Revista Arquitectura

Una casa en mi pueblo

Por Arquitectamos
Durante mi niñez, mi adolescencia y mi juventud pasaba los veranos en Seseña (Toledo), el pueblo de mis padres, de mis tíos y de toda mi familia. Allí tenía a mis primos y a mis mejores amigos. Uno de esos veranos -el de 1977 o 1978- estando en la casa de mi amigo Eduardo (llamémoslo así), su padre le dijo: -Enséñale los planos a Ramón, que seguro que le gustan.
La casa de mi amigo era de las habituales en el pueblo. Tenía paredes "de canto y barro", suelos y techumbre de rollizos de madera y yeso y cubierta de teja. Lo pasábamos muy bien en ella (sobre todo en el cobertizo del corral, donde hacíamos guateques), pero nunca me había fijado especialmente en su construcción.
Era una casa muy vieja. Tanto que los padres habían decidido comprar la era de (digamos) Alfonso el Torero y contratar a un arquitecto para que les hiciera el proyecto de una nueva.
Aquella fue la época en la que el Ayuntamiento de Seseña (a la fuerza, obligado por instancias más altas) empezó a pedir proyectos para conceder licencias de edificación. A la gente le pilló de nuevas y no le hizo mucha gracia: Era un capricho muy caro que nunca había hecho falta.
No obstante, y aunque el padre de mi amigo no era desprendido, una vez hecho el gasto estaba encantado con los planos de su nueva casa. Tanto que me los mostró con orgullo.
Yo no había visto un proyecto en mi vida (no sé si era el verano previo a mi primera matriculación en la escuela o si ya había terminado el primer curso), y me llamó mucho la atención la textura azulona de los dibujos sobre ese papel acre, amarillento y amoniacal. Recuerdo perfectamente el grafismo (por otra parte muy típico de aquella época) de las plantas y los alzados, las sombras arrojadas tan macizas, las tejas...
Las hojas de texto, poquísimas, eran de un papel muy sutil y estaban escritas con el tizne del calco. Tampoco lo había visto por entonces: Para hacer copias se componía un milhoja de esa especie de papel cebolla entreverado con calcos, se introducía en el carro de la máquina de escribir y se machacaban unos teclazos restallantes. El papel salía en relieve, tanto que lo podría haber leído un ciego con las yemas de los dedos. El sello verde del visado del colegio de arquitectos le daba a todo ese ligero y translúcido manojo un aire de importancia, de documento oficial, de póliza. Yo no tenía ni idea, pero ahí se decían cosas como "aguas residuales", "incluso transporte a vertedero" o "esquema unifilar", y eso debía se ser asunto de mucho respeto.
(Ya empezaba a haber fotocopias, que por entonces eran de papel térmico y duraban apenas unos meses antes de borrarse completamente, pero en muy pocos años se desarrollaron mucho y se impusieron).
A mí aquellos dibujos no me parecieron ni bien ni mal. No les di mayor importancia y asumí que algún diría haría yo cosas parecidas. (Bueno: Muchísimo mejores, naturalmente, pero parecidas en definitiva).
Una casa en mi pueblo
Se notaba que la casa de mi amigo Eduardo (por ponerle un nombre) era de arquitecto porque la cubierta, exenta y de planta rectangular, se cortaba en tres aguas independientes, que no tenían limas ni continuidad alguna, sino que formaban cuchillos y testeros, y, bajo ella, la vivienda se remetía por una parte por delante y por otra por detrás, formando dos porches. También se notaba su rabiosa novedad y su excitante arquitectura porque tenía una chimenea como de chalet de sierra, con el tiro por fuera y revestido de granito.
Yo por aquella época no sabía nada de nada. Quería ser arquitecto y dibujaba una y otra vez siempre la misma estúpida iglesia formada por dos parabolides hiperbólicos que hacían una cruz latina en planta, y me creía que ser arquitecto sería más o menos eso. Nunca había pensado demasiado sobre ese asunto. Me atraía mucho ser arquitecto, pero no tenía la menor idea de lo que tal cosa podía ser.
Los albañiles hicieron la casa en un tiempo razonable y mi amigo se mudó. Fui muchas veces a la casa nueva. En el porche delantero nunca jamás pasó nadie ni un minuto (ni los visitantes ni los dueños), pero en el trasero sí que estábamos durante horas.
Tampoco se encendió jamás la chimenea.
Una casa en mi pueblo Mi amigo nunca tuvo piscina. Hace muchos años que, tras fallecer sus padres, su hermana y él  vendieron la casa. Veo en la foto aérea que los nuevos propietarios han hecho una.
Lo que quiero decir con todo esto es que los padres de mi amigo me habrían encargado la casa (esa misma, o una muy parecida) si a esas alturas yo hubiera tenido la carrera terminada. Mi destino estaba escrito. Esas eran las casas que iba a hacer yo cuando acabara. Me estaban esperando.
En aquella época, que a los jóvenes les parecerá idílica, aún no éramos demasiados y -sobre todo en los pueblos- había trabajo para todos. Además había una tarifa de honorarios mínimos obligatorios bastante generosa y el colegio se encargaba de cobrarla en nuestro nombre, de hacer el trabajo sucio y de todo lo demás. Tú no tenías más que hacer alzados con sombras arrojadas (brutalmente arrojadas con el 0,8 embadurnando el papel vegetal) y escribir las ocho o diez páginas de memoria.
Lo único desagradable de todo aquello es que nadie sospechaba siquiera qué cosa era la arquitectura. No. No vinieras con monsergas, que lo que había que hacer era eso y nada más. No te iba a fallar: Ahí lo tenías para ti.
Ya en la escuela me entusiasmé con la arquitectura, me apasioné con un furor del que todavía, muy atemperado, me queda algún vago rescoldo. Y juré que yo nunca haría casas de ese tipo. Yo iba a hacer arquitectura de verdad. (Ya me había enterado de lo que era y lo tenía clarísimo).
Una casa en mi pueblo
La casa de mi amigo Eduardo (por ejemplo) estaba fuera del pueblo, justo al otro lado del borde. El casco llegaba hasta lo que se ve en la derecha de esta foto (las casas eran otras, blancas de cal, y la calle estaba sin asfaltar y llena de cantos, pero esa era la línea). Al otro lado de la calle (la izquierda de la foto) ya era campo. La casa de mi amigo se construyó en la era donde jugábamos al fútbol y donde mi primo (digamos que) Luis me había enseñado muchos años atrás a montar en bicicleta. (En ella, muy de niño, aún vi trillar y aventar, pero por entonces llevaba ya muchos años sin uso). Desde el eje de esa calle hacia la izquierda todo era aventura, exploración en bici por los caminos, libertad y también (un poco) peligro e incertidumbre.
Hoy, cuarenta y pocos años después, el pueblo sigue más a la izquierda, y más, y más. Ha crecido muchísimo y por ahí ya es muy difícil aparcar. Yo he participado bastante en el crecimiento de esa zona. (Me he esmerado en que en ninguna de las fotos que he puesto salga ni rastro de ninguna de mis obras, pero podéis haceros una idea). Seseña ha crecido una barbaridad, y lo ha hecho con las casas que ya estaban latentes en el imaginario colectivo antes de que yo empezara la carrera. De alguna forma siento que he construido las casas que me estaban predestinadas. He cumplido siempre lo que se esperaba de mí. Lo he intentado hacer con la mayor honradez y competencia (que se ha concretado, en definitiva, en calcular lo mejor posible los ipeenes y controlar en obra lo que he podido). He sido un arquitecto disciplinado y previsible. No he decepcionado a nadie. He sido siempre completamente inútil.

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