Django il bastardo, dirigida en 1969 por Sergio Garrone, uno de los numerosos artesanos de cinema bis europeo de la edad de oro de las coproducciones, emerge hoy como una de esas rarezas enloquecidas que proyectaron al cine de géneros en general y al spaghetti-western en particular a los caminos del culto gracias a una personalidad disparatada, sin frenos ni cortapisas de ningún tipo capaces de sobreponerse con ello a su propia mediocridad objetiva como productos.
La película de Garrone certifica, como otras tantas, el instantáneo impacto en la cultura popular y su imaginario colectivo y todavía impresionable de las formas más salvajes del spaghetti-werstern. En su caso la formidable Django, fundadora de una vía no-leonenista dentro del género en 1966, solo tres años antes. En ese corto espacio de tiempo el nombre del protagonista, la reducción más básica del arquetipo, se había convertido en un mantra, como un hechizo mágico que de forma inmediata convocaba un estilo, una manera de hacer y un universo distintivo, compartido por el original de Sergio Corbucci y sus descaradas secuelas. En el caso de la de Garrone tiene la decencia de anunciar desde el título la naturaleza del invento: este no es Django, es su bastardo.
La operación de usufructo de una marca y de las ideas efervescentes que de manera pavlovian, condicionada, configura en la mente del espectador no difiera el uso que de ella hace hoy Quentin Tarantino en la celebrativa “Django Desencadenado” o como en 2007 lo hizo Takashi Miike en su apropiación demente, Sukiyaki Western Django; aunque evidentemente el paso del tiempo convierte lo que en el pasado era exploit por toda la cara en homenaje lleno de admiración, pese a que en la operación tampoco falte el interés comercial por la vía de la nostalgia.
Lo más interesante de Django il bastardo, lo que la personaliza entre su multitud de primos-hermanos y parientes más o menos lejanos y la permite conservar encanto, interés y hasta un punto de originalidad es la profundización en los aspectos más ambiguamente fantastique del mito original al tiempo que incide en sus aspectos sufrientes e hiperestilizados. El Django dirigido por Sergio Garrone e interpretado (y co-escrito) por el brasileño Anthony Steffen (o Antonio de Teffé según ocupación) hace explícita la cualidad de revenant del infalible pistolero, en coherente prolongación de ultratumba con respecto a lo que ya el Django original de Sergio Corbucci y Franco Nero sugería.
Si el pistolero sin nombre de Clint Estwood para Leone poseía una mixtura ultraterrena entre lo angélico y lo maléfico, Django extremaba este aspecto hipermítico del spaghetti-western a través de una imaginería mortuoria, cristianoide y sádica presidida por la imagen icónica del personaje arrastrando un ataúd por las callea embarradas o finalizando la película son con un showdown al tiempo sangriento y espectral en mitad de un cementerio.Aquel delirio sádico, medievalizante y profundamente mediterráneo –culminada en al terminal Keoma de Enzo G. Castellari en 1976)- abría el camino para la transformación del spaguetti-western en un crujiente western gótico, en consonancia-prolongación con las propuestas que el cine de género italiano había realizado a principios de los 60 con respecto al horror gótico, luego abandonas (o más bien absorbidas) a favor de un giallo que a su vez contaminará el eurowestern; títulos tan extravagantes como La muerte llega arrastrándose (Hai sbagliato… dovevi uccidermi subito!, Mario Bianchi, 1972) así lo certifican.
Un tanto zarrapastrosa y en general pobretona se balancea entre una exageración de los manierismos post-leone y un tratamiento formal propio del cine de terror que resulta de largo lo más sugerente, logrado en base sombras e iluminación tenebrista/cochambrosa que se suma a una nada desdeñable capacidad para inquietar desde la planificación y que dota al pistolero protagonista de unos atributos sobrenaturales a los que casi benefician las paupérrimas capacidades de Steffen, breve divo de la segunda división del género (donde comparte vestuario con otros como el mismo Gianni Garko, que se inventó para si mismo el arquetipo bondesque-circense de Satran y se despegó del grupo, Brett Halsey o el inaguantable Peter Lee
Lawrence) especializado en papeles de hierático sufridor (cuando no sadomasoquista) vengativo como los que le dieron la fama en el díptico bíblico de Siciliano y Cardone, Siete dólares al rojo (1966) y Baño de sangre al salir el sol (1967). En este caso el actor estiliza al máximo su tipología para encarnar (interpretar sería mucho decir) a una figura vaciada, reducida el gesto y el cascarón icónico, transponiendo su carácter a su construcción exterior y dejando el resto a la imaginación de un espectador que ya se sabe al personaje y solo quiere verlo matar.Impasible por igual ante la violencia, los arrumacos eróticos de la turbia Rada Rassimov (hermana del gran característico Ivan Rassimov) o la seducción del dinero, lo cual equivale casi a resistir la tentación de su propio género, ya que en el SW la posesión del dinero se convierte en objetivo en absoluto, en abstracto. Un personaje que plantea un vaciado total del personaje del
pistolero del western all’italiana, en base a reducirlo a la bala y la venganza, la herramienta y la motivación primigenias del género. Sin mayores atributos dramáticos síntesis ultratúmbica de las imágenes de marca de Eastwood y Nero acaba por estar dotado de una extraña fuerza conceptual y encontrando la excusa perfecta para alejarse de cualquier lógica física, espacial o temporal. Así y todo, nunca llega a los límites de la obra maestra de Antonio Margheriti, …Y Dios dijo a Cain (E Dio disse a Caino, 1970) una pieza gótica de absorbente irrealidad, de obsesiva nocturnidad en la que Klaus Kinski volvía para cumplir su venganza por una sola noche de viento y muerte o de la demencial Oro Maldito (Se sei vivo spara, 1967) el otro gran spaghetti-western fantastique dirigido por inaprensible Giulio Questi para un Tomás Milian desatado entre simbología crística, delirio filogay y ultraviolencia creativa y que no en vano fue distribuido en algunos países bajo el título de “Django Kill”.Dando cuerpo a estas consideraciones teóricas la película presenta una rica imaginaria tétrica, condensada en las cruces inscritas con nombre y fecha que el anti-héroe presenta a sus futuros ejecutados simbolizando la inevitabilidad de la muerte y la venganza, como si fuese un mandato superior que él es el encargado de cumplir como si fuese en implacable Santo de los Asesinos del Predicador de Garth Ennis. A esta recurrencia
obsesiva con valor de motivo estilístico se suman momentos como la estupenda escena del intento de ahorcamiento en la iglesia, de una tensión verdaderamente conseguida y que incide en la importancia de las iglesias como escenarios de violencia y muerte en el western mediterráneo. Algo que no hace sino remarcar la importancia de lo sagrado/consagrado –cementerios, iglesias, crucifixiones, martirios…- como localizaciones y imágenes iconoclastas que subrayan la especificidad estético-conceptual del italowestern.Junto a este motivo central vigoroso o la genialoide performance del siempre tortuoso Luciano Rossi como psicópata macilento, epiléptico y sádico que en si mismo sintetiza la decrépita imagen fúnebre del pueblo vacío el cual explicita (sin querer) su condición de decorado para títeres se alternan unos flashbacks ridículos por completo y una adhesión inquebrantable la molde más sobado del género, del cual toda la película parece un ABC animado/personalizado por detalle brutos.
Aunque quizás lo más sorprendente sea encontrar la constatación de como un film de un imitador de Eastwood acabó por influenciar a este en trabajos como Infierno de cobardes (1972) en la condición de revenant del héroe protagonista y en su sentido del absurdo y la abstracción o, incluso en El jinete pálido (1985), la planificación del tiroteo final; algo nada de extrañar si se tiene en cuenta la cercanía de Eastwood con respecto a los fantástico y lo terrorífico que lo llegan a convertir en el más interesante explorador de la vena gótica del western, perceptible incluso en “Sin Perdon” (Unforgiven, 1992), la penetrante fantasmagoría de un género y unos arquetipos. Pero incluso su definido y personal tratamiento fotográfico/estético contamina de goticismo y horror diferentes thrillers caso de Impacto súbito o las gialloesque Escalofrío en la noche (Play Misty for Me, 1971), En la cuerda floja (Tightrope, Richard Tuggle, 1984) o Deuda de sangre (Blood Work, 2002) e incluso puede aducirse que sobrevuela como un motivo latente toda su obra.
Pese a su decidida mediocridad, siempre matizada, la sola existencia de un Django il bastardo basta para indicar que el terreno del spaghetti-western se mantiene fértil, que resulta mucho más rico de lo que pueda parecer a simple vista, con una vida creativa post-Leone y para-Leone que no agita el género en los alrededores del genio sino que lo abre a la contaminación y la promiscuidad intergenérica capaz de alumbrar híbridos cómicos, góticos, aventureros… Y del mismo modo ofrece la posibilidad de ampliar el ámbito del horror alla’italiana o incluso al temática “Muertos vivientes” siguiendo las variaciones y mutaciones del mismo en formatos western como el aquí presente que significaban nuevos caminos para géneros cercanos al agotamiento expresivo.
Publicado originalmente en Ultramundo :
http://cineultramundo.blogspot.com.es/2013/02/critica-de-django-el-bastardo-django-il.html