Revista Opinión

Turquía: la añoranza del sultán

Publicado el 04 diciembre 2017 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

La República de Turquía está cambiando de rumbo. Detrás de declaraciones agresivas y un estado de emergencia poco sutil, la nación de la península de Anatolia vive una transición impredecible. Desde que en 2002 el Partido por la Justicia y el Desarrollo ganara las elecciones, el país vive un viraje sociopolítico de la mano de Recep Tayyip Erdoğan, quien se ha erigido como la figura moderna de Turquía y representante de su renacido islamismo.

En Turquía han sobresalido dos epicentros de poder confrontados durante los últimos años. El kemalismo, que lideró Turquía todo el siglo XX, y el bloque islamista, que hoy tiene su mayor exponente en Recep Tayyip Erdoğan y su Partido por la Justicia y el Desarrollo (AKP en turco). A esta ecuación se le debería sumar a una fuerza izquierdista que, si bien destacó por su poder durante la Guerra Fría, ahora aspira a alcanzar el 10% de los votos que le permitan la participación parlamentaria. En segunda línea, existen otras vertientes, como los nacionalistas, representados por el Partido de Acción Nacionalista, de alguna manera aliado del Gobierno, y el Partido Democrático de los Pueblos, que representa a los kurdos. Sin embargo, estas dos entidades han tenido siempre un poder parlamentario limitado.

Gracias a un discurso populista y perfectamente pulido, Erdoğan y su Administración conservadora han conseguido redefinir la identidad turca. No solo han anulado el poder real del kemalismo, sino que han alcanzado una reputación civil capaz de moldear en su interés la óptica nacionalista de su gente. Un elemento que merece mención especial es la religión. Los kemalistas, obcecados en la idea del laicismo para fortalecer la unidad, impusieron durante todo el siglo XX a la población, de inmensa mayoría musulmana, alejar la religión de la vida política, una estrategia fútil dada la importancia de la devoción islámica en una cultura tan histórica como la otomana

Cuando el AKP se hizo con el poder a principios de este siglo, el espectro social más conservador vio en el nuevo partido la esperanza de reafirmar el papel del credo en la vida social y política de Turquía. Igualmente, en aras del cambio, el electorado más liberal vio en esta transición la oportunidad de alcanzar una democracia definitiva con la adhesión en la Unión Europea. Por su parte, Occidente veía la ocasión de respaldar la que podría ser la primera democracia de corte islamista y un modelo para los países musulmanes.

Para ampliar: “Turquía y la Unión Europea: la eterna espera”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2014

Con ansias de cambio, el AKP emprendió durante su primera legislatura un plan a largo plazo para poner fin a un ciclo histórico consumido por el kemalismo. Erdoğan alternó alianzas con actores dispares en aras de sus intereses coyunturales. Fue así como Fethullah Gülen y el movimiento Hizmet entraron en escena: su reputación y presencia popular, sumados a una red de contactos consolidada, era exactamente lo que Erdoğan necesitaba para amplificar la eficacia de su estrategia. La asociación entre el poder ejecutivo y el gulenismo propulsó el plan del AKP de realinear los valores nacionales. Otro hecho que ha ayudado es el control exponencial del AKP sobre las plataformas mediáticas, ya que ha ido restringiendo la libertad de prensa gradualmente —más aún desde el intento de golpe de Estado—, un aspecto que ha multiplicado el radio de influencia de su línea propagandística a la vez que le servía para apaciguar mensajes contrarios.

Para ampliar: “El movimiento Gülen: el Estado paralelo turco”, Eduardo Saldaña en El Orden Mundial, 2016

Todo esto se ha visto respaldado asimismo en el plano económico. Erdoğan enderezó una economía lastrada por el conflicto civil contra el grupo insurgente kurdo, el Partido de los Trabajadores (PKK); buscó financiación en Occidente, firmó tratos comerciales en Asia central, amplió la red mercantil por la región proximoriental y norafricana —conocida en inglés como MENA— y potenció el negocio interno. Los resultados de esta planificación económica lo respaldaron para ganar al electorado alejado de la esfera islamista o prooccidental. Todos estos factores explican el monopolio de poder que ha acumulado el AKP desde su primera legislatura.

Turquía: la añoranza del sultánLas fronteras históricas del Kurdistán y la distribución de los kurdos en la región. Fuente: Cartografía EOM

Hacer Turquía grande de nuevo

“Cuando llegó el AKP al poder, todo empezó a cambiar. Erdoğan es un líder poderoso; para serlo debes tener carácter. No es un líder artificial: sabe a quién le habla, sabe cómo llegar a la gente”

Votante del AKP

Una de las fuentes de poder de Erdoğan reside en la propaganda. Su discurso ha conseguido hacer de él un icono nacional que refleja las fortalezas del pueblo turco. El autoritarismo del dirigente conservador demuestran todas las cualidades de un líder dispuesto a la narrativa más agresiva para polarizar a la sociedad con el fin de definir y enraizar un nuevo nacionalismo sin costuras.

Ankara ha resucitado el otomanismo y lo ha rebautizado como una corriente innovadora capaz de retornar en potencia a la nación turca. El neotomanismo pretende convertir Turquía en una potencia regional oficiosa, que pueda crear por su cuenta alianzas de poder que ella misma equilibre. Esta idea ha ido creciendo con el desarrollo de cada suceso. Erdoğan ha encontrado la manera de capitalizar las acciones rivales y los sucesos dentro y fuera de Turquía hasta tornarlos en una victoria populista de cara a su pueblo.

Para ampliar: “Turquía en transición: el regreso del otomanismo y el giro hacia Oriente Próximo”, podcast de El Orden Mundial, 2016

La táctica de repetir el mensaje, señalar al enemigo y crear nexos narrativos para construir un relato cronológico ha tenido una eficiencia enorme. Erdoğan ha hecho digerible la idea de que es la figura que la nación necesita para hacer de ella el referente islamista, además de una potencia regional resolutiva. A partir de ese plan, el Ejecutivo turco ha simplificado el mensaje para las masas y ha adoctrinado a una gran parte de ella bajo el nuevo mantra patriótico-religioso: quien no apoya al AKP no es buen turco ni buen musulmán.

La estrategia comunicativa tiene una dinámica muy marcada: primero menciona el problema, posteriormente señala al culpable y, cuando la inquietud social alcanza el calibre adecuado, el líder turco propone una solución en la que está implicado personalmente. En cada una de las fases no deja de repetir el culpable, a la postre nuevo enemigo de la nación. Es tal el grado de eficiencia de la propagada que la represión que ha asolado Turquía en los últimos tiempos ha quedado justificada a los ojos de un grueso imponente de la población turca; de ahí que no solo perdure la situación, sino que cada vez se polarice más la opinión pública. Aquellos que están a favor de semejantes medidas han encontrado un fin y una labor bajo el poder central de Erdoğan. No importa que se pusieran filtros a internet o que las persecuciones sean rutina; la promesa de una nueva Turquía atrae demasiado a muchas personas para pararse a reflexionar en las consecuencias de su fracaso.

Una razón de Estado

El último y más relevante punto de inflexión que acredita la efectividad de la propaganda erdoganista es la respuesta a la intentona golpista del 15 de julio de 2016. Desde el primer momento, Ankara no dudó en responsabilizar al clérigo Fethullah Gülen, teólogo aliado de Erdoğan en su día, hoy declarado enemigo número uno por ser el supuesto artífice de la trama golpista. El Gobierno no tardó en responder al ataque contra su rival más cercano y designó el movimiento de Gülen como organización terrorista bajo el nombre Organización de Terror Gulenista (FETÖ en turco), un ejemplo más de la actitud maniquea del AKP que tuvo su réplica inmediata en la opinión popular. “FETÖ es más peligroso que el PKK. Todo el mundo sabe que el Partido de los Trabajadores es un grupo terrorista, que son peligrosos, pero FETÖ fingió por un tiempo estar del lado del AKP”, expone Eylem, un estudiante de Estambul.

Turquía: la añoranza del sultánMás de 127.000 funcionarios fueron despedidos o suspendidos a resultas del conato golpista. Fuente: Statista

La misma noche de la asonada golpista Erdoğan llamó a su pueblo a levantarse contra los que aspiraban a derrocarlo y convocó a todos los creyentes de madrugada para que actuaran. Esa noche cientos de civiles murieron en respuesta a la conjura. La narrativa del presidente siempre ha llegado a su pueblo; su discurso siempre ha tocado temas históricos, bagajes sociales que Erdoğan ha sabido emplear para atraer a los turcos a su causa. La idea de que él viene del pueblo, que es uno de ellos, ha permitido una conexión no vista en un líder anatolio desde los días de Mustafá Kemal, Atatürk, sin parecer importar a millones de personas la conversión autocrática de su dirigente. “Los turcos tienen ese concepto de líder: una persona que elija por ellos. Erdoğan les ha dicho que van a ser un imperio otra vez, una fuerza que controle y tenga poder”, explica Masud, un kurdo de Diyarbakir.

Para ampliar: “La espada nacionalista: el doble juego turco”, Eduardo Saldaña en El Orden Mundial, 2015

Desde la noche del golpe fallido, el gabinete conservador ha sido capaz de involucrar a su población, hacerles creer su papel decisivo en el devenir del país, una realidad parcial ante acontecimientos como los de la noche del 15 de julio. La corte de poder turca se ha dispuesto a dar un papel a su gente, pero solo a aquellos que siguen el camino señalado. Al otro lado, un electorado que no es islamista ni kemalista, pero que ve cómo se ha estrechado su espectro público, adalid de la atmósfera moldeada desde la propaganda gubernamental. El potente mensaje del Gobierno central ha eclipsado las voces de aquellos que no están dispuestos a alinearse con Ankara.

Tras el suceso, el estado de emergencia implantado por Ankara ha permitido ejecutar medidas tan legales como extremas, una lectura de su legislación que ha dado al AKP la oportunidad de purgar de cada estamento público tanto a sospechosos como a competidores. De cara al público, esta situación ha permitido criminalizar a rivales y enemigos, cercanos o lejanos. Erdoğan ha justificado sus medidas señalando a culpables en Washington, Siria y el mismo sudeste de Anatolia, bastión kurdo del país. La recreación de vínculos inciertos entre actores externos y sucesos nacionales ha dotado de realismo al plan en Turquía de convertir el parlamentarismo en presidencialismo, una forma legal —vía referéndum— de transformar la democracia turca en un autoritarismo bajo la figura de Erdoğan.

Uno de los últimos ejemplos de la trama populista del Ejecutivo turco sucedió el 15 de julio de 2017, primer aniversario del golpe fallido. Esa tarde se cerró el puente principal de Estambul para acoger a todos aquellos dispuestos a rememorar a los caídos y festejar la victoria de un pueblo que creía que los golpes de Estado eran cosa del pasado. Sin embargo, las calles no solo se llenaron de banderas rojas y fotos de las víctimas; la propaganda hizo su trabajo. La gente recorrió millas para llenar un puente que une dos continentes con el objeto de ver a su líder. Erdoğan consiguió que el día se celebrara por y para él; fue capaz de transformar la aparente victoria del pueblo en la suya. Ese día el presidente demostró la eficacia de su discurso al unir su destino político al de su pueblo. Hoy este lugar se llama Puente de los Mártires del 15 de Julio.

Turquía: la añoranza del sultánDurante el primer aniversario de la intentona golpista, el camino al puente se llenó de banderas y bandas del líder turco. Foto: Jacobo Morillo

Erdoğan ha canalizado cada ansiedad social y temporizado sus consecuencias para que surtan efecto en el momento adecuado. Esta capacidad de contrapeso sociopolítico ha permitido a Ankara triangular intereses sin relación aparente. El Gobierno turco ha usado la guerra en Siria, el yihadismo, la amenaza gulenista y las acciones terroristas kurdas para conjugar la necesidad de centralismo y personalismo estatal. La demostración más sutil se hizo evidente con la pérdida de la mayoría absoluta en las elecciones de junio del 2015: cuatro meses más tarde, el AKP recuperaba los escaños perdidos.

Pero el despliegue propagandístico no acaba en el ámbito nacional. La Administración de Erdoğan no ha dejado de atacar con una narrativa colérica a aquellos que han criticado las políticas recientes de la nación turca. Es en ese primer gesto cuando Ankara apunta hacia quién van unas culpas que la población turca va a seguir. No es casualidad que desde la intentona golpista el discurso de Erdoğan apunte directa y claramente a naciones que hoy el pueblo turco ve de forma negativa: intervenciones poscoloniales desde Washington o el rechazo anti islamista de la Unión Europea han creado un pensamiento social crítico hacia Occidente en general.

Una nación añorante de poder

El cambio de la Turquía de Erdoğan en todos sus ámbitos ha quedado patente. En país otomano, la población muestra una polarización exponencial: la adoración y el rechazo al líder son cada vez más acentuados. Incluso aquellos que no comparten su ideología muestran cierta admiración y aceptación por su figura gracias a lo que ha conseguido trasmitir a lo largo de los últimos tres lustros. “Yo no lo voté, pero es fuerte. Es buen líder, sabe manejarse y dar la cara por nosotros. Tiene mi respeto”, afirma Memet, estudiante estambulí.

En el cuadro internacional, Ankara ha demostrado una osadía diplomática nunca antes vista. Las relaciones con Occidente —tanto la Unión Europea como Estados Unidos— viven tiempos de crispación, una crispación que cree justificar el viraje geopolítico hacia Oriente, incluida Rusia.

Más allá de los agravios y las reacciones de oriundos y foráneos, la piedra angular que ha permitido a Turquía entrar en esta transición ha sido la propaganda del AKP. Su narrativa, conducto de la nueva identidad nacionalista, ha engatusado a una opinión pública ya predispuesta anteriormente al cambio. Sin esta propaganda, la transformación social no se habría hecho con tal sutileza hasta fechas tan recientes.

La impresión que da hoy Turquía es la de una nación dispuesta a sacrificar su carrera democrática a costa de sentirse con más presencia en Oriente y más apreciados en Occidente. El presidente de la república ha inculcado a su gente la idea de un poder cuanto más central más determinante y ellos han puesto su confianza en esa figura para conseguirlo. La añoranza de un nuevo sultán deja entrever las carencias de una nación que, con o sin autocracia, está llamada a ser una potencia regional que considerar.


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