Revista Arte
El gran novelista español Pérez Galdós escribiría un ensayo en 1889 a propósito de un viaje a Inglaterra. En uno de sus artículos, para relatar su viaje a la cuna de Shakespeare, describiría esa parte del país: Entre Newscastle y Birmingham el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham, y después se atraviesan una de las comarcas fabriles más interesantes, la de Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región, contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios, y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales. La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes, y gentío tan inquieto, que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, se quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos.
Cuando el pintor inglés John Martin quiso representar, a mediados del siglo XIX, en un gran lienzo, la imagen de lo que él pensaba que debía ser el fin del mundo, se inspiraría en la negrura humeante y despiadada del horizonte desolador de la región de Birmingham. Habría visitado el llamado País Negro, una zona de la West Midlands, entre Birmingham y Wolverhampton. Durante la Revolución Industrial se convertiría en una de las zonas más ferozmente industrializadas de Inglaterra. La denominación País Negro (Black Country) fue una expresión originada ya en 1840, la cual debería su nombre a causa de la gran cantidad de hollín negro de las abundantes industrias pesadas de la región. Y es así como, en 1853, crearía su apocalíptica obra El fin del mundo.
En las reseñas que el museo londinense de la Tate Gallery dedican a este cuadro, hacen mención al libro del Apocalipsis, capítulo 6, para insinuar su influencia en el autor; en una de ellas se dice: Y vi cuando abrió el sexto sello, y se produjo un gran terremoto, y el sol se puso negro como un saco de crin, y la luna entera se puso como sangre; y las estrellas del cielo se cayeron a la tierra, como deja caer sus brevas la higuera por el viento. Y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve, y todas las montañas e islas fueron removidas de sus lugares. Y los reyes de la tierra y los ricos y los fuertes, y todo siervo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Y decían a las montañas y a las peñas: Caed sobre nosotros y escondednos de la faz de aquel que está sentado sobre el trono, y del furor del Cordero; porque ha llegado el gran día de su ira, y, para entonces, ¿quién podrá sostenerse en pie?
Los motivos inspiradores de sus obras hacen a los autores de las mismas el enlace requerido entre el mensaje necesario de una vida lacerante y el receptor necesitado de una tregua sosegada. Y es así como buscamos, inconscientes, la confortable sensación de aquel alivio. Éste encerrado o entre las obras protegidas de un museo o entre las láminas de un catálogo infrecuente, inaccesible, desperdigado o incompleto. Por esto internet nos reconforta, nos ayuda a encontrar lo requerido cuando sentimos, a veces, la insidiosa orfandad de otro destino. Nos acerca a la creación determinada, la que aviene a sostener a nuestro espíritu. Nos ayuda, nos perfila, nos descubre zonas increíbles por auxilio ahora del talento, del color, de la forma, del contraste y la sorpresa, del resultado final de algún mensaje desvelado. Es la tregua. Esa que necesitamos entre la acción y la emoción de una vida desatenta. Esa que nos participa a comprender otra visión ahora de las cosas insensibles, de las que parecen otra cosa cuando son vistas con el Arte, con la aguda visión de los que antes -los autores inspirados- descubrieron que existían ya otras formas de mirarlas.
Cuando el pintor impresionista Manet quiso manifestar toda la ceremonia de la imagen, del color y de la fuerza del instante ante la visión de un escenario subyugante, pensó que nada lo haría mejor que impresionar tan sólo a los sujetos activos que miraran, frente al motivo reflejado inicialmente. Su obra El ferrocarril trataba de plasmar la entrada estremecedora de un tren en su estación. Pero, ahora, nada en su obra indica que sea una estación, una línea de ferrocarril o un tren siquiera lo que en ella se refleja. Sólo se ven dos modelos, una joven sentada que nos mira, y una niña de espaldas a nosotros. Ésta mira a través de una reja hacia lo que parece la estación. Una enorme nube de humo oculta gran parte de ese fondo. Fondo en donde no vemos casi nada que lo aclare. No hay otra cosa más que rejas, edificios y plantas. Pero, el autor lo quiere dejar claro ya con su título. Lo que pinta es un ferrocarril llegando a su término. Lo mira la niña entonces, ella es tan sólo quien nos ayuda a entenderlo. Incluso su hermana nos confunde; ella es tan sólo una modelo sosegada, lejos del feroz acontecimiento de su espalda.
La extraordinaria obra del pintor español Romero de Torres, La buenaventura, nos salpica sin embargo con los gestos pasionales de un deseo representado. Con el exquisito encuadre del conjunto, en un primer plano que se sale, observamos a una echadora de cartas y a una joven desatenta. Hacia el fondo cordobés de su silueta nocturna, se refleja la acción del abandono pasional de una pareja. Ella ahora se lamenta, se sitúa, compungida, resignada y melancólica, ante la sonrisa insidiosa de la mujer que la acompaña. La creación maneja dos tiempos en dos escenarios superpuestos. Pero, ahora, sólo el paisaje de uno existe en el universo del color del otro que retrata. Ambos escenarios lo comparten, sin embargo uno existe tan sólo porque el otro así mismo lo requiere. Sirven para transmitir lo mismo, son lo mismo, y son dos cosas diferentes. Pero el Arte lo consigue, nos devuelve el sentido diferente y también el mismo sentido que lo encuadra. Del mismo modo, lo acabamos entendiendo, sin embargo; como entendemos que la vida y el Arte no son más que dos instantes solapados. Una -la vida- que vivimos claramente; otro -el Arte- que requerimos para sobrellevar aquélla, para calmarla, trastornarla, asimilarla o asombrarla.
(Óleo El Ferrocarril, 1873, Manet, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Cuadro Crepúsculo sobre un lago, 1840, Turner, Tate Gallery, Londres, aquí el pintor romántico Turner nos presenta una escenario indefinible, tan sólo el color recrea lo que la imaginación alumbra vagamente; Obra del pintor británico John Martin, El fin del mundo, 1853, Tate Gallery, Londres; Óleo La buenaventura, 1922, Julio Romero de Torres, Museo Thyssen, Málaga.)
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