Malika Favre.
Me despierto por el ruido del camión que vacía los contenedores, por el movimiento de las cortinas de rayas de colores empujadas por el viento y con la luz que entra porque duermo con las persianas subidas hasta arriba. Mis hijas duermen. Escucho, siento y veo y me quedo en la cama. Una vez conocí a un hombre que tenía que dormir completamente a oscuras, encerrado. En los hoteles que compartíamos cerraba las cortinas con una precisión casi enfermiza y al apagar la luz y darme las buenas noches se ponía tapones. No ver, no sentir, no oír. Encerrarse. Esconderse. Tenía que haberme dado cuenta de que eso era algo propio de un hombre pequeño antes de enamorarme de él aunque claro, para cuando detecté esas manías ya era un poco tarde para desenamorarse. Heathcliff no es un hombre pequeño o, mejor dicho, no estaba hecho para serlo pero una mujer pequeña, minúscula y absurda lo convierte en una piltrafa, en un miserable. También hay mujeres pequeñas pero me preocupan menos porque no corro peligro de enamorarme de ellas. Sufro leyendo Cumbres borrascosas porque no entiendo nada, porque no comparto esa necesidad de sufrir como confirmación de un éxtasis amoroso o sentimental. Sufrir está sobrevalorado. Emily Brönte exponía el sufrimiento como un éxtasis de amor y, ahora, en 2019, los deportistas motivados lo usan como arma de superioridad moral. Me desprecio a mí misma cada día que hago mi tabla de ejercicios. ¡Qué asco me doy! ¿Me siento mejor? Sí, pero eso no quita que mientras hago las series de abdominales y sentadillas esté pensando en crear una aplicación deportiva para gente como yo. Una aplicación que te diga: «No nos apetece una mierda, el deporte es asqueroso y la satisfacción moral que da es ínfima comparada con el sufrimiento pero lo vamos a hacer por cojones» y que al terminar en vez de decirte:«¡Enhorabuena!» te dijera «Hala, ya hemos terminado, a la mierda el deporte por hoy». Además, el deporte está mal pensando. «Si persistes al final verás los resultados» te dicen. Pues vaya mierda, lo que molaría es que vieras los resultados el primer día, eso sí sería motivador y no la zanahoria esa de «sufre que al final compensa» Mientras pienso todo esto mis hijas duermen. Y siguen durmiendo mientras desayuno en la terraza leyendo sobre la moda de la abstinencia alcohólica entre los grandes chefs canadienses. Me encuentro con la palabra busser que no sé que significa, la busco online y acabo recurriendo a mi adorable profesora de inglés que me contesta enseguida: «It's the person who clears and sets the tables etc. It's lower in hierarchy than being a waiter». Es la mejor y, además, hace poco descubrí su pasado como chef profesional. Mis hijas duermen. En la playa, haga lo que haga, acabo siempre detrás de una pareja de franceses que ya conozco de otros años. Son de ese tipo de parejas que llevan tanto tiempo juntos que ya parecen hermanos. El mismo tipo, el mismo tono de piel, el mismo ritmo vital. Ella se tumba, él se sienta mirando al mar. Leen, hablan, se bañan. Son altos y rubios y mayores, quizás sean belgas. Indefectiblemente también, caigo siempre en el radio de acción de dos niños rusos que tienen malísima puntería cuando juegan a tirarse arena pero son grandísimos actores cuando me miran sonriendo en plan: «pío, pío que yo no he sido» después de haberme alcanzando con sus lanzamientos. Mis hijas duermen.Leo, escucho podcasts, desayuno tostadas y bebo tinto de verano. Tomo helados, paseo en chanclas, y miro los recuerdos que Google me manda al móvil, fotos de hace tres años cuando mis hijas nadaban, hacían castillos en la arena y no estaban en hibernación. Ellas duermen con la puerta abierta, desmadejadas, como si necesitaran descansar de una batalla, de una larga marcha. Las miro aprovechando que no pueden decirme «Ay, mamá, qué pesada» y pienso que no sé si se están preparando para crecer diez centímetros este verano o acumulando sueño para cuando sean universitarias.
Creo que no se me ocurre nada para escribir, que todo lo que me viene a la mente es un post de verano, lleno de tópicos y lugares comunes sobre lo que se hace durante las vacaciones. Un post como una columna de un suplemento de verano con portada azul y amarilla y entonces leo a Natalia Ginzburg:
«Y entonces pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad es dejarse llevar por el simple juego de la observación y de la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello de lo que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas».
Yo no escribo por casualidad mientras mis hijas duermen.