La noticia es sumamente reveladora: Damien Hirst, el célebre distribuidor mayorista de terneras y tiburones realizados con la idea de justificar la existencia de los museos de arte contemporáneo, tuvo la infeliz iniciativa de presentar 25 pinturas figurativas en el londinense Museo Wallace, que aloja obras maestras de la pintura europea clásica.
Lo extraño del caso es que la muestra de Hirst, titulada “No love lost, Blue Paintings”, y prevista hasta el 24 de enero de 2010, fue llamativamente condenada por los principales diarios ingleses.
Tom Lubbock, en The Independent, dice: "Hirst no sabe pintar. Lo que hizo es una mala copia de la etapa más oscura de Bacon, lo que garantiza una depresión a aquel que se acerque a las pinturas". Para el cronista, el museo colgó los cuadros sólo porque Hirst es "muy famoso". Pero su nivel como pintor, subraya, es el de "un estudiante de arte de primer año no muy prometedor", al punto que “comentarlos es fingir que pueden ser tomados en serio”.
Rachel Campbell-Johnson, de The Times, no duda en calificar de “espantosas” las pinturas expuestas y se pregunta qué hacen en un museo al lado de obras de Rembrandt, Tiziano, Poussin o Fragonard. Vistos desde lejos, dice, los 25 cuadros que Damien Hirst se ufana de haber pintado solo, “no parecen mal”, pero cuando el espectador se acerca, éstos impresionan como imágenes sacadas del “dormitorio de un adolescente”.
Sarah Crompton, del Daily Telegraph , opina que la simple confrontación con Francis Bacon y con muchos viejos maestros que cuelgan en la Colección Wallace demuestra lo “endebles y monocordes” que son los cuadros de Hirst.
Adrian Searle, de The Guardian, señala la influencia directa de Bacon, junto a las de Jasper Johns, Alberto Giacometti y Ross Bleckner, y afirma que “en el mejor de los casos, las pinturas de Damien Hirst parecen la obra de un adolescente aficionado”.
Por extraño que pudiera parecer, estos críticos que enjuician con tanto rigor las pinturas de Hirst son los mismos que suelen cubrir de elogios a sus terneras y tiburones en formol.
La aparente contradicción, sin embargo, es el producto natural del acercamiento a dos fenómenos de naturaleza antagónica: por un lado, la pintura figurativa, dotada de un sólido conjunto de fundamentos racionales decantados a lo largo de siglos de historia, y por el otro lado, el insanable irracionalismo del arte conceptual, basado en la idea de que basta con creer que algo es arte para que efectivamente lo sea.
El gran problema de ese paradigma de orden mágico, cuyo nacimiento nos remite al puro acto de fe que acepta al mingitorio de Duchamp como genuina obra de arte, radica en la anulación automática de todos los parámetros comparativos y escalas de valor que en el campo de la pintura figurativa sostienen la crítica racional.
De allí la duplicidad de los críticos.
La pintura figurativa despierta en el espíritu del espectador esa larga memoria definida por Malraux como nuestro “museo imaginario”, cuya vigencia dispara una sucesión de comparaciones y valoraciones que nos permiten elaborar un juicio racionalmente sustentable.
En el otro extremo, la presentación como obras de arte de un mingitorio, un tiburón o un manifiesto ambiental apela exclusivamente a nuestra capacidad de creer, provocando la inmediata desaparición de la crítica de arte tal como resulta posible ejercerla respecto de la pintura, donde se ponen en juego los patrones de virtuosismo o torpeza en la realización, y se activa una fecunda dinámica de relaciones comparativas, tal como sucede en las críticas ya citadas.
En otras palabras, la lógica de los tiburones de Hirst, una decisión de orden mágico que los señala como obras de arte, no deja ningún espacio para su evaluación en términos racionales, como sí ocurre con la evidente impericia de sus pinturas.
Ergo, aquello que en el campo del arte contemporáneo desempeña el rol de la crítica de arte ya no es tal, en rigor, sino otra cosa diferente, vinculada a la celebración sistemática de un acto de fe.