Revista Cine

Treinta días

Publicado el 04 abril 2021 por Jesuscortes

"La Tierra del Fuego se apaga" de 1955 no debe ser una de las grandes películas de Emilio Fernández. TREINTA DÍAS

Desde luego no lo es históricamente, porque no se menciona en recuento alguno sobre lo más memorable del cine mexicano. Incluso llega a olvidarse en el catálogo de obras de su autor, pudiendo estar justificada esa ausencia en parte al haberse dado por perdida durante cincuenta años. 
Costaría explicar en cambio por qué cuando fue recuperada no ha sido muy revisitada y también que no exista edición digital, que yo sepa; extrañas circunstancias, porque pocas veces aparece un negativo original en tan buen estado como para poder reponerse y distribuirse sin costosas restauraciones y otra prueba en contra de que algo semejante a la memoria colectiva de los cinéfilos haya existido alguna vez; si no es buen reclamo un atractivo añadido al film como que el célebre maestro de la luz Gabriel Figueroa miraba en esta película por primera y única vez a Ushuaia, el fin del mundo... Tampoco parece, una vez arrancada la proyección y establecido su camino, que sea una de esas obras señeras. No se atisba nada distintivo por trasladarse al inhóspito territorio argentino que vaya a elevarla singularmente sobre otras filmadas por el Indio en México, nada que no hubiésemos visto desde "Flor silvestre" o "María Candelaria". Ahí están sus picados y contraluces, el peso soviético de los planos exteriores, un baile o el pertinaz desdén por todo lo que menoscaba al orgullo, solo que dados con tan pocas palabras, que puede resultar la película incluso adusta, tan anti-turística que prescinde de las más elementales cortesías para con el espectador, resignado además a que no le sirva de mucha ayuda consultar la pieza teatral que le sirve como puro pretexto al film.  

Se podría mencionar para situarla, aún en fechas tan tardías, al cine mudo al que permaneció tan apegado toda su vida Fernández, tanto como lo estuvo un Abel Gance. Recordar ese nombre o los de Alexsandr Dovzhenko o David W. Griffith serviría a continuación para pensar por ejemplo en cuánto perdió el cine al renunciar a componer, cuando en apariencia solo se registraban, los naturales consentimientos de la vida, pero inmediatamente parecería que lo que se invoca es la nostalgia.

Quizá algo más oportuno sería tirar las redes hacia delante y decir que "La Tierra del Fuego se apaga" anuncia "The savage innocents" de Nicholas Ray, pero no sería buena pista (quizá sí lo sea citar a Ruy Guerra, Sam Peckinpah o Ingmar Bergman) porque más allá de algunas coincidencias, en el fondo se estaría uno refiriendo a, básicamente, un común rasgo entre grandes cineastas, a la capacidad que tuvieron, no solo los primeros, para, cada vez, aprehender un rostro o un paisaje como maravillado por un descubrimiento. 

TREINTA DÍAS
TREINTA DÍAS
Una vía más angosta es la que no se separa un centímetro de la misma película, sin tener en cuenta nada de lo dicho, ni desagravios, ni raíces, ni aventuradas conexiones.

Cómo va a ser esta una de las mejores películas de Emilio Fernández si el drama se le queda tan patentemente chico a este taciturno Maciste que podría salir en busca de la Atlántida o bajar al infierno a ajustarle las cuentas a Satanás y en cambio solo debe cuidarse de unos cuantos despreciables lugareños y salvar a una pobre prostituta, tan incapaz como él de adaptarse e ilusionarse, linchada cada día desde hace tres años por marineros y pastores. Incluso un gran tema como la codicia por el oro, que solía ser fundamental, queda al fondo y sirve apenas para mover un resorte. Pocas veces se presentó y nunca antes de 1955 al codiciado metal como a un secundario y a la penosa profesión de ella tan crudamente, con esa brutal escena en el prostíbulo.

A lo único que puede uno asirse y a lo que dedica Fernández todo su sentimiento, es a las conversaciones entre Alba y Malambo, a sus arrebatos, a sus silencios, a cómo miran a los demás si se muestran acompasados, ya que ellos no saben. Ahí están las pocas cartas del film para trascender, porque solo Figueroa, como debe ser, advierte la belleza salvaje de estos remotos parajes, que para ellos son solo un condenado desierto arreciado por el viento y porque Fernández además prescinde de un narrador que aparece al comienzo del film y que abre la película en falso, con un didactismo que súbitamente desaparece, redoblando el misterio. Al estilo desprolijo del escritor Coloane (chileno y buen conocedor de estas tierras) no le pone el Indio ni un acento, sustituyendo en tantas ocasiones la mínima comunicación entre personajes por estampas hieráticas, de larga exposición, quizá las más inquietantes que nunca rodó y que dejan al film al borde mismo del giro hacia el cine fantástico.

Le son ajenos los placeres de la vida a Alba y Malambo y la misma sensación de que el otro le comprende un poco, les desconcierta. No se les puede filmar urgiéndolos a que le pongan palabras a cuanto les pudiera haber sanado.


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