Revista Educación
En el año 2000 Robert Putnam publicó su libro “Solo en la bolera”, en el que hacía referencia a los cambios que se habían producido en la sociedad americana en las últimas décadas del siglo XX. Según el sociólogo estadounidense, el capital social había descendido de forma importante, lo que implicaba un mayor individualismo y aislamiento social. Las tradicionales actividades colectivas, como ir a la bolera con los amigos, habían sido sustituidas por otras que habían sido posibles por la eclosión de las nuevas tecnologías. En palabras de Putnam, los norteamericanos habían cambiado el estar con los amigos por ver Friends en el televisor. Después de la televisión vinieron los dispositivos de audio portátiles (walkmans, discmans, mp3) que nos aislaban del mundo mientras hacíamos ejercicio o paseábamos, limitando la conversación y el intercambio verbal con nuestros vecinos. Y ahora internet se ha hecho omnipresente, con la aparición de aparatos, como son los móviles y tabletas, que nos permiten estar conectados en cualquier momento.
Por una parte internet nos ha posibilitado la ampliación, hasta unos niveles que eran inimaginables hace unas décadas, de nuestras redes virtuales, permitiéndonos entrar en contacto con personas de lugares remotos con las que compartimos intereses y que de otra forma jamás hubiéramos podido conocer. Pero el tiempo es limitado, y todo el que dedicamos a esa comunicación virtual lo restamos a los intercambios cara a cara. Cada vez resulta más frecuente ver cómo dos personas comparten su tiempo atendiendo cada una de ellas atentamente a la pantalla de su iphone, mientras leen y mandan mensajes, con algún que otro comentario aislado dirigido a su compañero. Algo que hacen sin que tengan necesidad de levantar la vista de su móvil.
Más allá del poder adictivo de estas nuevas tecnologías, algo sobre lo que ya existe una importante evidencia empírica, con estudios que llegan incluso a detectar cambios funcionales y estructurales en el cerebro, cabría preguntarse por el efecto que este conectividad permanente puede tener sobre el mundo social de las generaciones más jóvenes.
Pues bien, algunos estudios llevados a cabo en Japón pueden sugerirnos algunas respuestas. Así, las encuestas indican una alarmante tendencia creciente entre los jóvenes japoneses a mostrar un escaso interés por las relaciones sexuales, siendo cada vez más numerosos quienes declaran preferir el sexo virtual (un 60% se niega a mantener relaciones íntimas).
Aunque algunos investigadores consideran que la principal razón es que las relaciones de pareja son un obstáculo para sus carreras, me atreveré a formular una hipótesis alternativa. La de que en las relaciones virtuales se pierde algo tan importante para la interacción social como es el contacto visual que nos permite leer los gestos y expresiones de los demás, lo que resulta fundamental para el desarrollo de la empatía y la inteligencia socio-emocional. Estos jóvenes tan conectados pueden estar perdiendo algunas facultades que son esenciales para el mantenimiento de relaciones íntimas. Al igual que los sujetos que carecen por completo de estas competencias sociales (como quienes padecen autismo o síndrome de Asperger) , se sentirán estresados y angustiados ante la posibilidad de tener que establecer un ritual de acercamiento, cortejo y seducción para el que se precisan de esas habilidades. Por no hablar de las que requiere el mantenimiento de una relación duradera.
No creo que aquí lleguemos a esos extremos, y que en nuestro contexto los bites no sustituirán a la piel, pero sí es más que probable que los circuitos cerebrales implicados en la interacción social se vean afectados por tantos tuits, wasaps y actualizaciones de perfil. Por no hablar de la atención y la concentración en tareas de más de unos cinco minutos de duración.
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