
Este verano estuve en Oxford y Javier Marías no se había muerto, así que -al haber dejado en su momento sus libros por imposibles- no había coincidencia posible. Es ahora -muerto Marías y visitada la ciudad- cuando literariamente vuelvo, por partida doble, porque las viejas calles, los pubs y las retorcidas historias de los don (yo tampoco sabía lo que significa el término en Oxford) presiden también Last bus to Woodstoock, novela en al que también ando y de la que hablaremos en otra ocasión.
Dos años de Javier Marías en Oxford -siendo el protagonista o no un alter ego del autor-, dan para que el narrador exprima la realidad de vida debajo de ese cosmos que es/debe ser la particular vida de los profesores universitarios en una ciudad paralela. Cada College es un castillo, y la vida allí dentro no necesariamente debe pasar de la misma manera que afuera.
Como ya es la segunda novela que leo de Marías en muy breve espacio de tiempo, empiezo a percatarme que en sus libros las cosas pasan y se mueven sin que parezca que se mueva nada: el narrador cuenta , ya en Madrid, su relación con las que han sido las personas importantes que han compartido su vida y su tiempo allí: la amante, los amigos, el sabio, la casa pirámide y la estación de Didcot. Esa misma en la que durante unos días mi familia y yo cogíamos el tren para acercarnos a recorrer una ciudad detenida en el tiempo.
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