24 de diciembre, Navidad ad portas. Ahí va algo diferente. Ya había colgado algunos relatos antes, pero de menor longitud. La idea es que esto sea una especie de regalo navideño, aunque sospecho que la calidad del cuento igual lo convierte en lo contrario. Bueno, dicen que la intención es lo que cuenta, así que no sean muy duros.
El relato no tiene que ver con la Navidad, aunque el trasfondo toque temas afines. Surgió de un pequeño reto con una gran amiga, y ella sabe que es tan suyo como mío. La idea era coger un cliché y convertirlo en algo distinto, darle un giro que sólo el género fantástico puede aportar. Extrañamente, no se me ocurrió cómo hacerlo desde la ciencia ficción, así que empleé otro registro distinto. Gracias al resto de amigos que mediante sus comentarios intentaron ayudarme para que lo mejorara.
Feliz Navidad.
Gloria
Se llamaba Gloria y solía cantar en aquel club, un tugurio perdido en las afueras. Tenía el aspecto de un ángel y la voz más triste de la ciudad. Siempre aparecía de noche, sin previo aviso. Cruzaba la puerta, separaba las cortinas con ambos brazos y a continuación, con las miradas de los clientes prendidas en su cuerpo, se deslizaba escaleras abajo como un bello espectro. Mientras el salón enmudecía, ella avanzaba con naturalidad hacia el camerino y se preparaba allí durante media hora. En ese intervalo, se corría la voz y el local se llenaba de gente procedente de todas partes. Cuando Gloria volvía a aparecer, un silencio absoluto se apoderaba de la sala. Con parsimonia, casi flotando, subía al pequeño escenario y cantaba hasta el amanecer.
Así me lo contó el viejo Pete, un escritor alcohólico que sentía debilidad por los garitos más oscuros de los suburbios. Yo le había preguntado por aquel club, y él, como quien guarda un secreto que le atormenta, me había largado lo de Gloria. Había algo raro en ella, decía, algo que le removía las entrañas, así que nunca se quedaba hasta el final de la actuación. La descripción que hacía de aquella mujer, de su poder de seducción, había despertado mi interés. Más aún tras comprobar lo difícil que era dar con el sitio. No había anuncios en la carretera, y el cartel luminoso colgado sobre la puerta apenas se distinguía en la distancia. Cuatro bombillas viejas lo adornaban, pero emitían una luz pobre, escasa, como si estuvieran cansadas de vivir, a semejanza de las almas que pasaban bajo ellas.
Eché un vistazo desde el exterior. El aspecto de la fachada incrementaba el carácter furtivo del edificio. El amplio muro principal era uniforme, sin ventanas; su color grisáceo se veía oscurecido en algunos tramos por la presencia de grandes manchas de color negro que, de cerca, asemejaban costras frescas. Regueros carmesíes brotaban de ellas y recorrían la pared hasta el suelo. El edificio parecía sudar a través de su roñosa piel como un hombre más bajo aquel tórrido clima. Era una construcción fea, desagradable, pero nada que no hubiera visto antes. La ciudad estaba llena de lugares como ese, incluso de peor aspecto.
El viejo Pete me había telefoneado dos horas antes, algo nervioso, para informarme de que Gloria estaba actuando allí aquella noche. Yo había tardado más de la cuenta en encontrar el sitio y no me lo pensé mucho antes de entrar, lo justo para apurar el cigarrillo y asegurarme de que, efectivamente, se trataba del Blue Demon. Dejé el eterno calor de las calles y me aventuré en su interior. Percibí de inmediato un fuerte contraste; una corriente de aire frío saludaba al recién llegado. Bajé las escaleras sintiendo el progresivo helor, una sensación que ya había experimentado antes en locales como ése, faltos de calidez humana. Alcé la vista y no encontré nada fuera de lugar. Aquel agujero hedía a derrota, rebosaba de almas perdidas, de fracasados y maleantes, de una fealdad que resaltaba la presencia de aquella belleza singular sobre el escenario.
El alcohol parecía producir un efecto de consuelo alrededor de las mesas, saciaba vicios y quemaba penas, pero era sólo un complemento. Nadie estaba allí por la bebida, sino para verla a ella. Gloria te atrapaba al primer vistazo. Sonreía y deslizaba su voz por encima de las aturdidas cabezas, melosa y sugerente, iluminando aquel pozo de miseria con una efímera promesa de salvación, con el ilusorio aroma de la esperanza. Me bastaron unos segundos para comprender qué arrastraba hasta allí a aquella gente. Era como tocar un pedazo de cielo en el lugar menos indicado.
De pie, al final de la escalera, hube de hacer un notable esfuerzo para girar la cabeza y ponerme en marcha. Fui hacia la barra. El camarero, un tipo bajito al que le faltaba la oreja izquierda, parecía atender más a la actuación que a la clientela. Le llamé -la segunda vez más fuerte-, pedí un vaso de bourbon y me acomodé en un taburete. Mientras me servía con cara de fastidio eché un vistazo general a la sala. Entre el humo del tabaco y la escasa iluminación apenas lograba ver nada que no fuera el pozo de luz del escenario, pero aun así, pude calibrar las dimensiones del local. Ni era más grande que los de la ciudad ni estaba mejor decorado que ellos.
Me giré y tomé otro trago. La pared situada tras la barra se veía tan pálida bajo los roñosos apliques como la piel de un cadáver. Estaba salpicada de manchas parduzcas que en la penumbra parecían estirarse como rostros suplicantes, aislados entre desconchones de pintura. Supuse que el resto del local tendría el mismo aspecto. Una cosa era indudable: la única belleza que podías encontrar allí estaba de pie sobre el escenario.
Los ojos de los hombres y mujeres sentados alrededor de las mesas brillaban en la negrura como luciérnagas alrededor de una vela. Parecían animales sedientos ante un manantial de agua fresca. Gloria, delante de ellos, apenas se movía, pero bastaba el sinuoso balanceo de sus caderas para conducirlos a lugares remotos. Su cuerpo parecía susurrar, mezclando a la par promesas de salvación y de condena. La insinuación implícita en sus labios húmedos actuaba como un imán, pero una luz inocente brotaba de sus ojos, azules como el cielo, negando todo aquello que su voz y su cuerpo sugerían.
Mientras apuraba mi vaso, dejé volar la imaginación. Me bastaron unos segundos para alimentar la ilusión creciente de que la conocía, de que había compartido con ella muchos años. A ojos de cualquiera, Gloria debía de ser ambas cosas, soledad y deseo, perversión e inocencia, todo en el mismo paquete. Al menos, así la imaginé en ese momento. Escudado en la distancia, contemplé sus movimientos durante un par de canciones. Su mirada, sin embargo, cruzó la oscuridad y llegó hasta mí, forzándome a girar la cabeza. Me concentré en mi vaso. El whisky era fuerte, pero más soportable que el anhelo escondido en el fondo de aquellos ojos. Lo que allí se adivinaba removía algo en mi interior, algo de otro tiempo.
El arma bajo la gabardina se interponía entre la barra y mis costillas, pero casi agradecí aquel dolor. Sólo cuando agoté la bebida volví a mirar al escenario. Gloria estaba acabando su actuación. El ambiente se había ido cargando con una mezcla de deseo y desesperación, un hálito más espeso que el humo de los cigarros que yacían muertos en los ceniceros, consumidos igual que la esperanza en el corazón de sus dueños. Todas aquellas almas anhelaban a Gloria, esperaban un gesto de ella, una sola mirada, incluso un pequeño desprecio. Eso los habría hecho felices. Por un momento me sentí un privilegiado. Yo no la conocía, sólo iba a interrogarla, a intentar disipar mis sospechas, pero supe al ver la actuación que cualquiera de esos desgraciados habría dado media vida por estar en mi pellejo, por el solo hecho de hablar con ella, de tenerla delante, de poder olerla.
Sentí una inesperada urgencia por estar a su lado. Debía comprobar su inocencia, certificar que no estaba involucrada en las desapariciones que me habían llevado hasta allí. La canción que ahora interpretaba comenzaba a morir en sus labios. A su conclusión, me había dicho el camarero sin oreja, volvería a su camerino.
Decidí adelantarme. Abandoné la sala y me dirigí hacia él. No encontré nada especial allí, sólo algunas velas encendidas. El mobiliario estaba compuesto por un par de sillas viejas llenas de lamparones, un espejo de cuerpo entero mellado y un biombo de color beis con un estampado chillón. Me acerqué para observar el dibujo. Mostraba una bandada de cuervos hundiendo sus picos en los restos de un cervatillo. La desagradable escena parecía moverse a la luz de las velas.
No había nada extraño a la vista en aquel cuarto, pero sí al olfato. Un intenso olor impregnaba el aire, un aroma a lavanda e incienso que producía una sensación ambigua, a medio camino entre la inocencia y la seducción. Localicé el origen a mi espalda. Había un manojo de tallos consumiéndose dentro de un pequeño jarrón, sobre una pequeña mesa circular en penumbra, al lado de la puerta. Era el único espacio que las velas no llegaban a iluminar.
El ruido amortiguado de los aplausos, acompañados de varias voces e incluso algún llanto, me puso en guardia. A los pocos segundos, Gloria abría la puerta y me miraba sin sorpresa. Sentí de nuevo aquella inexplicable sensación de reconocimiento.
-Hola, inspector -dijo tras cerrar lentamente.
Intenté no exteriorizar mi sorpresa, pero no tuve éxito. Una pequeña carcajada me hizo notar cuánto le divertía mi envaramiento. Para mi sorpresa, estaba nervioso, no sólo por lo rápido que ella había descubierto mi ocupación, sino también por el efecto que su presencia, ahora mucho más cercana, producía en mí. Su risa parecía sólida pero ingrávida, una corriente cristalina que serpenteaba por el aire recorriendo el cuarto, rozando paredes y techos antes de sumergirse directamente en mi cerebro. Me di cuenta de que Gloria no usaba perfume. No le hacía falta, el aroma que desprendía se elevaba por encima del persistente olor a lavanda y tiraba de mí, obligándome a realizar un esfuerzo para permanecer firme ante ella. No se me ocurrió mejor comienzo que preguntarle innecesariamente su nombre.
-Gloria, llámame Gloria -contestó.
De cerca, su voz era aún más magnética que en el escenario, turbadora. Intenté mantenerme frío. Le informé del motivo de mi presencia allí, le hablé de las desapariciones que llevaba meses investigando. Tipos anónimos a los que nadie echaba en falta, que un día, simplemente, dejaban de aparecer por sus desastradas viviendas. Jamás dejaban una nota, desaparecían sin más. Lo que al principio fueron unos pocos casos se había convertido últimamente en una sangría. Gloria rió de nuevo antes de preguntarme qué tenía que ver ella con ese asunto.
Sólo estoy indagando, le dije, siguiendo una pista.
Le conté lo de la caja de cerillas, la que había encontrado en el bolsillo de una chaqueta, en uno de los pisos. Tenía dibujado un pequeño demonio azul y el nombre del Blue Demon escrito en letras rojas encima. Le hablé también de lo que me había contado el viejo Pete.
Seguí interrogándola, saqué las fotos de mi bolsillo y le pregunté si reconocía alguno de aquellos rostros, gastados y anónimos. Me dijo que no. Quise saber dónde vivía y quise saber con quién. Quise saber todo acerca de ella, pero no lograba centrar las preguntas. Me sentía extraño, deseaba tocarla, besarla, pero no a mi manera. Algo me atenazaba por dentro. Ella daba largas a mis preguntas mientras se acercaba a mí poco a poco, muy despacio. Carraspeé nervioso, intenté apartar mis ojos de su rostro perfecto y reconducir la conversación, pero Gloria me interrumpió para ofrecerme un trago. Lo acepté y agradecí interiormente el breve respiro que eso me proporcionaba.
Se dirigió a la parte trasera del biombo. Debía de tener un pequeño mueble bar allí, oculto de las visitas. Oí cómo el líquido golpeaba el vaso y eso me hizo chasquear la lengua. Tenía la boca seca.
-No le importará que me cambie mientras hablamos, ¿verdad, inspector?
-No -dije sin más. Sus palabras me producían una sensación agradable en los oídos, un cosquilleo extraño en la nuca. Su brazo apareció por encima de la mampara, desnudo, níveo, sin rastro de vello alguno, con un vaso de cristal azulado en la mano.
-Tome, inspector, sacie su sed.
-Gracias -contesté deleitándome una vez más con su voz, con el tacto de su piel.
Di un trago. No era un gran whisky, pero tenía un toque exótico, algo añadido que lo mejoraba. Mientras ella hablaba, sus prendas iban apareciendo encima del biombo. Me decía que no me preocupara por esos hombres, que sin duda estarían en un mundo mejor que éste. La voz proveniente del otro lado parecía ahora más seria. Ya no reía, su tono era relajado, casi maternal.
Paseé por el cuarto, vaso en mano, con la idea de completar mi inspección. Volví a posar la vista sobre las sillas y la pequeña mesa. Al lado del jarrón había un teléfono que antes no había visto. Me acerqué al espejo roto y busqué un ángulo abierto. Mi posición me permitía ver con mayor claridad, reflejados en él, los contornos de la mampara tras la que Gloria se vestía. Una pierna firme, de carne inmaculada, aparecía y desaparecía de mi visión cada pocos segundos. Se inclinó hacia adelante y logré ver el nacimiento de su espalda. Al enderezarse de nuevo pude contemplar el resto, y fue entonces cuando vi aquellas horribles marcas.
Sentí un escalofrío. Miré mi bebida y supe de repente qué era lo que le daba aquel sabor. Asqueado, tiré el vaso al suelo. Percibí un murmullo a mi espalda y giré la cabeza hacia la puerta. Permanecía cerrada. Se oían lamentos al otro lado, gemidos contritos que clamaban por el perdón. Mi intervención había retrasado la vuelta de Gloria al escenario, y los más débiles, incapaces de esperar, se habían arrastrado hasta su camerino. Pensé fugazmente en aquellos desgraciados, anhelantes, esperando en el pasillo a que yo terminara, ansiosos por rendirse a ella, futuras víctimas de aquel monstruo.
Tenía que ser rápido. Me di la vuelta dispuesto a pasar a la acción, pero Gloria ya estaba a medio metro de mí, sonriendo. Iba envuelta en un azul intenso. El vestido se pegaba a ella como un ser vivo. Sentí un ligero vahído. Estaba demasiado cerca y ahora podía verla claramente. A tan corta distancia no parecía tener veinte años, sino una edad inmemorial. Su rostro, de una perfección dañina, parecía haber sido cincelado en el amanecer de los tiempos. Sus ojos, sin embargo, eran claros como un día despejado, parecían nuevos, pura primavera. Sumergirse en ellos era hacerlo en un mar de agua fresca, sentir el viejo alivio de la inocencia. Hurgaban en mi interior de igual modo que aquellos cuervos en las entrañas del cervatillo muerto.
La sensación de debilidad creció hasta adueñarse de mí. Gloria estaba muy cerca, a sólo unos centímetros. No la recordaba tan alta, y sin embargo tenía mi misma estatura. Sin que yo pudiera evitarlo, agarró con ambas manos mi cabeza y la atrajo hacia sí, hasta juntarla con la suya. Pude oler su aliento, inconfundiblemente divino. Sus ojos absorbían la luz procedente de los míos y la transformaban.
-Déjame ayudarte. Has sufrido mucho, y ya has pagado por ello. Déjame ayudarte. Arrepiéntete. Arrepiéntete, tus pecados serán perdonados. Ven conmigo.
Como un río desbordado, todo lo que me constituía, mi esencia misma, escapaba de mí, dejando limpio mi interior. Todas y cada una de las cosas terribles que había hecho y por las que yo estaba allí eran lavadas una a una, perdonadas, borradas. Cada una de las violaciones, cada uno de los asesinatos, aquellas niñas..., todo se iba difuminando como si nunca hubiera ocurrido.
-Deja que el agua bendita limpie tu interior, ábrete a Dios.
Nuestros cuerpos estaban pegados el uno al otro, nuestras miradas eran sólo una. Mis ojos se habían convertido en un manantial de lágrimas. Jamás, ni en todo el futuro de mi inmortal existencia, habría podido imaginar tanta belleza, tanta inocencia. Gloria me traspasaba su bondad infinita, centrifugaba mi maldad en su interior convirtiéndome en otra persona, en un ser puro, sin mácula.
Eso fue, precisamente, lo que me salvó. Porque yo no quería ser otra persona, quería seguir siendo quien era, el asesino, el violador. A diferencia de esa chusma que lloraba tras la puerta, yo me sentía cómodo con mi naturaleza. No quería ser redimido.
Forcejeé, saqué como pude la daga del interior de mi gabardina, la elevé, y con todas mis fuerzas hundí la hoja en la frente de aquella cosa llamada Gloria. Ella me soltó y dio unos pasos hacia atrás entre horribles alaridos. Vi cómo los símbolos grabados en la empuñadura se iluminaban y se abrían, dejando salir de su interior diminutos zarcillos de aspecto alquitranado, filamentos purulentos que buscaron las cuencas de sus ojos. Cayó al suelo y comenzó a patalear. Su bello rostro se convirtió en una horrible máscara de dolor, deformado por los efectos de la daga. La agonía duró unos minutos. Las almas condenadas que hacían cola en el pasillo, las decenas de arrepentidos que esperaban ser absueltos y sacados de este mundo, debieron de sentirla: los sollozos se convirtieron en gritos que atravesaban la puerta.
Cuando todo acabó me quedé allí agachado, contemplando los estertores de aquella cosa, jadeando con los brazos apoyados en las rodillas. Estúpido, estúpido, me dije. Había estado a punto de ser abducido, de perder mi puesto, mi propio ser, todo. Tenía que haberlo sospechado, haberme preparado mejor.
Cuando aquello acabó de temblar esperé unos minutos y lo examiné con atención. Le arranqué el vestido lentamente y observé lo que había debajo. Allí tirado, sin vida de ningún tipo, seguía teniendo un cuerpo hermoso. Las dos marcas en la espalda, aquel pecho contranatural, la absoluta lisura que sustituía los genitales femeninos... Palpé aquella zona con curiosidad morbosa, pero fue tan insatisfactorio como tocar cualquier parte inocente del cuerpo. Me puse en pie y miré a aquel ser por última vez.
Así que era cierto, en el Cielo andaban desesperados.
Me felicité por mi intuición. En los últimos años, las ciudades del Infierno se habían ido llenando de gente a un ritmo que nada tenía que ver con otras épocas. Algo no debía de andar bien en el mundo terrenal. Que todos acabaran aquí abajo era la prueba de que nadie llegaba arriba. Imaginé el sufrimiento celestial, lo insoportable que debía de ser para ellos un Cielo sin nuevos habitantes, cada vez más envejecido. La desesperación les había obligado a esto, a bajar y raptar gente en los dominios de su enemigo, en nuestro mundo. La conversión, esa vieja y asquerosa arma, seguía siendo su mejor recurso.
Me dirigí a la mesita que había en la esquina, descolgué el teléfono y marqué el número de mi departamento.
-Hola, soy yo. Confirmado, están enviando ángeles... Sí, ángeles... No, no, ya me conoces, he acabado con él. Que manden a alguien a recogerlo. Y oye, informa al jefe y prepárate, vamos a tener mucho trabajo.