Revista América Latina

Un tratado contra el hambre para el Consenso Post-Milenio

Por Jose Luis Vivero Pol

Un tratado contra el hambre para el Consenso Post-Milenio
Comer es un acto cotidiano, natural y seguro para varios miles de personas, pero son sólo una parte minoritaria. El resto del mundo, más de 4 mil millones, comen mal, por exceso y por defecto. Hay mil millones de hambrientos y mil trescientos millones de gordos y obesos. En ambos casos, su salud se ve seriamente afectada, faltan al trabajo, usan los servicios de salud y muchos acaban muriéndose. Todo ello le cuesta miles de millones a los sistemas de salud nacionales. Convivir con el hambre y la obesidad es infinitamente más caro que prevenirlas y curarlas, pues se estima que para combatir el hambre en todo el mundo sólo se necesitarían 30 mil millones de dólares anuales, y digo “sólo” porque esa cantidad es bastante modesta. A modo de ejemplo, se usaron más de 3 billones, con B, de dólares en rescatar el sistema financiero durante el 2009-2010, y las ayudas a la agricultura de Europa y Estados Unidos suponen más de 350 mil millones anuales. Miren la foto de abajo, que ayuda a visualizar el dinero. Los 10 pallets de abajo son mil millones de dólares. Pues con 30 veces esa cantidad, buenas políticas y adecuadas intervenciones, se conseguiría erradicar el hambre. Actualmente, no se llega ni a cinco mil millones luchar contra el hambre en el mundo (cinco veces la foto).      
Un tratado contra el hambre para el Consenso Post-Milenio
Además, por si el argumento económico no fuera suficiente en un mundo controlado por la racionalidad mercantilista, el hambre causa un tercio de las muertes infantiles y hoy mismo tenemos 150 millones de niños desnutridos crónicos, que ya no se van a recuperar nunca aunque coman como reyes el resto de sus vidas. Es evidente que el sistema alimentario mundial, altamente dependiente del petróleo y cada vez más controlado por unas pocas mega-compañías, no está cumpliendo su función principal, que es alimentar a los seres humanos. Deberíamos producir sobre todo para comer y no, sobre todo, para exportar. Y aunque producimos suficientes alimentos para todos, hay mil millones no pueden comprarlos. Tres cuartas partes de los productores de alimentos pasan hambre. ¿Cómo podemos aceptar seguir con este sistema disfuncional? Un sistema alimentario que además sufre dos grandes tensiones externas: por un lado el encarecimiento del petróleo del que depende casi totalmente y, por otro lado, los negativos efectos del cambio climático sobre la agricultura. Cada vez será más caro y más difícil producir alimentos, y por eso vemos ahora esa carrera desesperada por comprar tierras en países pobres y acuíferos subterráneos sin explotar.
Ya sabemos que ninguno de los cuatro Objetivos de Desarrollo del Milenio relacionados con la nutrición se va a cumplir, empezando por la reducción a la mitad del número de hambrientos. No llegaremos a la mitad porque todavía tenemos 150 millones más que cuando empezamos a contar. Además, de los 20 mil millones de dólares prometidos por el G-20 en el 2009, a desembolsar en tres años, apenas han cubierto el 22%, y en ningún caso se llegará al objetivo que marcaron sus presidentes. No hay rendición de cuentas, ni participación en las decisiones, porque ninguna de las decisiones presidenciales son vinculantes en el sentido legal de la palabra. Si no cumples los compromisos contra el hambre nadie te puede denunciar a la justicia.
Para ofrecer una solución a estos incumplimientos de promesas, a la débil voluntad política y a los escasos avances hasta la fecha, acabamos de presentar la propuesta de un Tratado Alimentario internacional vinculante, cuyo objetivo sea erradicar el hambre y la obesidad antes del 2025. Luchar contra el hambre ayuda a reducir la emigración hacia Estados Unidos, alivia las tensiones étnicas y religiosas, es rentable económicamente, incuestionable éticamente y ayudaría a globalizar el bienestar, y no sólo el flujo financiero y el internet. Este tratado traduciría los compromisos políticos volátiles en acuerdos formales entre países, dotando a la lucha contra el hambre de un armazón legal y contractual transparente, exigible y predecible.
El Tratado Alimentario podría empezar bajo el impulso de algunos países que quieran comprometerse a este objetivo, Guatemala por ejemplo, y podría estar formado por otras entidades que no sean estados soberanos, como sucede con la FIFA, la organización que rige la Web o la UICN. Los países donantes y receptores se comprometerían a realizar desembolsos financieros para programas y objetivos concretos, bien en forma de ayuda al desarrollo bien en forma de presupuestos públicos. Si incumpliesen los términos del tratado, podrían ser llevados ante un órgano de resolución de conflictos, cuyas decisiones serían vinculantes, como sucede con el Tribunal de Arbitraje del Deporte o el Órgano de Solución de Diferencias de la OMC. El tratado tendría además un sistema de doble rendición de cuentas a nivel nacional, supervisado por una institución como el Procurador de los Derechos Humanos, y a nivel internacional supervisado por un sistema de pares u otros miembros del tratado.
Las negociaciones para revisar los acuerdos de las Cumbres Internacionales de los años noventa están ya empezando, pues se acerca el 2015 y hay que preparar las rendiciones de cuentas y los nuevos acuerdos. De hecho, ya se cumplen 20 años de la primera Cumbre del fin de siglo, la Cumbre de Rio sobre el Medio Ambiente. De hecho, nos gustaría que esta propuesta se pueda presentar y debatir durante la Cumbre Rio+20, que tendrá lugar el mes que viene en Brasil. Ya se ha lanzado una propuesta similar para combatir el cambio climático, por lo que creo que este tipo de tratados pueden ser el nuevo “Consenso Post-ODM”. Cientos de millones de personas se van a morir de hambre antes de que el cambio climático llegue a hacerles daño. Pero en nuestras manos está en evitarlo. Es cuestión de voluntad.

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