Revista Cine

‘to the wonder’: coreografía del amor bucólico

Publicado el 12 abril 2013 por Cintasperdidas @cintasperdidas

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 Terrence Malick no se caracteriza por ser un director complaciente ni por estar preocupado de no serlo. To the wonder es el sexto largometraje de una carrera cinematográfica que dista mucho de la habitual. El texano rompió el caparazón en 1973 con el filme Malas tierras; si bien han pasado a veces 20 años entre obra y obra, los resultados son buenos. Porque Malick sabe extremecer a cierto público y alzarlo hasta lo más bello, mientras que el de al lado puede estar sintiendo un odio profundo e imaginar cómo ahogaría al director a cámara lenta, ésa que tanto le gusta a este extremista audiovisual. Quererlo o detestarlo: ésas son las opciones. Aquí se hablará de amor, aunque sin ceguera.

Es cuanto menos curioso el salir de una película y darse cuenta de que estaba casi exenta de diálogos entre los personajes. Y aún más curioso es ser consciente de que la trama de la cinta no es la importante, sino que Malick hace que la reflexión paralela que provoca con sus voces en off y bailes pegajosos en campos de trigo a contraluz sea la que, finalmente, releve a la de la película, ausente desde un comienzo y explicada de forma fingida en escasos fotogramas. Ésta es la sensación que deja este compás de caricias placenteras y arrumacos arrugados que pretende viajar a través de todas las etapas de cualquier relación sentimental.

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Con un Ben Affleck escaso en protagonismo que impone la base masculina practicante frente a un Javier Bardem postergado en el catolicismo en el ejercicio de cura de un pueblo, Malick se centra en una Olga Kurylenko que sabe ganarse a la cámara -sin duda más que a Affleck-, desnuda ante la audiencia que escucha sus lamentos y heridas más profundas, intermitentes en el amor y en el dolor, pero siempre enamorada sin quererlo. El “giro de guión”, que sería inapreciable para algunos de no ser por el color del pelo de las actrices en ciertas tomas, es Rachel McAdams: esa antigua novia del apuesto protagonista (?) que desequilibra esa eternidad etérea que viven Ben y Olga antes de la aparición rubia.

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Se suceden continuamente juegos de enamorados, caricias, miradas (generalmente de las mujeres), rayos de sol que desafían a las sombras, peleas, contradicciones y todo eso que una vez Malick entendió que componía la coreografía del enamoramiento. Las imágenes son poéticas y albergan una gran carga exponencialmente sometida a lo que el espectador esté dispuesto a dejarse llevar. La combinación de voces en off asincrónicas que alternan entre la alegría y la penuria sin ton ni son junto con unas relaciones sentimentales con expresiones forzadas en metáforas y compuestas de momentos siempre especiales (¿cuántas horas de metraje total en campos de trigo al atardecer?) puede hastiar a cualquiera. Todo depende del estado en que se encuentre el espectador: la experiencia sólo merece la pena si la mente está en blanco, la recepción amarga está activada y la parte crítica del cerebro apagada. En caso contrario, el odio a Malick está asegurado.


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