Revista Arte
"Usted presiona el botón, nosotros hacemos el resto”, decía la empresa Eastman Kodak hace más de cien años. El lema promocionaba la venta de una cajita sellada, cargada para cien tomas, que debía ser enviada de nuevo a la fábrica para dar a luz y devolverle al fotógrafo aficionado sus “momentos Kodak”. Tomar fotos no ha cambiado mucho desde entonces: uno presiona el botón y la cámara –convertida en asistente y laboratorio digital– hace el resto.
La cámara es tan portátil como antes pero ahora también es teléfono o tableta y se anuncian unas gafas que toman, editan y transmiten imágenes bajo comandos de voz. Todo sucede tan rápido que las invenciones nacen anacrónicas; pronto sentiremos asombro al ver el iris como diafragma, la pupila como apertura, al ojo como cámara oscura y tendremos la inteligentada de pensar en una conexión inalámbrica que permita cargar y descargarle cosas al cerebro (unos la llamarán telepatía, otros lenguaje).
La resolución del producto de hoy es mejor que la de ayer y peor que la de mañana. Ante la ansiedad del “compro luego existo” queda el paliativo fijo de la imagen, de las narraciones que creamos a partir de fotos, cada quien compone su ilusión a través de su particular filtro. En una fiesta tediosa es apenas natural mirar las fotos recién tomadas, un consuelo gráfico que transforma el presente anodino en escena memorable.
Hace un año Facebook compró Instagram por mil millones de dólares: la red social más grande adquirió el sistema que permite a usuarios de iPhone y smartphones capturar más de cuarenta millones de fotos al día y compartirlas, exhibirlas y calificarlas al instante. Instagram también ofrece una suerte de insulina gráfica que compensa el vacío generacional causado por el “todo tiempo pasado fue mejor” y disuelve ese trago amargo en la tónica del presente. Se trata de un dulce visual, un filtro retro de género artístico, un sucedáneo que produce los efectos de la alquimia nostálgica. Instagram es un verbo gráfico capaz de conjugarlo todo, de darle a cada captura el gesto vital de lo que nunca fue y despertar lo único verdadero: emoción.
La ocasión hace al fotógrafo. “Usted presiona el botón, nosotros hacemos arte”, parece ser la nueva consigna de este género de fotografía al instante, tanto que los fotógrafos aficionados, a la par de los artistas, no solo toman imágenes de sí mismos, de sus hijos, de viejitos o de ruinas, sino que participan de la poesía aleatoria del momento, enfrentan la burocracia de la cotidianidad al darle glamour a cualquier vista: un orinal, un recibo de luz vencido, la puerta de una notaria, una vitrina con maniquís viejos. El medio hace al artista, todo es “arte contemporáneo”, la fotografía es la nueva pintura. Algunos hacen tomas directas y las publicitan como bajas de esteroides, “sin filtro”, una excepción que confirma la regla y afirma aun más el artilugio de encuadrar un fragmento del mundo en la arcaica quietud de la imagen.
En la exposición Ciudades Mutantes. Fotografía Latinoamericana (1941-2012), que estuvo en la Biblioteca Luis Ángel Arango, algunas de las tomas callejeras de los años sesenta y setenta mostraron comprensión por algo que hoy resulta cada vez más escaso: el material y el tiempo de lo humano. Están en vía de extinción los fotógrafos que andan con la cámara al cuello sin la ansiedad de publicar cada toma a cada instante. Más que redes, filtros vintage o artilugios conceptuales, hace falta un documentalismo crudo y sosegado emparentado con el de los fotógrafos de prensa pero sin el embale periodístico. De la polución instantánea de Instagram quedarán, con suerte, ciudades fugaces; las ciudades mutantes no caben en lo cosméticamente bonito ni se pueden asimilar en un “me gusta”.
(Publicado en Revista Arcadia # 92)