Caminamos por el centro de Madrid. Hacía años que no paseaba por esta zona a estas horas. Calles adoquinadas y peatonales llenas de gente que buscan otro bar para tomar una copa o hacen cola para entrar en alguno de los locales que se multiplican en las dos aceras. Relaciones públicas que te asaltan para invitarte a copas con ofertas para emborracharte. Estamos mayores para eso.
- Moli, aquí.
Una puerta pequeña, muy pequeña, tanto que no la había visto al pasar por delante y tengo que volver sobre mis pasos.
Entramos y lo único que veo es rojo. Rojo puticlub. La puerta se abre casi encima de una barra detrás de la cual se iluminan sobre el fondo rojo un montón de botellas de alcohol. La luz parece venir de dentro de las botellas, como si en ellas, además del líquido correspondiente, hubiera un genio con ganas de salir.
Pero no. El genio está detrás de la minúscula barra. Un hombre enorme, gordo pero proporcionado. Vestido con vaqueros y una camisola blanca sobre la que lleva un chaleco ridículamente pequeño que parece naranja con incrustaciones brillantes. Lo más llamativo es sin embargo su cara, subrayada por una larga barba blanca, frondosa y desflecada, con los ojos escondidos detrás de unas gafitas pequeñas y redondas. Tapando lo que supongo será una calva con pelos largos que le caen por la espalda lleva un gorrito indio del mismo color y estilo que el chaleco. Mientras nos pone las copas no puedo dejar de mirarle. Tiene que ser consciente de las miradas que atrae pero no se inmuta.
Nada más entrar a la izquierda, hay un estrecho pasillo entre la barra y la pared. Sobre mi cabeza, un perchero en el que todos dejan sus abrigos. Yo no quiero quitarme mi chupa de cuero negro, no quiero dejarla ahí. Para empezar las perchas están demasiado altas y no sé si alcanzaré y además, a pesar de que soy poco caprichosa para la ropa, me encanta esa cazadora y no quiero que me la roben. Tengo alma de ratero, lo sé. Siempre pienso en lo fácil que es mangar cosas y por eso voy siempre aferrada a las mías y mirando a mi alrededor como si fuera a ser víctima de un secuestro en un barrio peligroso de México D.F.
El genio de la barra es el amo y señor del garito. No parece haber más camareros ni siquiera en los pasillos que se intuyen al fondo, por detrás de las botellas luminosas. Pone las copas, recoge vasos, gestiona la caja y pone la música. El canon de Pachebel. No damos crédito. 22 minutos de melodía repetida ilustrada con un vídeo en la pantalla que corona una de las paredes de una orquesta sinfónica tocando la pieza. Mientras la conversación deriva a imaginar el momento en que Pachebel salió corriendo de su despacho gritando "Mari, no te lo vas a creer he encontrado una melodía fabulosa, es corta y no sé muy bien como seguir pero es la bomba". Y su mujer para quitárselo de encima le dijo "pues que la toquen de uno en uno y así dura más", me dedico a mirar al grupo que estaba antes que nosotros y que nos impide acomodarnos bien.
Pegado a nosotros, tan pegado que por un momento pienso que es amigo de alguien y yo no me he enterado hay un hombre gordo. Gordo sin proporción. Inmenso. Fofo. Lleva una camisa de color claro, abrochada hasta el cuello y metida en unos pantalones subidos hasta más arriba de la cintura. Es completamente calvo y tiene la cabeza perfectamente esférica. Los ojos pequeños, hundidos en unos mofletes sonrosados y alternativamente nos mira y nos da la espalda. Es un especie de cruce entre Sloth de los Goonies y Fraga en Palomares.
Mientras el Canon de Pachebel da paso a David Bowie en sus mejores momentos de maquillaje, peluquería y trajes picudos, nos movemos al fondo del pasillo. Todas las paredes del garito están forradas de posters, recortes de noticias y fotografías de cantantes, grupos musicales y algún que otro actor de los años 60 y 70. Justo encima de mi cabeza hay un recorte "Jimmy Hendrix tocará en Palma de Mallorca".
Me apuesto una mano a que allí estuvo el hombre de la barba deshilachada y el chaleco naranja antes de tener esa barba y necesitar gafas.
Después de David Bowie y mientras hablamos de sustancias alucinógenas, suena Octopus Garden de los Beatles. Me dedico, entonces, a contemplar al grupo que está justo a nuestro lado. Son extranjeros, parecen ingleses. Ellas son rubias y una de ellas lleva vaqueros de tiro bajo, se le ve un mínimo tatuaje al final de la espalda, justo al final. En uno de los hombres no me fijo, pero el otro me tiene fascinada. No es un hombre, no sé si alguna vez llegará a serlo o a tener pinta de ello. Es un chico joven y parece recién aterrizado de uno de los vídeos que se proyectan en la pantalla. Podría ser miembro de los Monty Phyton o un huésped de Fawlty Towers. Lleva un imposible jersey amarillo anaranjando y el pelo rubio apelmazado con raya al lado. El flequillo estratégicamente cruzando y aplastado sobre la frente. Completa su pinta con unas gafotas de concha que se posan encima de ese flequillo. Antiguo es la palabra que le define. Hipnótico en su rareza.
Más allá ha entrado una pareja. Él no me llama la atención más que cuando hace alarde de saberse la letra de alguna de las canciones que suenan. Ella lleva el pelo corto y una margarita blanca de tela colocada encima del flequillo. No sujeta nada, simplemente la tiene posada sobre el pelo. ¿Por qué? ¿Cómo consigue él concentrarse en lo que ella le está diciendo y no centrarse en la margarita? Yo no sería capaz.
Doy tragos a mi copa. En la pantalla un increíble Tom Jones baila con Janice Joplin. Un tema con un ritmo brutal que hace que se muevan los pies y tenga ganas de bailar. Muchísimas ganas.
De repente y sin venir a cuento, en medio de la conversación sobre viajes alucinógenos, visiones y pensamientos cósmicos, me visualizo en la barra con un hombre que conocí hace años. Nunca pasó nada entre nosotros, nunca hemos tomado una copa ni compartido una comida. Casi ni nos hemos tocado. Me viene a la mente y nos visualizo en la barra, tomando una copa, sentados en esos taburetes con el hombre del gorrito mirándonos. Sé exactamente cómo me sonreiría y como me hablaría, como se iría relajando según fuera bebiendo. Le conozco y no bailaría jamás pero me miraría sonriendo mientras yo bailara. La sensación es tan fuerte que puedo sentirle mirándome.
- Nos vamos ya. Son las mil.
Suenan los Bee Gees, Masachusetts.
En el taxi atravesando Madrid para volver a casa, llevo la sensación de la sonrisa de ese hombre pegada a la piel.
Me miro los zapatos. Me gustan mis zapatos. Ni siquiera sé que hora es y además me da igual. Apuesto a que ese hombre está durmiendo.