Revista Expatriados
Graciano López Jaena tiene algo de personaje de Balzac. Nació en 1856 en una familia pobre de Iloilo. A los seis años fue puesto bajo la tutela del Hermano Francisco Jayme, que se dio cuenta de que era un muchacho brillante y trató de apoyarle. López Jaena estudió en el seminario y destacó por su oratoria brillante. Su madre hubiera querido que se hiciera eclesiástico, pero él optó por la medicina. No pudo entrar en la Universidad de Santo Tomás porque no tenía los diplomas requeridos. Se colocó como aprendiz en el Hospital de San Juan de Dios y con lo que aprendió allí, regresó a las provincias a trabajar de curandero (hoy diríamos de paramédico).
Desde muy pronto dio muestras de que lo suyo no era tanto la medicina como meterse en líos. A los 18 años escribió “Fray Botod” (en español “Fray Panzón”), una sátira contra los frailes. Parece que la obrilla levantó ampollas y aunque se sospechó que él podía ser el autor, no se pudo demostrar. He leído que la razón por la que López Jaena decidió exiliarse en España fue porque se negó a testificar que unos presos habían muerto de muerte natural, cuando estaba claro que los había matado el alcalde de Pototan. López Jaena quiso que se hiciera justicia y cuando le advirtieron de que iba a morir de una muerte tan natural como la de los presos, puso pies en polvorosa. Me cuesta un poco creer del todo esta historia. López Jaena tenía un temperamento combativo y apasionado y es fácil pensar que sintiera indignación por el suceso. Pero también era cobarde, por lo que resulta un poco más difícil de creer que se enfrentara abiertamente a las autoridades.
Llegó a España en 1880 y se matriculó como estudiante de medicina en la Universidad de Valencia, pero pronto abandonó los estudios. López Jaena era vago y estaba tan imbuido de su propia brillantez, que pensaba que no necesitaba de títulos. Su excusa para no proseguirlos fue que “en los hombros de los esclavos no debe posarse el manto del doctor”. Abandonada la medicina pudo dedicarse a lo que de verdad le interesaba: hablar, escribir y la vida bohemia.
Físicamente era bajo y daba una sensación de fragilidad. Era desaliñado hasta decir basta. Se cuenta que en los banquetes se limpiaba la cara con la servilleta y al menos una vez se le vio en público comiendo sardinas con las manos y luego limpiándose éstas en el traje. Se sabía brillante y creía que eso le eximía de trabajar y esforzarse y que le hacía acreedor al respeto y al apoyo de sus compatriotas. Tenía las cualidades del trepa: se avergonzaba de sus orígenes humildes y aspiraba a entrar en una sociedad muy distinta de la que le vio nacer; aspiraba a hacerse un hueco en la política española como representante del sector radical. Siempre se quedó en los márgenes y no logró su objetivo. Rizal, que captó bien su carácter, dijo de él: “Sus grandes amores son la política y la literatura. No estoy seguro de si ama la política para poder pronunciar discursos o si ama la literatura para ser político.” Efectivamente, su vida fue una sucesión de discursos (se dice que pronunció más de mil, de los que sólo habrían sobrevivido nueve) y de ambiciones políticas perseguidas con tanto entusiasmo como poco tino.
Su primera actividad política de carácter público en España tuvo lugar el 25 de junio de 1881, durante el banquete que se dio en honor del Ministro de Ultramar, Fernando de León y Castillo, quien había abolido el monopolio del tabaco en Filipinas. En dicho banquete López Jaena pronunció un discurso florido, de los que tanto gustaban en aquellos años y que hoy dormirían a los insomnes. Su discurso esa noche tuvo todos los tópicos que más tarde serían retomados en los cuarenta por los escritores falangistas del “Por el Imperio hacia Dios”. Habló de la gloriosa misión de España por medio de héroes como Magallanes y Legazpi. Aludió al progreso de Filipinas bajo el cuidado maternal de España y su orgullo de poder proclamarse “hija de la patria de Calderón y Cervantes” (desgraciadamente también es la patria de Lucía Etxebarría y Juan Manuel de Prada). Terminó diciendo que cuando la libertad y el estímulo a las artes reinen en Filipinas, el país será una inagotable fuente de riqueza para España. El discurso correspondía perfectamente a las ideas del López Jaena de entonces, quien afirmaba: “Antes que filipino e indio, soy español”.
Habiéndole cogido el gusto al periodismo, López Jaena se metería en todas las aventuras editoriales que emprendiese la colonia filipina en España. La primera fue la revista “Los Dos Mundos” que apareció en enero de 1883. La revista defendía que Cuba, Puerto Rico y las Filipinas tuvieran los mismos derechos que las demás provincias españolas. Su primera intervención en la revista fue un artículo incendiario, atacando a quienes acusaban a los filipinos de indolentes. La culpa era más bien de España que no se había preocupado de su educación ni de darles incentivos y, ahondando en la herida, pidió que se estableciesen comparaciones con lo que los británicos habían hecho en Singapur y Calcuta y los holandeses en Java. No obstante, tal vez para no significarse demasiado, López Jaena en el artículo distinguió entre los nobles propósitos de España y la deficiente actuación de su Administración.
La deriva de López Jaena hacia la radicalización en sus posturas se hizo evidente durante la cena que los emigrados filipinos organizaron el 25 de junio de 1884 en el Restaurante Inglés para celebrar el éxito que los pintores filipinos Juan Luna y Félix Resurrección Hidalgo habían obtenido en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid. El cuadro de Juan Luna era el “Spoliarium” y representaba la retirada de los gladiadores muertos de la arena. Cualquiera hubiera considerado que se trataba de un cuadro de temática histórica, género que entonces estaba muy en boga. Cualquiera menos un López Jaena un poco cargado de copas y con ganas de hablar. López Jaena lanzó un discurso en el que dijo: “Para mí, si hay algo grande, algo sublime en el “Spoliarium”, es porque detrás del lienzo, detrás de las figuras pintadas (…) flota la imagen viva del pueblo filipino sollozando su infortunio. Filipinas no es nada más que un spoliarium real con todos sus horrores. En todas partes hay expolio y la divinidad humana es ridiculizada. Los derechos del hombre han sido pisoteados. No hay igualdad en ningún sitio…” López Jaena era tan convincente que desde esa noche la lectura que se hace del cuadro es una lectura política en el sentido que él indicó, lectura que posiblemente no estuviese en el ánimo de Juan Luna.