Ante un nuevo aniversario de uno de los mayores levantamientos populares de nuestra historia, la letra en homenaje a Agustín Tosco realizada por Ciro Pertusi con su banda "Jauría", una breve reseña documental sobre el Cordobazo y, finalmente, una breve reseña de la vida del Gringo, aparecida el pasado 1 de mayo en Diario Panorama de Sgo. del Estero.
TOSCO
(Letra: Pertusi / Música: Pertusi, Serniotti, Fajardo, Ambesi)
Cómo hacer, por dónde comenzar,
a empujar el mundo desde acá?
Sin tu fuerza, sin tu voluntad,
sin tu incorruptible honestidad.
Cuando el sistema cruel tan eficaz creado
nos somete a matar o morir,
busco otra alternativa
que huir para sobrevivir.
Cómo hacer, por dónde comenzar,
a cambiar la historia una vez más?
Sin tu voz, sin tu claridad,
tu palabra y credibilidad.
Tosco tu espíritu
siempre marchando al frente,
enciende a la gente ante vos…
Cruzan el ”barrio clínicas”
columnas de liberación
Por eso, brindaré por tu voluntad!
Brindaré… por tu dignidad!
Compañero fiel ya nunca estarás
muriendo en soledad,
pues tu sueño
es mi sueño de unidad.
Tosco tu espíritu,
siempre marchando al frente,
barricadas en tu honor!
Reencarna en cada barrio
tu sueño de liberación.
Por eso, brindaré por tu voluntad!
Brindaré… por tu dignidad!
Compañero fiel ya nunca estarás
muriendo en soledad,
pues tu sueño
es mi sueño de unidad.
Y estoy despierto…
El “gringo”, como lo llamaban sus compañeros, había nacido en el sur de Córdoba, Coronel Moldes, el 22 de mayo de 1930. Él mismo y con palabra clara contará su historia inicial: "Mis padres eran campesinos y yo trabajé junto a ellos desde chico una parcela de tierra. Después de cursar el colegio primario me trasladé a la ciudad e ingresé como interno en una escuela de artes y oficios. Allí se discutía mucho y el diálogo permanente me incitaba a profundizar la lectura. Siempre me gustó leer… En mi propia casa con piso de tierra y sin luz eléctrica me había construido una pequeña biblioteca precaria pero accesible. Corría la liebre. Tan sólo al cumplir la mayoría de edad conseguí incorporarme a Luz y Fuerza como ayudante electricista. Por aquella época ya había adquirido conciencia de los conflictos sociales y había decidido también tomar partido de mi clase. A los 19 años había sido elegido subdelegado y a los 20 ascendí a delegado".
De ahí en más no habrá peligros, horarios ni claudicaciones. Vestido siempre con su mameluco azul de trabajo, y con su dedo medio “moto” de la mano derecha por un accidente laboral, escribirá las mejores páginas de la lucha sindical en la Argentina, haciendo de la honestidad un culto, de la ética una guía para la acción y de la humildad su modo natural de vida. Símbolo del Cordobazo, una de las mayores gestas populares del siglo, prisionero de las dictaduras, ejemplo aún en el cansancio, en la desorientación o en la peor desventura, colocando al servicio de los demás un enorme coraje personal y esa férrea voluntad con que se transforma la realidad. Veía el socialismo como un camino para la construcción del hombre nuevo y la nueva sociedad. Como pocos luchó para que así fuera. Tuvo la pasión de los convencidos, la fraternidad de los justos y alcanzó, sin dejar de ser nunca un trabajador, el más alto grado de conciencia crítica que en su tiempo se pudo lograr. Mirándonos en él, nadie se animará a pensar que la clase obrera argentina come vidrio.
Durante la extensa conversación que dio base a estas memorias, la charla había entrado en lo personal y dio pie a la última pregunta, pertinente para aquellos tiempos donde los destinos trágicos se habían convertido en una cotidianeidad: ¿Cómo quisiera morir y cómo no quisiera? Contestó casi sin respirar, pareció que las palabras las tenía siempre en la punta de la lengua: "El marxismo dice que la muerte es necesaria. Yo no me planteo cómo tendré que morir, creo que mi fin será consecuente con mi lucha, no sé en qué circunstancia. Lo importante es morir con los ideales de uno. Ahora, no me gustaría morir habiendo traicionado a mi clase". Nos despedimos en el viejo bar de la calle Córdoba sin decir más, bastaba el apretón de manos. Me dejó una vez más la impresión de que nunca moriría. Y mientras caminaba hacia mi casa, yo por entonces vivía en el Bajo, recordé lo que me había contado un compañero. De todas las historias sobre Tosco era la más hermosa y acaso la que lo retrataba de cuerpo entero, justificando con creces esa sensación de respeto que sentía por él, y que nunca había sentido, así tan profunda, por nadie.
El compañero había contado: “Yo estaba preso en Trelew, cuando los fusilamientos del 22 de agosto… fue algo terrible, de no creer… habían matado a los dieciséis a sangre fría… en la cárcel empezamos a golpear las puertas, estrellábamos los jarros contra las rejas, gritábamos, puteábamos… Al fin me encontré tirado sobre la cama, sin saber qué hacer… Cada vez era más profundo el silencio en los calabozos… Nos fue ganando la tristeza más grande del mundo y, de pronto, de a poquito, alguien por la ventana comenzó: ‘Compañeros… compañeros… compañeros… los quiero escuchar… compañeros no se caigan, porque si ustedes se caen ellos están muertos, pero está en ustedes que los hagan vivir…’. Y esa tonadita cordobesa fue la del gringo Tosco, que estuvo más de veinte minutos arengándonos y diciéndonos que salgamos y ahí salimos todos de nuestro encierro y yo creo que fue por primera vez que se empezó a mencionar cada uno de los nombres de los caídos y todo el grupo gritaba bien fuerte ¡Presente! … El gringo me enseñó algo muy grande, que la voz de los sin voz surge naturalmente… Él, que no quiso fugarse, aunque se lo ofrecieron, porque sentía que un dirigente obrero tiene que vivir en la luz, se hizo cargo del dolor de todos y nos marcó el camino”.
Tras el esperanzado y corto paso por la Casa Rosada de Héctor “el tío”Cámpora -rápidos y embriagadores serían esos meses; “un alazán en las pampas”, habría dicho Leopoldo Marechal, y ocurrido el fallecimiento del general Perón-, para muchos el duelo por el padre; para otros, la sonrisa casi en rictus de un antiguo odio reverdecido, y todos bajo un cielo color de cuervo, con tormentas y presagios, se suceden gobiernos que bajo el manto protector de la herencia peronista cumplen a fondo su misión, ya sin contradicciones: frenar el ascenso popular, entretenerlo y desviarlo, llevándolo a una encrucijada sin salida. La confusión, el desaliento y hasta el miedo cundirán en sectores que hasta ayer mismo habían soñado tocar el cielo con las manos. Algunos por cansancio, otros acosados y de espaldas contra la pared comienzan a imaginar el exilio. “Susana, ¿Tosco pensó en irse del país al menos por un tiempo?”. La compañera de Tosco me mira, luego baja los ojos hacia el mate y habla, serena, sin rencores, pero la voz denota que la herida aún quema. Pudo haberlo hecho, prefirió sin embargo esperar aquí… y aquí lo alcanzaron la enfermedad y la muerte”, dice y vacía muy rápido el mate. Será un tiempo difícil, también confuso. Unos resisten y hasta redoblan la apuesta del combate; otros muchos comienzan a practicar el silencio. Los rumores de un golpe militar se escucharán cada vez más fuertes. Si bien se vivía bajo un régimen cerrado y represivo, con la Triple A paseando la muerte a su antojo, la proximidad de las elecciones permitía abrigar alguna esperanza.
Agustín Tosco decide librar la que sería su última batalla: frenar el asalto al gobierno por los sectores más reaccionarios de las Fuerzas Armadas, día a día más hegemónicos y abiertamente agresivos. En condiciones de extremo peligro se traslada a Buenos Aires. Allí se entrevista en secreto con dirigentes de distintas procedencias, Raúl Alfonsín y Oscar Alende entre otros. Su intención es formar un frente patriótico y democrático, lo suficientemente amplio como para incluir a las organizaciones armadas, con el fin de aislar a los sectores golpistas. Es entonces que siente los primeros síntomas de su enfermedad: terribles dolores de cabeza que no calman las fuertes dosis de aspirinas ni las ampollas bebibles de analgésicos, a los que se agregan las pérdidas del equilibrio y por último los desvanecimientos. El frente no se puede concretar: las diferencias son insalvables. El campo popular tendrá que sufrir la embestida de sus verdugos debilitado por sus gruesas divisiones. Acaso por primera vez abatido, Tosco regresa a Córdoba. Como una metáfora de país, su organismo se deteriora rápidamente.
“Lo hicimos ver por médicos amigos. Pero hacía falta internarlo y hacerle estudios. No podíamos por su clandestinidad. No conseguíamos dónde. Cuando al final encontramos un lugar, ya era tarde; las cosas habían pasado a un punto sin retorno. El gringo fue una víctima más de la represión”.Me lo dirá Arnaldo Murúa, uno de sus abogados defensores, mientras caminamos por las calles de Córdoba y recordamos caminatas y charlas similares junto a los canales de Amsterdam, cuando el exilio. Más enfermo y aún más debilitado, Agustín Tosco que ahora oculta su apariencia tras un bigote, un peluquín y un “blanqueo” de esos dientes que lo delatan por sus caries es llevado de escondite en escondite.
La Triple A lo ha condenado a muerte y el propio jefe de policía de Córdoba lo tilda públicamente de “criminal terrorista”. Come mal, pan y queso suele ser el menú diario y, a pesar de los esfuerzos, no hay manera de cuidarlo mejor. Sin embargo su leyenda va en alza (algunos dicen que vive en un tanque de agua, otros cuentan de sus amores con una monja que lo protege en un convento y hasta hay quien cuenta que lo vio tomando café en un bar frente al cuartel de policía); lo cierto es que el deterioro crece y crece. Le cuesta hablar. Sufre mucho. Siguen las angustiosas mudanzas de madrugada (sus compañeros más de una vez lo ayudan a guardar en una sábana o en diarios sus pocas ropas, sus papeles y su inseparable máquina de escribir). El gringo manuscribe sus últimas cartas con dificultad. Una de ellas está dirigida a sus padres, fechada supuestamente en La Plata. Con letra vacilante dice: "Desde hace tiempo no les escribo por la situación de clandestinidad que padezco. Pero la mala suerte me embromó bastante y desde hace un mes y medio estoy internado en un hospital de La Plata. La pasé muy mal, estuvieron a punto de operarme de la cabeza; pero paulatinamente pude ir recuperándome. Hoy, como ven, les puedo escribir a mano. Pienso que para fin de mes estaré bien y podré reintegrarme a mis actividades”.
El gringo nunca más pudo volver a la trinchera de las luchas de toda su vida. Se fue agravando hasta morir casi sin conciencia porque el virus de su encefalitis le había comido el cerebro y ya no podía ni pensar. Pero nunca dejó de soñar. Murió clandestino en un hospital de Buenos Aires. Pero sus sueños de siempre fueron cánticos de masas en el sepelio, donde la muchedumbre desafió a los sicarios de la dictadura. Esos sueños todavía esperan. Alguien habrá de cumplirlos en su nombre, cuando la Patria recupere su condición de casa matriz de todos los trabajadores argentinos.
(Fuente: “Agustín Tosco, conducta de un dirigente obrero”, compilado por Jorge O. Lannot, Adriana Amantea y Eduardo Sguiglia, Centro Editor de América Latina. Colaboración del dirigente peronista Vicente Zito Lema)