Desde luego, en días como hoy, en los que el espíritu pulula con más garbo hacia las temblorosas anotaciones de los márgenes, las indelebles manchas de aceite y la lágrima de vino en el papel que sobre el renglón mecanografiado, una prefiere pecar de soberbia y reducir la escritura a excusa, a ataque de rebeldía. Afán, eso sí, espoleado por el artículo de Isabel GómezRivas sobre Julio Camba en Jot Down. No me resisto a incluir la gran cita –no apta para pudorosos– con la que el periodista gallego resumía su modus operandia la hora de escribir un artículo: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale”. Lo que más me conmueve de la cita es la innegable intrascendencia con la que Camba se revela contra el oficio: ¿no es, acaso, desprendiéndonos de tal responsabilidad cuando el ejercicio se puede afrontar con la libertad que requiere su práctica? La afirmación, aunque parezca inocente, coloca a una en el dilema hamletiano: ¿dejarse llevar por el romanticismo larriano o por la pose descreída de Camba? Y lo que es peor, según plantea en su artículo Gómez Rivas: ¿aferrarse a una juventud impostada o dejarse llevar por el agnosticismo de la senectud? Negar que hoy entre el “Yo y mi criado. Delirio filosófico” que Larra escribió en la Nochebuena de 1836 –tres meses antes de su muerte– y el “Yo y mi sirviente (El repórter es mi sirviente) que Camba publicó en octubre de 1906; he de reconocer mi querencia por el segundo, por esa fina ironía con la que, digámoslo toscamente, se orina sobre la profesión equiparando la intrascendencia –la labor efímera– del mozo que barre y el periodista que escribe. Para ser justos habría que aclarar que ese Larra decadente de finales de 1836, se me antoja hoy afectado, como si su patetismo dejase de ser una herramienta de acidez prosaica para convertirse en un triste convencionalismo. Su superstición hacia la Nochebuena y, en general, hacia los 24 de cada mes –fecha fatídica en la que él mismo nació–, convierte el día que le antecede en un preludio amargo y, al que le sucede, en una tensa inquietud, y así transcurren las horas cansadas, girando en torno a una negrura que no hacía más que preconizar un final injusto y desesperado.Larra –el grandilocuente– representa hoy los ideales; Camba, la conciencia impertinente, la sonrisa sarcástica e incómoda. Conviene no olvidar nunca qué cerca está el primero del suicidio y qué poco necesitamos a veces para acomodar al segundo en una confortable suite del Palace.


