El 23 de febrero de 1981 teníamos ocho años. Al grito de «Todos al suelo, que viene Tejero» del compañeró revolvín de turno, nos metíamos debajo de los pupitres. Componían dos columnas compactas con varias celdas, unidos unos a otros como una atracción de feria. Nos gustaba meternos por desde el último y recorrer el túnel subterráneo hasta asomar la cabeza por el medio o el principio. A la señorita, de mano floja y dada a alargar el cabello ajeno, aquella práctica no le parecía muy bien. Para expirar su culpa, alguno pasaba la mañana a su vera de pie junto a su mesa presidencial y recibía un coscozón cada vez que levantaba la cabeza del papel. La escuela de los 80 y… ya estábamos en democracia.
Recuerdo perfectamente aquel tiempo que no entendía. Aún hoy sigo sin comprender la política, el poder, las ambiciones sociales y estamentarias. Posiblemente me interesaran (no es la palabra) más de niña que ahora, es curioso. Sabíamos que algo gordo había pasado. Un nombre sonaba en nuestro entorno. «Tejero», un señor con bigote y casco peculiar que aparecía en la tele empuñando una pistola y lanzando unos tiros al aire. Los mayores se arrugaban, susurraban o se enardecían y soliviantaban. Aire denso. El trabajo no para. Trabajar, trabajar, aquella generación de padres que no conocía las vacaciones, que invertía en ladrillo para sus hijos, que se desvivía por darles la educación que ellos no tuvieron. Nosotros, en la escuela.
Nos escondíamos. Si. Nos escondíamos y nos tirábamos al suelo. Como los parlamentarios aquel día. Creíamos que aquello era lo que había que hacer. Cuerpo a tierra. Salvar la vida mientras algo se tambaleaba, no sabíamos qué, nacidos (casi) en democracia. Tejero llegó a ser más conocido para mi yo infantil que Franco, un nombre que los niños no escuchábamos más que hilvanado en la frase «esto con Franco no pasaba» que aún debería oir durante muchos años. Crecimos y comprendimos que aquel 23F nuestra niñez, nuestro proyección de adultos, podían haberse truncado. Años después, al saberlo, al pensarlo, al comprenderlo, me sobrecojo. No me enfado, no me alegro. Tejero, los pupitres, el suelo sucio, nuestras rodillas sucias, la seño que riñe. Los padres que no explican. Me enternezco, sonrío. Aquella sociedad mía, temerosa, trabajadora y sumisa que caminaba por algo que acababa de empezar y que estuvo a punto de perderlo por la ambición fascista de un retrógado con pistola. Que aún vive (dice Wikipedia que tiene 89 años, dos más que mi padre). Curioso. Suelo matar a muchos famosos que aún viven. Me hago mayor. #23F #democracia #años80