Revista Salud y Bienestar

"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales. CAPITULO 18

Por Ana46 @AnaHid46


In nature ©Andrea Andrade. -Su uso es puramente ilustrativo.

Se hace tarde. Poco a poco el sol se pone en el horizonte con tonos cobrizos. La brisa refresca pareciendo alejar de mi mente los problemas que me acosan.
Estoy en el claro de un bosque. A alrededor mío crece un pasto verde muy frondoso. Veo un viejo tronco tirado a la mitad de este bello jardín y lo uso de asiento. Una figura masculina se acerca a mí lentamente. Lo reconozco y sonrío con nostalgia. Él hace lo mismo mientras se acomoda a mi lado.
—Hola, amigo. ¿Cómo estás?, —me saluda.
—Pues… —dudo en dar mi respuesta pero después, con una sonrisa más bien forzada, contesto—. Bien, estoy bien. ¿Y tú, qué tal?
—Por la forma en cómo me dijiste “estoy bien” creo que me encuentro mucho mejor que tú. ¿Qué te pasa?
—He estado algo enfermo —respondo con desgano.
—Bueno, espero que no sea algo que una pastillita y una cucharada de jarabe amargo no pueda curar —palmea mi espalda.
—Pues —suspiro—, lamentablemente sí es algo un poco más difícil.
—No me asustes, viejo, ¿qué tienes?
—Tengo insuficiencia renal crónica.
— ¿Y eso qué significa en español?
—Que mis riñones ya no sirven.
—Ah caray. ¿Y eso es muy malo?
—Según el doctor, sí.
—Bueno, ¿qué tan malo puede ser? Los riñones pueden operarse ¿no? Las piedras en el riñón se quitan de esa manera.
—Tú lo has dicho: las piedras, pero para lo que yo tengo sólo hay una medicina: trasplante renal.
Mi amigo retrocede un poco y abre los ojos desmesuradamente. Era claro que mi respuesta lo había perturbado.
— ¿Trasplante renal? Pero, ¿no hay una solución que no sea tan… drástica?
—Según lo que dice el doctor, no.
— ¿Y qué pasaría si no te operas?
—Llegaría el momento en que las complicaciones derivadas de mi enfermedad me… tú sabes.
Agacho la cabeza, no quiero pronunciar más palabras, aunque no son necesarias; él comprende perfectamente mientras entristece el rostro y se acaricia el pecho.
Durante algunos segundos permanecemos callados mientras disfrutamos del paisaje que se brinda a nuestros ojos. Dejamos que la brisa nos refresque un poco. Los árboles se mecen de forma casi imperceptible provocando que los rayos del sol penetren a través de sus hojas haciendo figuras de caprichosas formas que se funden a nuestro alrededor.


Poco después, mi amigo me toma del hombro y con una gran sonrisa, que inspira mucha paz y confianza, me dice:
—Opérate, amigo. Estoy seguro de que todo saldrá más que perfecto.
—No es que no quiera operarme, lo que pasa es que tengo... mis dudas.
— ¿Acerca de la operación?
—Acerca de todo.
Me llevo las manos a la cara y la froto suavemente un par de veces, después sujeto mi boca y barbilla con mi diestra y miro hacia ningún lugar en específico. Mi acompañante se limita a verme y a esperar, con gran paciencia, por mi respuesta, la cual llega varios segundos después.
—Tengo miedo, tengo mucho miedo.
— ¿A algo en particular?
—A todo.
—Quisiera saber las respuestas a tus dudas, pero sólo viendo el futuro te podría contestar, y eso es imposible.
—Y yo le tengo tanto miedo al futuro.
— ¿Al futuro? —Inquiere. Mi contestación parece inquietarlo un poco.
—Sí, al futuro. Quisiera saber cómo saldría todo si… —callo un par de segundos y replanteo mi pregunta—. ¿Saldrá todo bien en la operación?
—Como te dije antes, no lo sé.
— ¿Y si muero?
—No pienses así, ten fe en que todo va a salir bien.
—No es que no tenga fe, no es que no quiera creer que nada malo va a ocurrirme, es que la muerte es un riesgo que no puedo apartar de mi cabeza.
—Pero es un riesgo que debes correr si tu deseo es vivir.
— ¿Pero y si no es así? ¿Si fallezco en la operación? ¿Si hay complicaciones antes o después? ¿Y si rechazo el riñón?
—Todos vamos a morir tarde o temprano, nadie ni nada te asegura que no lo harás y nadie puede saber ni cuándo o cómo. Quizás mueras antes, Dios no lo quiera, en algún accidente y no a causa de tu enfermedad.
—Sé que no soy inmortal, sé que ya sea de una u otra forma tengo que morir al igual que cualquier otra persona pero ¿sabes tú cuál es la gran diferencia en esto? —Él niega con la cabeza—. La gran diferencia es la ignorancia. Hacia donde voltees mirarás la actividad propia de los seres vivientes: Los árboles se mecen por el aire, las aves vuelan en libertad, los animales corren y saltan en busca de su comida, los niños juegan, los adultos trabajan y todos viven sus días sabiendo que tienen que morir pero ignoran cuándo y cómo. No piensan en la muerte porque nadie les ha dado motivos para preocuparse por ella.
—Tú también ignoras el cuándo, tú también ignoras el cómo…
— ¡Pero yo sé muy bien que el cuándo puede ser más pronto de lo que imagino y que el cómo será motivo de dolor físico, mental y espiritual!
Contesto exasperado, casi gritando. Mis nervios se han desatado y mis miedos externado. Mi amigo sólo atina a verme y mostrarse sereno ante mis comentarios.
—Piensa que si te operas, y que al salir de la convalecencia, seguirás disfrutando de tu vida, de tus seres amados. ¿Acaso has pensado en ellos?
—No entiendo a qué te refieres.
—A que, si no haces el esfuerzo en salir adelante, en luchar y no dejarte vencer, ellos serán los testigos de todo el proceso, de cómo irás decayendo hasta el final y ellos no pueden hacer más si tú no se los permites. Dales la oportunidad de ayudarte, de que te tiendan la mano, de permitirles hacer el esfuerzo para sacarte adelante, de saber que, si al final no fue posible vencer a la enfermedad, ellos hicieron todo lo que pudieron e incluso más.
—Siento que mi futuro es muy incierto.
—Al igual que el de todo mundo.
—Pero no cualquiera influye tan fuertemente en la vida de alguien más.
— ¿A qué te refieres?
—A que no sólo a mí me van a operar; también lo harán con mi padre.
—Y a él, ¿por qué?
—Porque él va a ser quién donará el riñón.
—Bueno, cierto que, si a él lo operan, tu padre también tendrá que correr un riesgo, pero no creo que alguien le esté apuntando con un arma en la cabeza para obligarlo a hacer algo que no quiera.
— ¿Y qué pasaría si yo salgo bien de la operación pero él no? ¿Qué pasaría si, por alguna razón, quedara limitado en alguna función? No podría soportar ese peso, esa culpa.
— ¿Culpa de qué?
—De que mi padre pudiera incluso morir. Eso no sería justo, no sería nada justo. Si no funcionaran las cosas para mí, pues al menos se puede decir que estaba igual o peor y que se hizo el intento, pero si le sucediera algo a él, a mi padre… no podría sobrellevar eso conmigo.
—Pero, como te dije antes, él lo hace porque quiere, porque te quiere.
—Sí… —suspiro—. Pero es muy difícil no pensar en todo esto, en los riesgos…
—Pero también piensa en que es muy probable que todo salga bien. Sé optimista.
—Es muy difícil ser optimista estando en mi situación.
—Quizás es difícil, mas no es imposible —empuña su mano y me la muestra para darme fuerzas—. Además, piensa en tu hijo y saca fuerzas de ahí para continuar con la prueba que tienes frente a ti.
—Pienso mucho en mi hijo…
— ¡Entonces no te rindas! —Me dice sonriendo y con una gran euforia en su voz.
Yo muevo la cabeza mostrando mi negativa a lo que él dijo.
—Pienso mucho en mi hijo, pero pienso en lo que tendrá que pasar si se queda sin padre…
Mi amigo me ve con cierto enojo dejando caer sus manos.
— ¡Qué idiota eres! —Afirma.
— ¿Por qué? —Cuestiono sorprendido.
—Aún no te hacen nada y ya estás seguro de que vas a morir en la cirugía.
—Es una posibilidad…
— ¡Sí, sólo es una posibilidad!, ¡pero no es la única! Qué sencillo es que te des por vencido. ¡Sé que no es fácil a lo que te enfrentas!, ¡sé que se corren muchos riesgos en la operación!, ¡sé que las cosas ya no serán igual en tu vida…! pero también sé que, si no haces el intento, entonces no vale la pena que los demás se esfuercen por ti. ¿Le has preguntado a tu hijo si él está dispuesto a quedarse sin su papá? —Yo sólo guardo silencio— ¿No, verdad? ¿Le has pedido permiso para rendirte?
—Quiero sonreír burlón por su pregunta, mas él continua rápidamente sin darme oportunidad a hacerlo— ¿No, verdad? ¿Sabes qué? Hazlo. Pregúntale a tu hijo si él está de acuerdo en que tú ya no quieras hacer más por tu vida. Dile que ya estás cansado y que tienes miedo al futuro incierto, dile que ya te resignaste a lo que pasará contigo, y sobre todo, dile que ya no tendrá a su padre a su lado, que ya no jugará con él, que ya no lo cobijará en las noches, que ya no tendrá a quien besar y abrazar como cuando te recibe por las tardes. Dile que eres un cobarde, dile que quieres morir, dile que su padre quiere morir y sí él te dice que está de acuerdo y que acepta tu decisión sin objeciones, entonces, y sólo entonces, tendrás derecho a dejar de hacer el intento por aliviar tu enfermedad. Sólo hasta entonces y no antes, sólo hasta entonces —reitera— y jamás antes.
—No sé si pueda. Los niños… a veces nos ven a los padres como los héroes de las películas: como seres indestructibles e inquebrantables que por nada del mundo se rinden, pero yo… soy sólo un ser humano… un simple y común ser humano… Yo no soy un héroe.
—Nadie te pide que lo seas —su voz se suaviza.
—Tengo miedo, demasiado.
—Al igual que todos los que enfrentan un problema en el que está en riesgo su salud y su vida.
—No quiero que me operen.
— ¿Y tú crees qué todas las personas que están en una situación similar, sí? ¿No te has puesto a pensar que no eres el único que enfrenta esta enfermedad? ¿No has pensado que hay quien realmente está sufriendo pero trata de no rendirse? Hay quienes de verdad tienen motivos para decir que ya no pueden continuar pero al contrario, siguen intentándolo, siguen con coraje en el corazón, siguen adelante sin importarles si vuelven a caer, lo importante para ellos es ponerse de pie y seguir con sus vidas y con sus ilusiones.
—Pero, cada persona es diferente.
—Y cada persona tiene que vivir su enfermedad de manera diferente. Tú estás enfermo, sí, ¡pero tienes esperanzas! aunque éstas signifiquen dolor y convalecencia. Hay para quienes su única esperanza es la muerte, pero tratan de continuar hasta más no poder. Hay quienes sufren de dolores extremos durante el día y la noche y que ni siquiera la droga más potente alivia su pena de manera definitiva, pero no se rinden y continúan peleando hasta que Dios se acuerda de ellos.
—Sí. Veo que mucha gente que afronta sus problemas, y aún después de perder alguna extremidad o algo más, tienen el coraje de levantarse y de no permitir que el mundo los haga caer. Yo no soy como ellos, no tengo el valor.
— ¿Y quién sí lo tiene? Nadie puede saber lo que es capaz de hacer hasta no intentarlo. Quizás tú puedas encarar tu problema como si fuera sólo un bache en el camino y no como un precipicio sin salida, sólo que aún no lo sabes.
—Pero qué tal si esto es precisamente eso: un precipicio.
—Entonces camina a los lados y busca un lugar por el cual saltar, o baja hasta el fondo y luego asciende al otro lado.
— ¿Y si muero en el intento?
—Todos vamos a morir algún día y es mejor decir que moriste afrontando tus temores y no que lo hiciste recostado en una hamaca, sin hacer el mínimo esfuerzo por salir adelante.
—Yo no quiero morir.
—Pues ya te fregaste —ambos sonreímos—. Lo único que tenemos seguro es la muerte, todo lo demás son como las piedritas de colores que juntan los niños por la calle: sólo cosas para coleccionar, para atesorar, para cuidar mientras llegamos al final de ese camino.
—Yo no soy un héroe —redundo mis palabras.
—No, no lo eres. Sólo eres un ser humano más, común y corriente, pero debes tener una cosa en mente: Si tú no haces el esfuerzo, entonces ¿quién lo hará por ti?
Lo veo fijamente mientras él hace lo mismo. Sus ojos reflejan la determinación que sustentan sus palabras, los míos… creo que sólo muestran una gran confusión, pero también siento que dejan asomar un ligero brillo de luz al comprender qué era lo que me decía.
Abrí los ojos de golpe al tiempo que el semáforo cambiaba a luz verde. Casi mecánicamente reaccioné y avancé las últimas cuadras que nos faltaban para llegar a nuestro destino. De forma drástica recordé toda la conversación interior que había tenido en aquel abrir y cerrar de ojos con aquel personaje que trajo mi subconsciente y, sin saber cómo, parecía que todo había cambiado por completo: las calles eran las mismas pero lucían diferentes, como si las bañara una luz tenue y cálida; la gente seguía como siempre: caminando rápido o despacio pero al verlas me parecían que su actitud era más amable.
Poco a poco el edificio donde me operarían se asomaba sobre los demás, pero ya no lo vi como un monstruo que terminaría conmigo lentamente, lo visualicé como una esperanza de vida.
“Si Dios quiere —reflexioné—, todo va a salir bien, pero si no es así… ¡peor estaba! No voy a dejarme caer.”
Llegamos y estacionamos el carro. Le entregué las llaves a mi esposa y después caminamos a la entrada del hospital. Entramos y sólo me di un segundo para seguir adelante.
“Pues bien —pensé—, lo que se vaya a pelar, que se vaya remojando, ya ni modo. “
Con esto no quiero decir que ya no había miedo en mí, la verdad me sentía aterrado, pero por fin estaba seguro de qué era lo que tenía que hacer: operarme y seguir adelante hasta que ya no se pudiera hacer más.
“Aquí vamos, a echarle ganas, a no rendirme —recordé a mi niño de dos años y medio y gané fuerzas al visualizar su mirada y su sonrisa en mi mente—. Y como dicen en el ruedo… ¡Va por ti, mi niño! ¡Ánimo y vamos pa’ adelante! ¡Y duela lo que duela!... pero espero que no duela mucho.”
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Próximamente. capítulo 19
Ana Hidalgo

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