Todo está en su sitio. La pantalla de la lámpara baña la puesta en escena con su foco de luz dorada mientras deja en penumbra el resto de la estancia. La silla de madera invita a sentarse, a dejar el peso sobre el asiento y apoyar los brazos en la mesa antes de reclinar el cuerpo hacia delante, sobre el tablero despejado en el que un simple pliego de papel ocupa el centro. Hacia el fondo, en un lado, al alcance de la mano, reposan la pluma y el viejo tintero que apenas contiene unos restos de tinta seca e infinidad de recuerdos. Casi en el borde se yergue el atril vacío, la bandeja levantada reclama un texto, una partitura, una hoja escrita.
El escenario está listo, faltarían los actores, el escritor protagonista que emborrona página tras página con líneas desviadas de trazos febriles, casi ilegibles. No nota la frente crispada, los ojos resecos, los músculos de la mano agarrotados. Solo siente el flujo de las palabras en su mente, la desazón de plasmarlas cuanto antes sobre el papel no sea que se volatilicen o se pierdan por el camino. La ruta es un laberinto lleno de recovecos, callejones sin salida, atascos, celadas, puntos muertos. Debe amarrar cada frase, sin perderla ni un instante para evitar que regrese al limbo de las ideas olvidadas y quede enterrada entre las historias que nunca nacieron por no encontrar la puerta hacia la consciencia.
La musa aguarda al otro lado de la ventana cerrada, tras el cristal que ejerce de telón y que contiene el aire de fuera y la inspiración de su aliento. Está preparada. Espera, enganchada en la reja que la retiene prisionera, a que aparezca aquel al que debe revelarle su secreto para poder ser libre de nuevo.