bond –reseñado en este artículo- representó un documento muy excepcional, considerando la lejana época en que fue escrito. Este cirujano victoriano resultó un pionero de los modernos estudios de perfilación criminal del FBI y de otras instituciones policiales y académicas. Por ende, constituyó sin lugar a dudas un digno precursor de emblemáticos expertos en materia de perfilación de homicidas seriales de la talla de David Canter y Robert K. Ressler.
Luego de padecer una larga enfermedad con períodos de depresión e insomnio donde se hizo adicto a la morfina, el insigne profesional se suicidó arrojándose desde una ventana el 5 de setiembre de 1901. Contaba con cincuenta y nueve años, y dejó tras sí una viuda y cinco hijos.
Recreación del suicidio de Thomas Bond publicada en el Penny Illustrated el 15 de setiembre de 1901
FUENTE: ARTICULO DEL DOCTOR GABRIEL POMBO.