Revista Pareja

Un retablo de luces y de sombras

Por Cristina Lago @CrisMalago
Un retablo de luces y de sombras

¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios (Gilbert Keith Chesterton)

¿Qué es la sombra? ¿Por qué nos acompaña? ¿Por qué la menciona tanto la señora que hace reiki en mi barrio? ¿Cómo dirige secreta y poderosamente el curso de nuestras vidas?

La sombra es el punto ciego de nuestra visión sobre nosotros mismos.

Es lo que el mundo, el entorno, la familia nos enseñó que no debía descontrolarse o en el peor de los casos, no debía ser expresada.

En los casos aún peores que el peor de los casos, a algunas personas se les enseñó algo realmente terrible: que la sombra ni siquiera debía existir.

Que si existía, que si experimentaban o sentían cosas que no eran aceptables, no serían queridos o aceptados por las personas que los rodeaban.

A menudo hablamos liberalmente del famoso lado oscuro de nuestras personalidades. No, si yo tengo mis defectos, claro. Sin embargo, y como experimento curioso, si preguntases cuáles son esos defectos, muchas personas no sabrían definirlos exactamente, ni saber de dónde vienen o cómo condicionan su vida. Aun más allá, es seguro que si preguntas a sus allegados, te lo sepan describir mejor que el propio afectado. Lo cual indica el bajísimo grado de autoconocimiento en el que se mueve una gran mayoría.

El fallo de base es, seguramente, hablar de defectos y virtudes. Mucho más acertado resultaría el término rasgos y evaluar el rango de los mismos para averiguar si son beneficiosos o perjudiciales en la vida de esa persona. Por ejemplo, hasta cierto punto el egoísmo es un actitud saludable que permite la autoprotección y el autocuidado: pero en el extremo, se convierte en una terrible tara moral que literalmente impide ver a las personas con las que interactuamos, con consecuencias generalmente desastrosas. La bondad, que es mucho más políticamente correcta, tiene el mismo problema. En una medida justa, es una cualidad espléndida, pero en exceso, se convierte en peligrosa blandenguería que a veces incluso acaba siendo cómplice – por omisión – de muchos atropellos.

Así pues, puede haber sombras en las cosas más (aparentemente) luminosas y luz en la cosas más (aparentemente) sombrías. Reconocer intrínsecamente nuestra dualidad nos acerca a lo único que importa en la construcción de nuestra personalidad a lo largo de la vida: la verdad. No ser egoístas, no ser buenos, no ser envidiosos, no ser simpáticos, no ser luchadores, o ser vagos: sino ser verdaderos. No es posible vivir en la verdad permaneciendo ignorante ante una porción tan significativa de nosotros mismos como es aquella que no podemos ver, pero cuyas consecuencias sentimos cada día.

Afortunadamente y aunque nosotros nos empeñemos obstinadamente en ignorarlo, estamos rodeados de multitud de situaciones que nos reflejan con perfecta exactitud que es eso tan misterioso de nosotros que no estamos queriendo mirar. Nuestra existencia no es un conjunto de cosas aparentemente arrojadas al azar porque tenemos muy buena suerte o muy mala suerte.

(Bueno, con quizás ciertas excepciones: por ejemplo, sufrir un atropello a menos de un conductor ebrio a pesar de estar cruzando responsablemente el paso de cebra)

Por demás, la otra gran mayoría de sucesos y especialmente, sucesos reiterativos, tienen que ver con las millones de elecciones conscientes e inconscientes que realizamos a diario. Y muchas de las elecciones inconscientes provienen, precisamente, de nuestra sombra.

Hace tiempo, trabajé con una persona casada que tenía una aventura amorosa sin que su pareja tuviera conocimiento alguno de la situación. Se trataba de alguien que había sido educado rígidamente: en su ideario infantil, había calado hasta los huesos la creencia de que tenía que ser buena. Ser buena le brindaba una serie de beneficios, pero el principal era el hecho de conquistar la aprobación (amor) de sus padres y de preservar un clima familiar perfectamente correcto de cara a la galería. Podéis imaginar los estragos que ese mensaje puede depositar en las neuronas tiernecitas de una niña pequeña, que se había pasado décadas siendo tan irreprochable que en su entorno la tenían prácticamente como una mezcla entre la Virgen María y la madre Teresa, desconocedores de la espantosa tensión y de la infelicidad constante que le suponía mantenerse siempre en ese papel.

Pasó lo que tenía que pasar. Se enamoró. La fuerza de ese amor no dio para romper su estructura familiar, pero sí para entregarse, por primera vez en su vida, a lo que no era correcto. Que ya era tremendo. No obstante, la situación de tener que compaginar su vida normal con la aventura clandestina, le provocó algo similar a un colapso narcisista: su ego, afianzado una y otra vez en la idea de que tenía que ser buena para que todo funcionase, se empezó a resquebrajar y lo que había detrás era una persona totalmente ausente de sí misma, incapaz de reconocer lo que quería hacer y vivir y en la que la culpa paralizante sustituía a cualquier capacidad de decisión.

En este caso, la enorme distancia entre lo que estaba haciendo esta persona y lo que sentía era tan drástica que su identidad se tambaleaba. En esa sombra, en esa cara oculta de la luna que le habían enseñado a esconderse a sí misma, estaba un deseo genuino de experimentar la vida como cualquier otro ser humano corriente y moliente. Equivocándose, aprendiendo por ensayo y error, tomando rutas secundarias, volviendo sobre los propios pasos y creando caminos nuevos mandando al demonio cualquier creencia que no fuera estricta y poderosamente suya.

Su incapacidad para verse, le había llevado a escoger vivir una situación que le había agarrado del cuello para ponerla frente al espejo. Por no ser mala con los demás, había acabado siendo mala consigo misma y ser mala consigo misma, la llevaría, indefectiblemente, a acabar haciendo mal a muchas otras personas.

Que era aquello que había dedicado su vida a evitar.

Éste es un claro ejemplo de como nuestras negaciones nos llevan exactamente a experimentar lo que negamos. Nos haga mucha gracia o ninguna.

¿Y cuál es el proceso para reconciliarnos con nuestra sombra? Es fácil: sólo hay que ver adónde señala nuestro ego y caminar exactamente en la dirección opuesta. La función de todas nuestras negaciones es la de protegernos de una visión de nosotros mismos que no es simpática, pintona o no cuadra con lo que nos hacen dicho que teníamos que ser. Por lo general, todos tenemos una escisión (mayor o menor) entre lo que somos y lo que pensamos que somos. Nuestra labor personal consiste en tomar el hilo y las agujas, e ir cosiendo amorosamente esas dos partes hasta que formen un todo que nos convierta en seres íntegros.

Cuando afirmamos que somos complicados o complejos, no nos referimos a que somos muy cultos, o muy listos, o muy profundos. Nos referimos – seamos conscientes o no – a la escisión. Cuanto mayor es la escisión, más complejidad experimentamos. Ocurre, de forma extrema, en los trastornos de personalidad: la escisión es tan brutal que prácticamente es como si coexistiesen en un mismo cuerpo dos personas distintas.

¿Cómo no vamos a sentir complejidad, si tenemos por ahí un lado que no vemos, no entendemos, pero que a menudo se pelea con el otro lado para hacerse con el poder? Me parece a mí que una de las cosas más conmovedoras que he escuchado a alguien es expresar el siguiente deseo: yo sólo quiero ser sencillo.

La búsqueda de la sencillez no es precisamente sencilla. Valga la redundancia. Pero como la otra opción nos trae tantas palada de vacío y soledad , merece la pena ponerse manos a la obra con ello. Cuando uno ya ha llegado a un punto en que las experiencias vitales son suficientemente reveladoras, es el momento de detenerse para hacer una amplia reflexión. En especial, antes de entrar en el ciclo habitual y seguir viviendo en la inercia tóxica que ya conocemos todos.

En ese impasse, además de trasegar lo vivido y ponerle un orden, tenemos la ocasión de irnos hacia dentro, con todas estas lecciones vitales que tan bien nos han mostrado el fallo en Matrix; e ir en busca del niño perdido al que alguien le enseñó alguna vez que debía ser tal cosa o tal otra, con el fin de cogerlo de la mano y empezar a enseñarle nuevos mensajes.

Este proceso es tan poderoso, que nos permitirá no sólo descubrirnos, sino perdonar y perdonarnos, desaprender y seguir nuestro camino, ligeritos de equipaje.

Y es que en realidad, aquella sombra que tanto negábamos y tanto temíamos, no es más que una criatura de ojos grandes que está muerta de miedo.

Sólo en este proceso encontraremos la manera de unificar la luz y la sombra y entender, finalmente, que no estamos separados, ni de lo de dentro, ni de lo de fuera.

Y quizás entonces, entenderemos, que la verdad no es buena, mala, ni culpable, ni inocente: solamente es libre.

Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma (Carl Jung)


Volver a la Portada de Logo Paperblog