Revista Cocina

Un rincón de Zamora

Por Mariano
Por razones que desconozco, sin duda erróneas, hay determinadas ciudades en España (muchas de ellas capitales de Provincia) que, pese a tener en su haber atractivos de sobra para convocar a multitud de visitantes, quedan fuera del circuito turístico habitual y rara vez nos planteamos conocerlas.
Una de ellas es Zamora, una hermosa villa bañada por el Duero, que define su paisaje, y con un profundo carácter medieval respetuosamente cuidado que la viste, especialmente en su casco antiguo, de un arraigo histórico que otras ciudades más turísticas deberían envidiar. Es curioso el silencio que circula por sus calles y que casi obliga a hablar entre susurros.

Un rincón de ZamoraY como en casi todos los rincones de este país (menos en el que yo vivo), aquí tampoco fue difícil encontrar un lugar en el que satisfacer inquietudes gastronómicas pegadas a la zona.
El Rincón de Antonio, dirigido por la batuta de Antonio González es un restaurante íntimo, de pequeños espacios tímidamente iluminados, sin barroquismos innecesarios y donde todo está en su sitio. Un servicio perfecto, tan cercano o distante como el comensal desee y sólo presente cuando uno lo necesita.
Tres menús, el aniversario (45 Euros) integrando platos históricos de la casa, el degustación (60 euros) que varía semanalmente con platos clásicos y nuevos, y el gran menú (75 euros) que quedó en el misterio.
Nos decantamos por el segundo, que empezó con un queso zamorano escabechado con nueces y crema de pera. Nos acerca el chef desde el inicio a un fetiche que borda. Unos escabeches en los que la delicadeza y la finura es su principal característica y que en este caso bañaba un queso zamorano vistiéndolo sutilmente pero sin tapar su sabor.

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Seguimos con la Hogaza de pueblo con oliva y tomate triturada, anchoa, queso de cabra con escarcha, me atrevo a decir que sin ajo, un juego de temperaturas y texturas que vimos parecido en El Corral del Indianu. En cualquier caso, un plato francamente agradable.

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A continuación llegó un salmón marinado relleno de verduras de temporada, como no, escabechadas. Aquí el pescado pasaba a un segundo plano en favor de unos vegetales en su punto de sazón, sabrosos y crujientes.

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Seguimos con Pularda en caldo corto con gamba de Huelva, ajo y mango. Plato de la jornada, para mí, por textura, sutileza y buena combinación de casi todos los registros de sabor. Una delicia. A la gamba tal vez le hubiera venido bien un punto menor de cocción, pero claro, eso ya no es para todos los públicos...

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Llegó después el orgullo de la casa, los garbanzos de Fuentesaúco al ajoarriero con boletus edulis. Un plato sencillo a primera vista pero magistralmente trabajado, donde la legumbre da lo mejor de sí en sabor y, sobre todo en textura. Justa dureza, piel inapreciable y sinfonía perfecta con los sabores del plato. Por poner una pega, yo asocio el garbanzo con la cuchara y, quizás por eso, hubiera agradecido algo de caldillo en el plato, tal vez de un sabroso fondo de los de Antonio le hubiera dado la puntilla.

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Y terminamos con una Carrillera de ternera de Aliste asada a baja temperatura, glaseada con tinto y setas. Un plato algo manido que ya difícilmente sorprende. Perfectamente cocinado y sabroso, aunque a estas alturas del menú, resultaba algo pesado.

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Menos mal que para refrescarlo dimos una segunda oportunidad a un vino que esta vez sí se lució. As Sortes, ahora en su añada 2007, se encuentra pleno, tímido en su leve pajizo y sus delicados aromas herbáceos, cítricos y especiados, pero sabroso y rotundo en boca, donde se combinaba la acidez de la godello con más nervio (algo difícil de encontrar), con la grasa y la opulencia de un Borgoña de zona fresca y un alcohol perfectamente equilibrado.

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Un vino que se fue creciendo sobremanera al respirar y coger temperatura, llegando a su punto más álgido a partir de los garbanzos.
Curiosamente hizo su mejor aportación cuando llegaron estos quesos zamoranos en diferentes puntos de maduración que dieron un buen cierre a la oferta salada.

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El postre, de nuevo, pegado a la zona con esta interpretación deconstruida del “Bollo Coscarón un postre típico zamorano que llegó en forma de crema con granizado de leche merengada, rebojo zamorano de almendra y cacao. De esos postres que nos gustan a los amantes de lo no muy dulce, y quizás no entusiasma a los más golosos como mi otra parte. Por mi parte decir que hacía tiempo que no probaba uno tan original y bien construido. Chapeau.

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Un rico final que vino rematado con un café y los sprays de Torres de Brandy y Moscatel. A mí, que quieren que les diga, me parece más efectista que práctico y un poco hortera, pero habrá a quien le guste. Yo hubiera preferido unos petit four algo más imaginativos.

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En cualquier caso la impresión fue buena y el total se resolvió por unos 150 euros. Sin sorpresas y precio ajustado en los vinos. Un restaurante muy recomendable.


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