Revista Arte
*Prólogo del libro Elemental: vida y obra de María Teresa Hincapié
“Me preocupo por hacer un arte que no pueda fotografiarse, que no sea registrable, que se resiste a ser consumido como se consumen toda esa cantidad de productos mediáticos que la globalización nos impone cada día. Quiero producir una imagen que perdure en el espíritu de la gente”.
—María Teresa Hincapié
El cuento Un artista del hambre (Ein Hungerkünstler) publicado por Franz Kafka en 1924, prefigura lo que hoy conocemos como el arte del performance. El artista del hambre puede ayunar indefinidamente pero el empresario que dirige su espectáculo, que cura su exposición, fija en cuarenta días el límite máximo de ayuno:
“pasado ese tiempo nunca lo dejaba ayunar, ni siquiera en las grandes ciudades, y tenía sus razones. La experiencia enseñaba que durante unos cuarenta días se podía espolear cada vez más el interés de una ciudad incrementando cada vez más la publicidad, pero que el público fallaba y podía comprobarse una sensible disminución de la afluencia…”
El artista del hambre es insaciable, quiere más tiempo, la cuarentena puede haber sido suficiente para Jesucristo cuando meditó en el desierto pero no para el artista del hambre,
“¿Por qué parar justamente ahora, después de cuarenta días? El hubiera podido resistir mucho más, un tiempo ilimitado; ¿por qué parar precisamente ahora, cuando estaba en el momento del ayuno o, mejor dicho, ni siquiera había llegado a él?¿Por qué querían arrebatarle la gloria de seguir ayunando, de convertirse no solo en el artista del hambre más grande de todos los tiempo —cosa que probablemente ya era—, sino de superarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno para su capacidad de ayunar? ¿Por qué esa multitud que pretendía admirarlo tanto tenía tan poca paciencia con él? ¿Por qué no quería aguantar si él aguantaba seguir ayunando?”
Ante la negación del empresario y el desinterés del público, el artista del hambre protesta, sacude “los barrotes de la jaula como un animal”. Hay que decir que el artista del hambre está encerrado en una caja de metal, enmarcado en una prisión que enfatiza, con efectos dramáticos y solemnes ceremonias, el arte que hace. También hay que decir que el único objeto que hay en la jaula es un reloj. De vez en cuando el empresario le pide disculpas al público por el comportamiento irrespetuoso del artista del hambre, atribuye la irritabilidad al ayuno y usa un remedio que siempre aplaca el mal ánimo del performer: reparte entre el público unas fotografías que están para la venta en las que se ve “al artista del hambre en el cuadragésimo día de ayuno, en su cama, casi liquidado por la consunción”. El texto de Kafka explica el “efecto” de las fotos, o de los “registros”, para decirlo en jerga artística:
“Esta distorsión de la verdad que, aunque bien conocida por el artista, lograba enervarlo siempre de nuevo, era demasiado para él. ¡Se presentaba como causa algo que era consecuencia de la interrupción anticipada del ayuno! Luchar contra esa incomprensión, contra ese mundo de incomprensión era imposible. Una y otra vez, pegado a los barrotes, había escuchado ansiosamente y de buena fe al empresario, pero en cuanto aparecían las fotografías soltaba los barrotes, se dejaba caer sobre la paja, suspirando, y el público tranquilizado podía acercase de nuevo y observarlo.”
En vista del poco interés que despierta su arte, el artista del hambre y el empresario se separan. El artista del hambre se une a un circo, una especie de bienal de arte con “infinidad de personas, animales y aparatos que se equilibran y complementan sin cesar unos a otros”. Un gran circo que, como un Salón Nacional de Artistas, puede
“utilizar a quien sea y en cualquier momento, incluso a un artista del hambre, siempre que sus pretensiones sean relativamente modestas, se entiende; además, en este caso concreto, no fue solo el artista del hambre mismo el contratado, sino también su antiguo y célebre nombre…”
El artista del hambre es puesto cerca de los establos, su espectáculo no da para estar en el centro de la pista, el circo de la actualidad es variado y abundante, no da tiempo para la inmersión que demanda el arte del ayuno.
El artista del hambre recibe pocas visitas y solo la visión del público que va camino a ver las fieras lo anima a seguir con su práctica. Tiene poca atención y cuando la hay es insustancial, por ejemplo, responde más al pavoneo de un pedagogo que a un interés sincero por la obra:
“no era muy frecuente el caso afortunado de que un padre de familia llegase con sus hijos, señalase a sus hijos al artista del hambre con el dedo, explicase en detalle de qué se trataba, les hablase de años pasados, en los que había asistido a exhibiciones similares, aunque incomparablemente más grandiosas, y los niños, debido a su insuficiente preparación en la escuela y en la vida —¿qué podían saber sobre el ayuno?—, seguían sin entender lo que ocurría…”.
Al final, el artista del hambre muere olvidado en su jaula, bajo la paja, poco después de un breve diálogo con su último espectador, un vigilante que ve más utilidad en el marco de la obra que en la obra misma, “una jaula perfectamente aprovechable”. El vigilante se acerca al artista del hambre:
“¿Todavía ayunas? ¿Cuándo piensas dejarlo definitivamente?”. “Perdonadme todos”, susurró el artista del hambre; solo el vigilante, que tenía la oreja pegada a los barrotes, pudo oírlo. “Claro que sí”, dijo el vigilante y se llevó el índice a la sien para sugerir al personal el estado mental del artista, “te perdonamos.” “Siempre he querido que admiráseis mi capacidad de ayuno”, dijo el artista del hambre. “Y la admiramos”, dijo el vigilante en tono condescendiente. “Pero no deberíais admirarla”, dijo el artista. “Pues entonces no la admiraremos”, dijo el vigilante, “¿por qué no deberíamos admirarla?” “Porque tengo que ayunar, no puedo evitarlo!”, dijo el artista. “¡Vaya, vaya!”, dijo el vigilante, “¿y por qué no puedes evitarlo?” “Porque”, dijo el artista del hambre alzando un poco la cabecita, con los labios estirados como para dar un beso y hablando al oído mismo del vigilante, de modo que no se perdiera nada, “porque no he podido encontrar ninguna comida que me gustara. De haberla encontrado, créeme que no habría hecho ningún alarde y me habría hartado como tú y todo el mundo.” Estas fueron sus últimas palabras, pero en sus ojos quebrantados persistía aún la convicción firme, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.”
El circo limpia la jaula y en ella encierran a una pantera, un animal al que no le falta nada y que según Kafka, “ni siquiera parecía echar de menos la libertad”.
El cuento Un artista del hambre sirve como prólogo de este libro sobre la obra de María Teresa Hincapié, o para ser más precisos, sobre la vida y obra de María Teresa Hincapié. Es posible señalar así esa confusión frecuente, sobre todo en el caso del performer, donde el cuerpo del artista es obra, una mezcla de fisiculturismo e intelectualidad unidos por un aglutinador espiritual que hace difícil separar forma y contenido.
Leer los diez textos que forman este libro a la luz de Un artista del hambre puede servir: si Kafka se refiere al acto de comer, Aguilar resalta “los actos más simples y cotidianos —caminar, respirar, sembrar— para reinventar un universo sencillo pero al mismo tiempo apasionante y emotivo”. Si Kafka muestra el anhelo del artista del hambre de ayunar por siempre, Gutiérrez se refiere a “un cuerpo acostumbrado a una disciplina, a hacer lo que no está acostumbrado; a buscar diferentes puntos de equilibrio”. Si Kafka habla del peligro de un arte en el límite entre presentación y representación, Monsalve da cuenta de la metamorfosis de una persona que se despertó una mañana después de un sueño intranquilo y se encontró convertida en actriz, luego en lobo, en señora, en bruja, en mendigo, incluso en artista premiada y en profesora de performance, para luego sufrir una última transformación y volar convertida en “mariposa guerrera”. Ponce de León también explora esta disolución entre el ser y el parecer y dice que es “como si sólo pusiera en escena su propia existencia, y con ella la energía y la actividad creadora y espiritual necesaria para llegar al arte.” Si Kafka hace un contrapunto entre lo que hace el artista del hambre y toda la parafernalia que lo enmarca, Quiroz cambia los barrotes de la jaula por los clichés del arte y dibuja a un ser monacal pero jovial en el que muchos encuentran “visos de existencialismo, de fanatismo y hasta herencias de comunismo” y que luego de hacer una obra cada 24 horas al día recibe el premio “más importante que entrega Colombia a sus artistas.” Si en Kafka lo único que tiene el artista es un reloj, Roca descubre, en la acción de ordenar todos sus objetos personales, una “espiral de cosas que lentamente se va construyendo”, una acción “inabarcable” que trae “a la memoria el carácter cíclico e involutivo del tiempo”. Si Kafka muestra la insaciabilidad del artista, que hace su arte porque no ha podido encontrar algo que lo llene, Gutiérrez describe a una persona que alimenta constantemente su obra, no deja de leer el mundo y, antes que llegar a una fórmula, desaparece “en un punto de fuga hacia el infinito y en un punto de partida hacia nosotros mismos.”
Los textos de González, Gómez y Serna se diferencian de los otros por tener una visión de María Teresa Hincapié mediada por fotos, videos y testimonios. Y como tal vez nunca conocieron al artista en persona la imagen que construyen está filtrada por la distancia, su narración recoge y sigue con atención los trazos, las huellas, los gestos que fueron quedando por ahí, en el espacio entre dato y dato, entre cosa y cosa. Estos textos son también una puesta en escena, juegan con el rigor y con la especulación: tras el rastro vivo de la artista dan cuenta del carácter iniciático de su obra. Más que reseñas juiciosas que pretendan posicionar el trabajo de María Teresa Hincapié dentro de la línea menuda de la Historia del Arte, o de anecdotarios periodísticos que intenten relatar la vida heroica del artista como sufridor ejemplar, son escritos donde el medio de acción escogido por esta artista, el performance, ha contaminado la escritura: el cómo de su técnica ha determinado cómo contar la historia.
Porque incluso para Kafka es claro el recelo con el que debe ver el artista a los llamados “registros”. Las “fotos” —llámense “registros”, “fuentes primarias”, “bibliografías”, “datos”— son plana y llanamente “distorsión de la verdad”, en ellas , dice el artista del hambre, se presenta como “causa” algo que es solo un efecto, y finaliza, resignado, “luchar contra esa incomprensión, contra ese mundo de incomprensión era imposible”. A la vez, Kafka pone en juego el problema de la narración y crea una escena donde un padre da una clase de historia del arte a sus pupilos, el adulto les habla “de años pasados, en los que había asistido a exhibiciones similares, aunque incomparablemente más grandiosas”. El adulto se encarga, mediante la glorificación de un pasado no vivido por los niños, de mantener su jerarquía, evita con astucia el referirse a la complejidad de la imagen del presente, y luego, incapaz de actualizar su historia, descansa arrogante en un cómodo pie de citas, previene: el pasado nunca será devorado por el presente.
Estas dos observaciones de Kafka pueden ser relevantes para entender un pequeño tropiezo que tuvo este libro. Los textos de González, Gómez y Serna fueron analizados, en miras a una coedición, por un par académico del comité de publicaciones de una universidad, algunos de los comentarios del informe para la academia fueron los siguientes: “adolecen de una definición clara de los problemas a tratar y su debida implementación analítica, ya sea por problemas de estructura y argumentación confusos”, “éstos textos presentan falta de rigurosidad en cuanto a la definición de métodos, objetivos y referencias”, “hace falta explicar sus objetivos específicos y métodos de manera precisa”, “hacen falta conclusiones generales sobre los temas planteados y su relación con la recepción del arte en el entorno local”, “el paso entre ficción y documento es a veces confuso… demasiado especulativo”, “el panorama artístico contemporáneo no es tratado a fondo, limitándose a problemas locales que no son proyectados a un campo artístico más general”, “no se reflexiona ni se menciona relación alguna con actividades similares en la plástica brasilera”, “tampoco hay mención de la tradición ritual en la performance en el accionismo vienés u otras prácticas similares en el contexto americano”, “podría haber más discusión y referencias a lo que han comentado otros autores respecto al problema de la documentación en la performance y la relación del crítico/historiador”, “no queda clara la relevancia de la obra de Hincapié en su propio contexto, o más bien, se asume que el público es a la vez erudito en la historia de la performance colombiana”, “hay mucha enumeración de problemas sin una discusión profunda de sus consecuencias”.
¿Hasta que punto las observaciones del par académico son acertadas?¿Hasta dónde la preparación académica comprende la preparación vital de estos textos? ¿Será que estos escritores —como lo dice Kafka en relación a los niños— tienen una insuficiente preparación en la escuela y en la vida? ¿Sólo es posible un único discurso, una forma de escritura, una “rigurosidad” en torno al arte, en torno al ayuno?. Corresponde al lector de este libro responder estas preguntas y valorar la crítica y contracrítica a estos textos a la luz de su propia experiencia.
Por lo pronto, queda un libro que da cuenta del escenario de un artista y de las respuestas que propicia su estela en los movimientos de la audiencia. Un rastro ambiguo: si el cuerpo del performer es soporte de su obra, ¿dónde queda la obra cuando muere el artista? En el arte del “saber estar ahí” es mucho lo que escapa al rigor de las notas necrológicas y hagiográficas de la Historia, la correspondencia entre dos frases, una de un diario de Kafka y otra de María Teresa Hincapié, es prueba de esa zona extraña donde arte y vida interactúan:
“Al volver a casa dije a Max que, a condición de que mis sufrimientos no fueran demasiado grandes, en mi lecho de muerte estaría contento. Olvidé agregar, y luego lo omití a propósito, que lo mejor que he escrito se basa en esa aptitud para morir contento. En todos esos buenos pasajes, fuertemente convincentes, se trata siempre de alguien que muere y que lo encuentra muy duro por ver en ello una injusticia; todo ello, al menos en mi opinión, resulta muy conmovedor para el lector. Pero, para mí que creo que podré estar contento en mi lecho de muerte, esas descripciones en secreto son un juego, incluso me alegro de morir en el moribundo, utilizo entonces de un modo calculado la atención del lector concentrada así en la muerte, conservo mucho más claridad de espíritu que aquel de quien supongo que se lamentará en su lecho de muerte, mi lamentación es por tanto perfecta en lo posible, no se interrumpe de manera súbita como una lamentación real, sino que sigue su curso hermoso y puro…”
“Yo quiero morir mirando algo bello. Veo cómo se deteriora mi cuerpo y lo veo como un árbol… como se muere, es duro. Lo sigo amando también. Pero si uno vive en el amor, muere en él. No hay tristeza, lo acepto. Hay que ser consciente que uno nació para morirse, si uno no se sabe morir, se fregó.”