En el ambulatorio, un cuarto de hora esperando sólo para pedir una cita. Del cubículo que hay tras el mostrador brota un tipo con bata blanca y nariz de púgil, le grita a una mujer árabe, le grita a un sudamericano. Llega mi turno y no me grita, hubiera querido preguntarle por qué a mí no, o por qué a ellos sí, pero al final no lo he hecho. Vivimos entre la complacencia del laissez passer, huyendo de las complicaciones, callando por vergüenza, mirando al suelo. Tendría que haberle exigido que me gritase también, pero en sus ojos no había ningún rastro de la sutileza necesaria para entender ese gesto. Salgo a la calle con mi cita concertada con la amargura.