Revista Cine

Un encanto de fantasma.

Publicado el 24 septiembre 2012 por Josep2010

René Clair fue uno más en la larga lista de directores que forzosamente emigraron al otro lado del Atlántico a causa de la contienda bélica que asoló tierras europeas y llevó consigo a los estudios hollywoodienses la formación en las técnicas cinematográficas con el añadido de una visión forzosamente peculiar por el sedimento cultural del personaje que, además, estaba muy lejos de poder ser considerado poco leído, como lo demuestran los mś de treinta guiones en que participó. 

Como paso previo al viaje transoceánico, René Clair estuvo trabajando en los estudios sitos en Londres y en el ambiente anglosajón, pero sin perder de vista el mercado estadounidense -no en vano la industria americana tenía medio pie en la Gran Bretaña- se ocupó él mismo de guionizar una historieta de Eric Keown que claramente estaba inspirada en un cuento largo del genial Oscar Wilde

 La temática gira en torno a la existencia de un fantasma que está condenado a pasearse por un castillo por culpa del poco entusiasmo mostrado en una contienda y las burlas despiadadas de un clan contrario en el momento de la cobardía, basándose la trama en la confrontación entre el fantasma y el mundo moderno.

Un encanto de fantasma.

Si la narración "original" se titulaba Sir Tristram Goes West, la película que el mismo René Clair dirigió en base a su propio guión se tituló The Ghost Goes West (1936) propiamente trasladado el título al castellano como El fantasma va al oeste, producción de Alexander Korda que contó con la inestimable presencia de Robert Donat, Jean Parker y Eugene Pallete como trío protagonista, así como la colaboración de Elsa Lanchester y Hay Petrie como secundarios de refuerzo en una película rodada en blanco y negro y provista del metraje aúreo, milimetrada rigurosamente por René Clair a pesar de ciertas discrepancias con Alexander Korda, como por otra parte era usual en el productor, muy capaz por sí mismo de dirigir también películas la mar de interesantes. 

Nos hallamos ante una película que resulta curiosa por diferentes conceptos sin que a estas alturas del siglo XXI, pasados tantos años, nos asombren sus efectos especiales como en la fecha de su estreno manteniéndose como una sencilla comedia que curiosamente -y en opinión de quien suscribe- resulta más divertida que la versión fílmica de la novela de Oscar Wilde que en 1944, ocho años más tarde, se acometiera con la participación del famosísimo esposo de la Lanchester. 

Murdoch Glourie es el joven heredero del clan de los Glourie, más inclinado a la francachela y al romanticismo fácil que a la contienda y cuando debe acudir a las líneas de combate llega tarde porque se ha entretenido con una damisela: el clan contrario, los Mclaggen se burlan de él y no tiene tiempo de partirles la cara porque fallece al instante quedando su reputación de cobarde, lo que comporta que su padre le maldiga y deba vagar por el castillo familiar hasta que consiga que un Mclaggen se retracte de la burla. 

Pasan los siglos y Donald Glourie es el último vástago de los Glourie y estando en la ruina y en bancarrota, para satisfacer a sus acreedores vende el castillo a un comerciante estadounidense que atiende al capricho de su hija: van a despiezar el castillo y se lo van a llevar a Florida. Fantasma incluído, claro.

El guión de René Clair está bien escrito, es equilibrado y se manifiesta en diálogos provisto de cierta gracia y un puntillo de ironía que carga las tintas sobre los ignorantes hombros de los comerciantes estadounidenses más provistos de dólares que de cultura y sensibilidad artística sin llegar a convertirlos directamente en patanes, probablemente porque en el fondo eran quienes pagaban el presupuesto y René Clair ya debía estar pensando en cruzar él mismo el charco, a bordo de un transatlántico, quizá también provisto de un fantasma que se paseara por pasillos y camarotes asustando al personal con su apariencia y prestándose a confusiones varias, porque el ancestro es idéntico al moderno galán que, naturalmente, enamorará a la damisela.

Se trata de una comedia amable que ofrece momentos divertidos sin que el vitriolo llegue a desparramarse, rodada con agilidad por René Clair que sabe darle la ligereza oportuna para mantener un ritmo vivo sin que decaiga, ajustado al afortunado metraje a la perfección, con la inestimable ayuda del terceto protagonista que cumple sobradamente con su cometido: Robert Donat en su doble papel está siempre seductor y elegante, Jean Parker destila romanticismo y Eugene Pallete, como siempre, rezuma eficacia por los cuatro costados de su recia apariencia, los tres dando muestra de algo tan inusual como es saber escuchar las frases graciosas del otro sin inmutarse, como lo más natural.

Una de esas películas que sin resultar imperdibles para el público en general considero indispensables para el cinéfilo activo porque sin duda quedan en el bagaje y ayudan a entender el porqué algunos fantasmas resultan encantadores y otros, cargantes.


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