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Un tesoro del cine mudo: La muñeca, de Ernst Lubitsch

Publicado el 18 octubre 2011 por 39escalones

Un tesoro del cine mudo: La muñeca, de Ernst Lubitsch

En plena efervescencia del expresionismo alemán, Ernst Lubitsch filmó una desternillante comedia, un mediometraje de apenas sesenta minutos, que permite viajar en el tiempo casi un siglo para carcajearse a mandíbula batiente. Y eso que el presupuesto inicial, todavía más que vigente hoy en día, pronto da un giro hacia lo fantástico, hacia lo demencialmente fantástico, para encauzar una trama que de muchos modos y maneras diferentes ha sido versionada en múltiples ocasiones por Hollywood, siempre sin la gracia del original y con una enfermiza tendencia al infantilismo. Nada de eso hay en La muñeca (1919), sino unas enormes dosis de sentido del humor, gags bufonescos de gran altura, y una ironía y una retranca propias del “toque Lubitsch”.

La cosa va, como tan a menudo en la filmografía de Lubitsch por aquel entonces, de aristocracias. El barón de Chanterelle, un anciano enfermo que ya ve acercarse el final de sus días, pretende obligar a su sobrino, futuro heredero universal de sus bienes, a contraer matrimonio y así prolongar la antigua línea familiar con un nuevo vástago. Sin embargo, el joven, tímido, retraído, acostumbrado a vivir plácidamente en un segundo plano sin llamar la atención, de pronto se ve atemorizado, atenazado por la posibilidad de verse casado con una mujer desconocida de buenas a primeras. Así que resuelve salir por piernas de la situación saltando por la ventana (magnífica, descacharrante secuencia la de su huida con una legión de jovenzuelas desaforadamente ansiosas de echarle el guante corriendo en todas direcciones tras él) y escapando como puede de una horda de féminas hambrientas de fortuna. Pero el muchacho sale de la sartén para caer en las brasas, porque sus pasos le llevan a un monasterio en el que los monjes, bastante aficionados a eso de coleccionar riquezas y lujos, pero no de compartirlos (genial, de nuevo, la escena de la comida en el refectorio, cuando mientras el abad de pone ciego deglutiendo toda clase de manjares, el chico ha de roer un penoso hueso), ven la oportunidad de forrarse de nuevo el riñón a costa del imberbe jovencito. Así que, una vez comprobada la dote que va a recibir el joven por casarse y vistos los desesperados anuncios de los periódicos en los que el anciano llama de nuevo al redil al joven a cambio de incontables beneficios, hablan al muchacho de Hilario, el creador de muñecas-robot de un aspecto tan real, que puede ser la solución al problema: haciéndole casarse con una muñeca a la que sea capaz de hacer pasar por una chica de carne y hueso para engañar así a su tío y cobrar la dote, los monjes creen tener a tiro una más que cuantiosa suma de dinero. Lo que no saben es que Hilario acaba de construir una muñeca a imagen y semejanza de su amada hija, que el joven aprendiz del taller acaba de romperla, y que es la joven muchacha la que se hace pasar por muñeca para evitarle así al niño la bronca del maestro artesano.

La película es deliciosa. Lubitsch, con su tacto habitual para la presentación de personajes con las más mínimas pinceladas, dibuja a la perfección el ambiente y la clase de personas con las que el joven convive . Más ácido es en el retrato de los monjes, estrafalarios, gamberros, cachondos, amigos de la guasa y con una jeta que se la pisan. Hilario casi parece inspirado en algunos tópicos italianos, gesticulante, amanerado, servicial y grandilocuente, con sus pelos de punta y su bigote retorcido y cuidado (otra vez fantásticos los momentos en que, consumido por la angustia y la preocupación, sus cabellos se vuelven blancos y, una vez finalizado el drama, vuelven a su natural color negro; efectos especiales muy precarios pero de lo más efectivos). La acción contiene abundantes momentos para las carcajadas, derivados muchos de ellos de la confusión entre la chica de carne y hueso que es en realidad y la muñeca que todos creen que es, algunos de los cuales –los bailes con los monjes en el monasterio-, son absolutamente chispeantes, brillantes, insuperables. Las peripecias de Hilario a la búsqueda de su hija sólo resultan comparables a la candidez y la torpeza del muchacho protagonista, incapaz de darse cuenta de que la muñeca que introduce en su dormitorio es en realidad una mujer.

Igualmente soberbia es la ambientación. Todos los escenarios de “interiores” están excelentemente diseñados, tanto en lo referente a los salones y dormitorios de la mansión (nuevamente una secuencia excelente, con todas las plañideras alrededor de la cama del anciano cuando ya parece próximo su deceso) como en el taller del maestro de muñecas y, sobre todo, el monasterio, sobrio depósito de toda clase de riquezas. Pero los “exteriores”, deliberadamente construidos para amplificar las carcajadas y la sensación de estar contemplando una bufonada deliberadamente delirante, son para nota. No sólo porque los decorados, la mayoría de cartón y papel con fachadas y mobiliario urbano pintados en ellos (para hacerse una idea, recuerdan a muchos de los decorados televisivos empleados por Narciso Ibáñez Serrador en algunos de sus programas en blanco y negro, como Historias de la frivolidad, por ejemplo), evidencian una falta de medios suplida con mucha gracia y talento, haciendo de la necesidad (o más bien de la escasez) virtud, amplificando deliberadamente la atmósfera cómica y paródica, sino también, por ejemplo, por los caballos utilizados para tirar de los carruajes confeccionados con cartones y telas, nada menos que el típico disfraz en el que una persona viste la parte delantera del caballo y se mantiene de pie, y otra se inclina para representar el cuerpo y el trasero, y se acopla a la cintura del primero. En los carruajes tirados por dos de estos “caballos”, la sensación al ponerse en marcha es sencillamente descacharrante.

Así diseña Lubitsch otra de sus impagables comedias locas, de un ritmo vertiginoso, de una engañosa sencillez, con un guión a priori simple pero lleno de recovecos y matices humorísticos, que cuenta una historia en realidad compleja acompañada de subtramas plenamente desarrolladas en apenas una hora de metraje, y con unos personajes que, empleando la mímica, su expresividad, una gestualidad muy teatral pero al mismo tiempo abiertamente cinematográfica, hacen las delicias de un público más acostumbrado a los cómicos americanos de la época y, por lo general, desconocedor de que en otras demarcaciones geográficas menos propias del slapstick, existen excelentes productos como el presente, divertidos, desternillantes, llenos de caídas, equívocos, confusiones, gags, palos, persecuciones, romance, finales felices y muchas muchas risas. Lo dicho, el “toque Lubitsch”.

 


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