Netflix --la plataforma decidida a convertirse en la pantalla audiovisual más importante del planeta-- y la saga Black mirror (2011-2017) --la distópica serie sobre los futuros tecnológicos que arrasa entre mi generación-- han aunado sus fuerzas para dar con el producto perfecto con el que promocionarse: el filme interactivo Black Mirror: Bandersnatch (2018). Quizá sea mi obsesión por la forma cinematográfica, o el énfasis con el que Netflix destaca el dominio que --¡por fin!-- ejerce el espectador sobre la historia, la cosa es que se presenta como un hito técnico y narrativo que estaba a la espera de la tecnología adecuada y que ahora, tal como la venden, sí ha alcanzado la madurez en ambos aspectos.
Salvo raras excepciones, los largometrajes que han incluido por primera vez un recurso técnico que luego el cine se ha apropiado como parte de su naturaleza, suelen ser historias mediocres o para olvidar: el montaje con El nacimiento de una nación (1915), el sonoro con El cantor de jazz (1927), el color con La feria de la vanidad (1935), el 3D con Bwana, diablo de la selva (1952), el vídeo y sus técnicas de edición con Corazonada (1982) o los efectos digitales con Parque Jurásico (1993). Quizá la única excepción en esta lista sea Ciudadano Kane (1941), cuyo atrevido tratamiento fotográfico al servicio de un relato desordenado hacen que conserve aún un cierto aspecto moderno, como un hito vigente y precursor de la narración contemporánea. En esta lista hay de todo: cosas que llegaron para quedarse (montaje, sonido, color, efectos digitales) y otras que van apareciendo y desapareciendo en diversos momentos, pero sin llegar a consolidarse (3D, vídeo), como una moda o por la necesidad de atraer al público a las salas. ¿De qué lado caerá la narración interactiva, el auténtico objetivo de un hipermedia obsesionado con la personalización del producto/relato? A juzgar por el revuelo que ha formado Black Mirror: Bandersnatch, uno tiende a pensar que podría abrir una nueva tendencia, la del cine interactivo, ciertamente divertido, gracias a las plataformas domésticas de visionado a demanda (en una sala de cine, con una sola pantalla y cientos de personas era imposible de llevar a la práctica). La incógnita es saber si películas como esta podrán ir más allá de una serie de disyuntivas --externas o ajenas-- que van dando forma a la historia que vamos construyendo a medida que la vemos, o si los cineastas lograrán sumergir e involucrar en un relato al espectador hasta el punto de que él mismo se vea amenazado de modificación (como en el cine inmersivo, un ámbito en el que los videojuegos han avanzado mucho, casi en solitario, aunque sus relatos sean aún bastante básicos). O puede que este estreno quede como una moda, un vehículo para testear una tecnología (como en los cortos de Pixar).
Incluso queda la duda de si el público estará dispuesto a intervenir SIEMPRE en los relatos. Se dice que, aunque te obliguen a escoger entre dos opciones, siempre queda una grieta por la que escaparse: no elegir nada; puede que eso sea lo que al final la mayoría del público opte por hacer en estos filmes. Probablemente reaccionarán así por cansancio o aburrimiento, pero también porque todavía estamos bajos los efectos de más de cien años de relatos cinematográficos construidos de forma única y secuencial. Pasará tiempo hasta que nos sacudamos este marco mental. Esa es la grieta que ha abierto Black Mirror: Bandersnatch, la de los relatos posibles, al estilo de lo que intentaba Las vidas posibles de Mr. Nobody (2009) sin la tecnología adecuada. La narración audiovisual, durante prácticamente toda su existencia, no ha hecho otra cosa que ofrecer relatos con una única versión de los hechos, la que sus creadores consideraban la mejor y respondía a sus inquietudes artísticas y personales, la más impactante para el público, la que le obligaría a tomar partido, la más conmovedora. Con este preámbulo a la quinta temporada de Black Mirror, el cine regresa a aquella época de la protointernet en la que el hipertexto nos parecía el cenit de la revolución de las comunicaciones, no sólo por su simplicidad, sino por la imagen mental y la metáfora conceptual de la web que nos proporcionaba.
El argumento de la película, como es lógico, tiene que adaptarse y facilitar al espectador la elección de una opción u otra, lo cual significa llenarla de momentos intensos, dilemas rotundos --a vida o muerte a veces-- y que, a cada desvío, la apuesta y la radicalidad de la historia suban de nivel. Pero es que, además de esa limitación formal autoimpuesta, Black Mirror: Bandersnatch no se conforma con ceñirse a un género fácil y previsible como el de acción, sino que --fiel al espíritu critico-reflexivo de la serie-- incorpora un elevado nivel de autoconsciencia a los personajes. El resultado es que la película agota enseguida todo el recorrido de su recurso estrella, y los posibles finales, aunque valientes y atrevidos, son decepcionantes: el relato desborda los límites mismos del dispositivo narrativo, entrando en un callejón sin salida, una inconsistencia formal imposible de resolver, a no ser que sea abriendo otra instancia narrativa. La película posee un mérito indiscutible, pero ese desbordamiento formal no se alcanza gracias a la buena labor de un relato percutante o intenso, sino a través de un laberinto de decisiones --conscientes, omitidas, a la contra o aburridas-- de cada espectador.
La principal consecuencia del cambio de relato único a múltiple es que el público no quiere dar por terminada la experiencia sin ver todas las variaciones y posibilidades de la historia. Da igual que en esa tarea pierda el hilo y no recuerde a qué parte de la historia corresponde cada desvío, ni que deba ver una y otra vez una misma escena con variaciones mínimas. La inercia del relato único y secuencial es demasiado fuerte, y es evidente que con Black Mirror: Bandersnatch seguimos transitando por el territorio del cine. La multiplicidad de opciones no basta para diluirnos el deseo de obtener una perspectiva global, el verdadero sentido de la historia. Puede que añadamos matices, nuevos datos, la sensación de un azar o determinismo ante cada decisión, pero con cada una perdemos intensidad, la certeza de saber qué nos conmueve o nos repele. En este proceso, los personajes también se resienten (forzados por tanto cambio) ante tanta fragmentación. Lo cierto es que nos hemos divertido un rato, y de tanto en tanto podría apetecernos repetir, pero no es probable que salgamos modificados de una experiencia así.
Black Mirror: Bandersnatch no es un fraude ni una trampa, es otra cosa; algo tan nuevo que incluso podrá chirriarle a la generación que me sucederá, la misma que presume de haber nacido con el canon de la imagen incorporado de serie (la mía creció con el de la literatura). Es una incógnita lo que saldrá a partir de este invento; para mí, desde luego, algo revolucionario desde un punto de vista tecnológico, pero que deberá recorrer un gran trecho de ese territorio del cine para demostrar su auténtico valor narrativo.