¿Qué le estaría contando Nehru a Edwina Mountbatten, que se ríen tanto? ¿Un chiste de cornudos?
Alex von Tunzelmann ha decidido contar en “Indian Summer” la independencia de la India desde el punto de vista de sus tres protagonistas principales: el último virrey británico, Lord Mountbatten, su mujer, Edwina, y el primer Primer Ministro de la India independiente, Jawaharlal Nehru. Es un enfoque que deja fuera la historia social y economica y buena parte de los acontecimientos políticos, pero no se le puede culpar a Alex von Tunzelmann por su elección. Parecería que la independencia de la India hubiera sido planeada por un director de casting muy competente: supo escoger a tres protagonistas de gran atractivo físico y una psicología compleja. Por si eso fuera poco, también les buscó un par de secundarios notables: el Mahatma Gandhi y Mohammad Ali Jinnah, el creador de Pakistán, un héroe para unos o el villano perfecto para otros (entre los que se cuenta von Tunzelmann).
Los personajes que protagonizaron la independencia de la India darían para un libro de psicología o para una buena novela. A falta de eso, se han encontrado con una buena historiadora. Lo que más me ha gustado del libro ha sido la manera en la que von Tunzelmann ha sido capaz de reflejar todos los matices de unas personalidades tan complejas. Lo ha hecho tan bien que los restantes 500 millones de seres humanos que vivieron los acontecimientos de 1947 quedan como un mero trasfondo del menage à trois compuesto por los Mountbatten y Nehru y al lector le da lo mismo.
Siempre había tenido a Mountbatten como un hombre fatuo, vanidoso y un poco ridículo. Alex von Tunzelmann me confirma que efectivamente lo era. Pero también era un hombre valiente, no tonto, generoso y afortunado, capaz de pensar a lo grande y tomar riesgos que políticos más tradicionales, o tal vez mejor enterados, no tomarían.
Mountbatten provenía de una rama segundona de la realeza británica y toda su vida fue aficionado a los árboles genealógicos. Por seguir la tradición familiar se creyó llamado a la marina y él sólo hizo más daño a la Royal Navy en la II Guerra Mundial que todos los acorazados alemanes. Su primera víctima fue el destructor Kelly. En cierta ocasión casi logró que volcara al hacerle cambiar abruptamente de dirección cuando iba al doble de la velocidad normal. Más adelante, metió al Kelly en un campo de minas británico, del que salió con rasguños. Unos meses más tarde, sufrió un impacto durante un tormenta fuerte y mandó un mensaje urgente: “Golpeado por mina o torpedo. No sé cuál”. El destructor Gurkha, que estaba en las cercanías, respondió inmediatamente: “No fue mina. Fui yo”. Me imagino que el radiotelegrafista debió de contenerse para no añadir “imbécil” al mensaje. Dos meses más tarde, la (im)pericia de Mountbatten logró que el Kelly fuese un blanco perfecto para varios torpedos alemanes. El Kelly no se hundió, aunque murieron 27 marineros. A Mountbatten le dieron otro barco, el Javelin, que también cuidó de que sirviera de blanco atractivo a los torpedos alemanes. Esta vez murieron 46 marineros. Mountbatten volvió al Kelly, que había sido completamente reparado, y esta vez sí que consiguió hundirlo definitivamente ante las costas de Creta.
Eso habría supuesto el final de la carrera militar de cualquier otro comandante. Pero Mountbatten estaba bien conectado y tenía una buena estrella que no se la creía ni él mismo. Hicieron una película de propaganda bélica sobre el hundimiento del Kelly. Mounbatten era tan bien parecido que debe de haber sido el único caso en la Historia en el que el actor que le representó era más feo que el personaje real. Pero lo de la película fue algo menor. Lo importante es que a Mountbatten le ascendieron a Consejero de Operaciones Combinadas. Mounbatten protestó: quería que le dieran el mando sobre otro barco. La respuesta de Churchill fue mordaz: “¿Qué esperas lograr aparte de que te hundan en un barco mayor y más caro?”
El desempeño de Mountbatten en ese cargo daría para una ópera bufa. Una de sus geniales ideas fue la de proponer la construcción de un portaaviones en un tipo especial de hielo. Pero donde jugó un papel menos jocoso fue en la planificación del desastroso ataque a Dieppe. Lo de Dieppe fue como un chiste de Lepe, menos para los 1.000 canadienses que murieron allí. En esa operación Mounbatten ideó la madre de todos los faroles: dado que los alemanes estaban esperando que desembarcasen allí y no lo habían hecho cuando les esperaban, si repetían el ataque seis semanas después, seguro que les pillarían por sorpresa. Pues bien, NO les pillaron por sorpresa.
Creo que es el Principio de Peter el que dice que una persona es ascendida hasta que alcanza su nivel óptimo de incompetencia. Un ejemplo lo tenemos en nuestra Guerra Civil con “El Campesino”. Como era un buen jefe de batallón lo ascendieron a jefe de regimiento. Como lo hizo bien al mando de un regimiendo, le pusieron a mandar una división y ahí la cagó: habían dado con su nivel óptimo de incompetencia. Con Mountbatten ocurrió al revés. Era un incompetente mandando barcos y le ascendían a Consejero de Operaciones Combinadas, donde fue igual de incompetente. De ahí le ascendieron, poniéndole al frente del Mando del Sudeste Asiático, donde su desempeño fue positivo, tal vez porque no interfirió en las operaciones militares y en cambio sacó a relucir sus dotes diplomáticas y políticas que no eran escasas. De ese puesto le catapultaron al de Virrey de India, con el cometido de conducirla a la independencia. Y sorprendentemente el torpe Mountbatten que hundía barcos, se reveló como un político imaginativo, osado y bastante snob. Esto último era esperable y se le puede perdonar.
Algunos indicios de lo que sería Mountbatten como Virrey ya los dio en su papel al frente del Mando del Sudeste Asiático. Tras la liberación de Rangún se celebró una cena. Los organizadores habían colocado al líder nacionalista Aung San en una mesa baja al final de la sala; un poco más y le ponen a servir las mesas. Mountbatten obligó a que le sentaran en la mesa principal y se brindase en su nombre en el momento de los brindis. Más aún, mientras Churchill soñaba con restaurar los fastos del Imperio británico tras la II Guerra Mundial, Mountbatten ya intuía por dónde iría el mundo de postguerra y escribió en su diario: “Es terrorífico pensar que la prensa americana e india nos miran claramente todavía como simples monstruos imperiales, apenas mejores que los fascistas y los nazis.” Y este hombre era el mismo que se cogió un berrinche de miedo porque su ayudante de campo se había equivocado con las medallas del uniforme que le había puesto en la maleta y obligó a que un avión volase desde Kandy en Sri Lanka hasta Penang en Malasia para que él pudiera lucirlas en la cena de gala que tenía esa noche.
A finales de 1946 la situación en la India se estaba haciendo insoportable para Gran Bretaña. Gran Bretaña estaba endeudada hasta las orejas con Estados Unidos. Los soldados británicos en Asia sólo pensaban en que les licenciasen y les devolviesen a Europa. Los odios comunales en la India se habían desatado. Hindúes y musulmanes estaban de acuerdo en que ya no querían a los británicos y en nada más. El Gobierno de Attlee consideró que el entonces Virrey, Wavell, un militar honesto y taciturno, del que se pensaba que simpatizaba demasiado con Jinnah, ya no servía para el puesto. Ignoro cómo llegaron a la conclusión de que Mountbatten podría ser un buen recambio. Posiblemente su desempeño al frente del Mando del Sudeste Asiático, las relaciones que había entablado con Jawaharlal Nehru y su condición de miembro de la realeza influyesen en la decisión. Otro factor sin duda fue la falta de candidatos cualificados para el puesto. Y un último motivo que no puede olvidarse: Mountbatten era un pesado y llevaba meses insistiéndole al Rey Jorge VI que su sobrino Felipe hacía muy buena pareja con la heredera al Trono, Isabel.
La primera reacción de Mountbatten fue rechazar el dudoso honor que le hacían. Por un lado, le apetecía volver a su carrera naval; aún quedaban muchos barcos en la Navy que hundir. Por otro, podía ser algo fatuo, pero no era tan tonto como para no darse cuenta de la patata caliente que le estaban pasando: salir de la India, que era un barril de pólvora, echando leches, pero con la cabeza bien alta y sin que al vacío erario inglés le costase una libra extra. Parece ser que Wavell había designado la operación con el nombre clave “Madhouse”, “Casa de locos”, un nombre tan poco diplomático como descriptivo. Al final se tuvo que rendir a lo inevitable y aceptar el cargo. No creo que ningún Virrey británico haya ido a la India con menos ganas.
Mountbatten podía perderse en bosques de árboles genealógicos, pero no dejaba de ser un observador muy fino e intuitivo de la realidad. A poco de llegar a la India, envió una carta al Primer Ministro, en la que dijo: “La escena aquí es una de tristeza sin consuelo (…) Puedo ver poco terreno sobre el que levantar una solución de compromiso para el futuro de la India. (…) La única conclusión a la que he podido llegar es la de que a menos que actúe rápidamente, podemos encontrarnos con el inicio de una guerra civil entre las manos.” Al final Mountbatten actuó siguiendo su intuición: el 3 de junio de 1947 anunció a los líderes indios que la salida de los británicos se produciría el 15 de agosto de ese mismo año. Le habían dado en Londres año y medio para llevar a cabo una misión imposible y él había reducido ese período a ocho meses. Lo mismo que en aquel letrero que tenían en aquel taller: “Lo difícil lo hacemos inmediatamente. Lo imposible nos lleva un poco más de tiempo.”
En algunos libros he leído críticas acerbas a Mountbatten por la manera acelerada con la que otorgó la independencia a la India. Incluso dicen que las limpiezas étnicas en el Punjab entre musulmanes y sikhs empeoraron por la salida precipitada de los ingleses. Pienso que esas críticas son injustas y que deberían dirigirse más bien al Gobierno británico. Mountbatten tenía claro lo que se pedía de él: clausurar la presencia británica en la India sin costes extras, sin víctimas británicas y con cierta dignidad, y eso fue lo que hizo. Y si pensamos los escasos medios puestos a su disposición, pienso que lo hizo notoriamente bien.
Las últimas semanas del Raj británico estuvieron marcadas por el problema de la Partición, la división del subcontinente entre la India y Pakistán. Éste es un tema que daría para muchas discusiones, empezando por la de si fue sensata o inevitable la creación de Pakistán. Adelanto que mi opinión es que Pakistán fue una idea que sólo se le podía haber ocurrido a un pueblo que se desayuna con “beans”, unas pequeñas alubias con sabor dulzón. Cuando uno empieza el día con ese sabón asqueroso pegado al paladar, casi se le puede perdonar cualquier idea que le venga a continuación.
La Partición tenía dos componentes. El primero era la delimitación fronteriza, sabiendo que se eligiese el trazado que se eligiese, ninguna de las dos partes estaría completamente satisfecha y ambos estados seguirían teniendo importantes minorías dentro de sus fronteras. El segundo era qué hacer con los 565 príncipes soberanos que existían. La alternativa que se les dio fue que escogiesen en cuál de los dos estados querían integrarse. Pero cuatro de los príncipes, los de Hyderabad, Cachemira, Bhopal y Travancore, dijeron que molaba más lo de ser independientes. La cuestión era peliaguda. Teóricamente los estados principescos nunca habían formado parte del Imperio británico, así pues no resultaba descabellado que quisieran ser independientes. En la práctica resultaba impensable que, por ejemplo, la India aceptase tener en el centro de su territorio un Hyderabad independiente o que viese con agrado cómo Bhopal y sus yacimientos de uranio se convertían en un estado independiente. El relato de cómo Mountbatten les fue torciendo el brazo a los príncipes indios para que se dejasen de veleidades independentistas no es demasiado edificante y a veces casi tiene un tufillo mafioso, pero así es la razón de estado: no toma prisioneros. El Maharaja de Indore huyó de su palacio para escapar a las presiones y hubo que ir a buscarlo como si se tratase de un alumno travieso haciendo novillos. Al Maharaja de Jodhpur se le advirtió en la más fina de las tradiciones de la camorra que si optaba por adherirse a Pakistán, que se atuviese a las consecuencias (esta amenaza no la profirió Mountbatten, pero seguramente compartía el contenido). El Maharaja de Travancore se vio tan presionado por Mountbatten que se inventó el subterfugio de que él no era más que el Primer Ministro del estado, ya que el verdadero Maharaja era el dios Vishnu, y claro a ver quién le pone las peras al cuarto a un dios. He de decir que la excusa no coló.
Si podemos arquear las cejas con un poco de disgusto por cómo actuó Mounbatten con los príncipes indios, cabe disculparle porque estaba intentando evitar que la India se convirtiese en un mosaico de estados de todos los tamaños. Bastante malo era ya que la India británica quedase dividida en dos estados antagónicos. Donde las excusas son más difíciles es en cómo se realizó el trazado de la frontera entre Pakistán y la India.
El trazado de la frontera entre los nuevos países se encomendó a Sir Cyril Radcliffe. En su favor jugaba que lo ignoraba todo sobre la India, lo que le daba una neutralidad imposible de otro modo. De hecho, para que su labor no se viese enturbiada por prejuicios, tenía vedado hablar con políticos indios y hasta con el Virrey sobre su trabajo. Alex von Tunzelmann cree que hay pruebas para afirmar que Mountbatten influyó sobre Radcliffe y que jugó un papel determinante para que el distrito de Ferozepur en el Punjab fuera para la India y no para Pakistán. El distrito, además de ser muy bonito paisajísticamente, tenía un gran arsenal, lo que resulta mucho más interesante que un buen paisaje. Mountbatten, que había desarrollado una gran amistad por Nehru y al que Jinnah le caía como una patada en el Gotha, abandonó el papel de árbitro que hubiera debido tener para favorecer a la India.
Mounbatten aún hizo otra jugada un pelín taimada: se las ingenió para que el trazado fronterizo no se hiciera público hasta el 16 de agosto, justo unas horas después de la independencia oficial. Así las celebraciones no se verían enturbiadas por los cabreos que traería y, además, el anuncio se haría cuando el Reino Unido ya hubiese pasado al cómodo puesto de ex-potencia colonial.
Cuando la India alcanzó independencia, Mounbatten tenía 47 años. Tiene que ser triste sentirte todavía joven y con energía y saber que tu gran momento de gloria ha pasado y que los puestos o las experiencias que vengan a continuación ya no podrán ser tan trepidantes como las que tuviste. De alguna manera el resto de sus días Mountbatten fue un hombre en busca de una gran tarea que realizar, pero esa tarea no llegó.
De los años crepusculares de Mounbatten me quedo con su etapa como Jefe de la Junta de Defensa entre 1959 y 1965. Ahí nuestro viejo amigo Mounbatten, entre snob y cretino, volvió a dar el do de pecho. Así, emprendió experimentos con chimpancés para determinar el efecto de las bombas sobre el ser humano. Como señala von Tunzelmann: “Muchos chimpancés explotados después, se determinó concluyentemente que el efecto era perjudicial.” Pidió experimentos sobre un extraño cuerpo sin ojos ni boca que apareció en la costa de Tasmania. Se trataba de un trozo de carne de ballena. También intentó promover las investigaciones sobre los ovnis.