Revista Cocina
Poco antes de Semana Santa hicimos las maletas, cogimos el coche y nos fuimos hacia el noreste de España, destino Cataluña. Nuestra primera parada fue Tortosa, después daríamos un breve paseo por la Costa Brava que enlazaríamos con la Garrotxa, para finalizar en Girona.
Como siempre la agenda llena, un recorrido bastante intenso para los días de que disponíamos, pero iríamos decidiendo sobre la marcha y adaptándonos a la climatología, que se portó bastante bien y nos consintió de todo.
Comenzamos por Tortosa, una ciudad, tres culturas, la musulmana, la cristiana y la judía. Llegamos con las últimas horas de la tarde, cielo azul noche, las aguas del Ebro de color plata y el castillo iluminado con esas cálidas luces de color ámbar. Tortosa lucía muy favorecida.
Desde el Parador, donde nos alojamos, se observa la ciudad desde lo alto. Por una parte el Ebro, que a punto de encontrarse con el mar, atraviesa la ciudad con toda su fuerza.
Por otra parte, el barrio judío y la riqueza monumental tortosina, con la Catedral de Santa María y los Reales Colegios de Tortosa a la cabeza.
El Parador en sí, ya es uno de los principales monumentos de la ciudad. Ubicado en un enclave envidiable, el Castillo de la Zuda, se convierte en el mirador de Tortosa.
Su nombre, Zuda, se lo debe al gran pozo que construyeron los árabes cuando lo convirtieron en alcazaba, previamente había sido una edificación romana. De esa época también conserva un cementerio descubierto y el trazado de sus murallas, alrededor de las cuáles se puede realizar un agradable paseo.
Tras el paseo nocturno, decidimos cenar en el comedor del Parador. Acogedor, buen servicio, una completa muestra de la gastronomía de la zona, todo ello en un confortable salón con ventanales góticos. Quizás es esto lo que más me gusta de los paradores, la posibilidad de alojarse en un entorno único, que casi me transporta en el tiempo, mientras se disfruta de lo mejor de la zona, gastronómicante hablando.
A la mañana siguiente nos fuimos a pasear por esta ciudad bañada por el Ebro.
Desde el castillo de la Zuda, rodeamos las murallas, atravesamos el barrio judío y enseguida nos encontramos en el Archivo Histórico, justo enfrente de los Reales Colegios. En los alrededores varios palacios y palacetes que habían sido viviendas de las familias nobles en la época del Renacimiento.
Continuamos hacia la Catedral de Santa María, bellísima e impresionante. Situada sobre el antiguo foro romano que después se convirtió en mezquita.
Su fachada inacabada, en la que se mezcla el estilo barroco y neoclásico, nos sorprende ya que su interior sigue los cánones de un templo gótico. Se puede acceder también al claustro, el rincón que más me gusta en las catedrales, y algunas salas en las que se da a conocer la ciudad y el papel que ha jugado en la historia.
Seguimos paseando por su casco histórico, calles estrechas, algún edificio modernista sale a nuestro encuentro y todo delata que Tortosa, quizás ahora se muestre humilde, pero ha sido testigo de una gran actividad cultural, comercial y política.
Llegamos al río, el Ebro, siempre está presente, parece que nos quiere recordar el papel que ha jugado siempre, el que juega ahora, su importancia.
Desde el Puente Rojo, el antiguo puente del ferrocarril, se enlaza uno de los tramos de la Vía Verde que atraviesa Tortosa. Nosotros nos tuvimos que conformar con verlo, la ruta queda aplazada para otra visita. Más cerca del casco antiguo, el Puente del Estado, bueno, el nuevo, el original fue volado por el ejército republicano en abril de 1938.
Esta vez no podemos, pero queda pendiente acercarnos desde aquí al Delta de l’Ebre. Llega el momento de darnos una vuelta rápida por el mercado, construido por Joan Torras i Guardiola, el “Eiffel Catalán”y dirigirnos hacia nuestro siguiente destino.
Bon Voyage!