Viernes, 07:15 am. Suena el tono “Spring morning alarm” en mi móvil (¡qué adecuado para hoy!). Es hora de levantarse. Me fijo en la temperatura que marca la app: 12 grados Celsius en el exterior, con una humedad del 80%, dejan una sensación térmica de 7 grados: espero que quede suficiente butano como para poder ducharme con agua caliente. Advierto a la alcachofa de la ducha, con la mirada más amenazante que pueda imaginarse a esas horas: “ni se te ocurra echarme encima una sola gota de agua fría hoy”. Parece que hoy mi mirada tiene superpoderes, porque enseguida el baño se ha convertido en una sauna. Ahora, abrir la cortina y enfrentarse al frío polar que me espera al otro lado se convierte en la siguiente gran odisea, así que me transformo en la nieta de Speedy González y, en un visto y no visto, ya estoy vestida y lista para comenzar la faena Pero hoy no es un día cualquiera.
Imagen de Chelsea Francis en Unsplash
Antes de salir a la calle, me paro ante el espejo: esta semana nada de potingues en la cara. Prefiero que la piel se dedique a respirar y a ayudarme a salir de esta gripe. Solo bálsamo protector en los labios y un poco de hidratante porque, si no, voy a parecer el gigante Come Rocas de “La Historia Interminable”. Reviso que tengo el bolso preparado con todo lo que voy a necesitar (sobre todo, las llaves de casa, porque no está el día como para olvidárselas, y el paracetamol, porque no hay que ser adivina para prever que hoy podría aparecer un importante dolor de cabeza en cualquier momento). Antes de salir, respondo a unos cuantos mensajes que me están enviando mis amigas por Whatsapp, preocupadas por lo que están leyendo en mi blog y en mi Facebook; quieren llamarme, pero me es imposible atender ya al teléfono; dejamos las llamadas para la tarde. Va a ser un día muy, muy largo.
Mientras bajo las escaleras pienso en cómo puede cambiarte la vida de un día para otro. A veces, el cambio puede ser tan inesperado y tan brutal, que los acontecimientos van mucho más rápido que tu capacidad para creer que lo que está sucediendo es real y te está pasando a ti. Ayer mismo, a esta misma hora, mientras bajaba estos cuatro pisos sin ascensor, mi única preocupación era llegar a tiempo a la parada; a pesar de todos mis problemas, de todas mis preocupaciones, todavía era capaz de centrarme en el momento presente. Eso es algo que la mayoría de las personas no aprecia, porque, por suerte para ellas, no han tenido que pasar por la experiencia de perder esa capacidad de concentración debido a algún trauma físico o psíquico, pero sí, puede pasar: puede ocurrirnos algo tan tremendo que no podamos concentrarnos en lo que estamos haciendo, porque estamos dándole vueltas a lo que nos preocupa o no podemos controlar nuestros pensamientos. Conozco a muchas personas a las que les ha pasado, pero también a otras a las que no. Hoy también, mientras estoy ya a punto de bajar los últimos escalones, estoy conservando una gran serenidad, a pesar de todo, y me sorprende a mí misma. Cualquiera que me viera ahora podría pensar que no me importa nada, que parezco demasiado tranquila, demasiado “normal”, pero lo que piensen no me preocupa. Mi “tranquilidad” externa no es sinónimo de indiferencia, sino de experiencia; podría llamarse madurez, pero creo que la madurez es algo que nunca debe considerarse como un hecho sino como un objetivo, así que prefiero decir que es una señal de que me sigo acercando a ella.
Por el camino sigo pensando. Ayer tuve una entrevista de trabajo. Fui con esta misma actitud que tengo hoy: sin miedo, con serenidad. Llegué con tiempo suficiente como para poder disfrutar de un ratito a solas en un banco de madera, bajo los árboles de la Plaza del Príncipe, en pleno corazón de Santa Cruz. Trabajé por aquella zona hace algunos años, haciendo encuestas. Intenté evitar pensamientos derrotistas del tipo “qué triste llegar a esta edad, a estas alturas de la vida, y estar aquí, sentada en un banco, esperando por una entrevista para un trabajo que sé de antemano que tendré que rechazar”, saqué mi neceser del bolso, lo abrí, saqué de él mi espejito y mi barra de labios rojo teja, y me los pinté. Allí mismo, sentada en un parque, sola, miré hacia arriba y sonreí al ver los rayos de sol colándose entre las copas de los árboles. Cogí mi móvil y enfoqué. Después giré la cámara y me hice un “selfie” así, tal cual, con la cabeza apoyada en el respaldo del banco, mirando hacia arriba y los rayitos de sol acariciándome la cara; descubrí la mejor manera de posar para que la piel parezca de porcelana. Cuando iba a levantarme vi un pequeño insecto sobre mi rodilla: supuse que habría caído desde los árboles, le saqué una foto y lo ayudé a bajarse. En aquel momento de esfuerzo cómodo y relajado (aunque suene contradictorio) por conservar cierto optimismo, pensé “será una señal de buena suerte”, subí la foto a mi Facebook y añadí la frase. Acto seguido, en un derroche de tranquilidad y buenas vibraciones, tuve la osadía de subir, también, mi selfie; me levanté, recogí mis bártulos y me dirigí al punto de encuentro. Por el camino, antes de salir de la plaza, descubrí la figura de Enrique González, el fundador y director durante tantos años de la Afilarmónica Ni Fú Ni Fá, que tantas risas nos provocaba hace tiempo. Un monumento a la constancia, al amor a su tierra y al sentido del humor, al que alguien le había regalado un ramo de flores. “Otra señal, otro recordatorio de que hay que tomarse las cosas más a la ligera, con mejor humor”, pensé, y le saqué unas cuantas fotos más con mi móvil.
Haga click para ver el pase de diapositivas.No sabía lo que me esperaba al llegar ayer a casa después de aquella entrevista. Mientras volvía, sentada en el tranvía, solo pensaba “bueno, no pasa nada, ya me esperaba que ese trabajo no era lo que busco, pero ya llegará mi momento; no pasa nada”. Miraba a mi alrededor: muchos jóvenes vestidos con ese estilo urbanita que lleva décadas en la publicidad vendiéndose como “última moda”, mucha gente de mi generación con aspecto envejecido, y un silencio absoluto. Ni siquiera se oyen ya, como antes, los timbres de los móviles. La mayoría están usando los suyos en silencio, tecleando y con auriculares puestos. Ese silencio que permite la tranquilidad, que no molesta, que mantiene a cada cual ocupado en sus propios asuntos, que “suena” tan extraño aquí, donde antes era tan escaso.
Imagen de Matthew Wiebe en Unsplash
Cuando llegué a mi casa y descubrí lo que estaba sucediendo, comprendí por qué había estado presintiendo durante todo el día que iba a necesitar toda mi capacidad de mantenerme serena, fría, relajada, positiva y confiando en el sentido del humor del Universo. Solo así iba a poder cumplir con lo que iba a tener que hacer, para poder ayudar a quien no iba a poder hacerlo y estaba en aquel momento delante de mí, de pie, en la cocina, contándome lo que estaba pasando e intentando, como yo, pensar y buscar soluciones urgentes para un problema gravísimo.
IMAGEN: Ilya en Unsplash
Han pasado 46 horas. Todo ha vuelto a girar. Sí, somos seres complejos, que formamos parte de una vida mucho más compleja aún, que está en constante movimiento en todas direcciones, y nos pasamos el tiempo intentando mantener las riendas para que todo vaya hacia donde queremos. Pero la vida tiene su propio sentido del humor y, de vez en cuando, se divierte a costa de nuestros sentimientos más sagrados. En esos momentos, podemos tomar diferentes posturas: rendirnos, protestar, rebelarnos contra todo o usar la cabeza para encontrar soluciones o para buscar a quien las tenga. Hay un dicho que mucha gente repite:
“Si un problema tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si no la tiene, ¿para qué preocuparse?”. Yo no pienso así: yo creo que si un problema tiene solución no te va a venir sola, tienes que hacer que ocurra. Y si no la tiene, tampoco tienes que cruzarte de brazos y resignarte, sino salir de ahí, porque es señal de que tu lugar está en otra parte. Nunca hay que rendirse, y tampoco hay que pretender imitar a nadie. La vida de cada persona es única y exclusiva. Pero sí hay que esforzarse por aquello que nos hace vibrar con más fuerza, porque esa fuerza es la señal de que “eso” es lo que hemos venido a hacer en esta vida, en este momento.
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