Revista Cultura y Ocio

Una historia verdadera, el primer bar que se fue

Publicado el 01 mayo 2015 por Molinos @molinos1282
Una historia verdadera, el primer bar que se fueCada vez que paso por delante, de camino a la Estación o bajando al pueblo, me sorprende que ya no esté. Bueno, estar está. Es una casa de granito típica de Los Molinos, justo enfrente del buzón, a mano derecha cuando bajas y a la izquierda cuando subes y enfilas el último trecho de cuesta; el trecho en el que cuando iba en bici me sentía latir el corazón y me prometía a mí misma que aguantaría sin bajarme de la bici y eso querría decir que el chico que me gustaba me haría caso. (¡Bájate de la bici, pequeña Moli!, eso no funciona nunca, nunca te hacen caso). La casa está. Es gris, maciza, con cubierta de tejas y un muro de piedra, con una verja verde, que hace de tapia. La puerta de la casa está en medio de la fachada, con ventanas a los lados. Es la casa que dibujas cuando no sabes dibujar casas, la casa ideal, la idea que aparece en tu cabeza al decir “casa”. El edificio permanece, incluso el toldo verde de aquellos años sigue intacto, recogido en la pared; pero ya no es. Paso, miro, veo y pensándolo ahora creo que es como mirar un cadáver: está pero ya no es. Y siempre la misma sensación de sorpresa, de incredulidad aunque hayan pasado 20 años. La Perla. Así se llamaba, "Bar La Perla". ¿Por qué le pondrían ese nombre? En aquellos tiempos ni me lo planteaba, ahora lo asocio al relato cursi de Steinbeck, a collares, a ostras... pero ¿por qué un bar en Los Molinos tenía ese nombre? Nunca lo pensé. El bar lo regentaba Pepe "Perla" y su mujer, Carmen "Perla", estaba en la cocina ayudada por su madre, Creo recordar que se llamaba Palmira y que debía tener 120 años. Al bar se entraba por la puerta de la fachada y era un local lúgubre y oscuro. Atestado de humo siempre, el humo de los pitillos (¿por qué ahora se dice cigarros?) y el de la cocina, a los que en invierno se sumaba el de la estufa que calentaba el comedor.  A la izquierda estaba la barra en un extraño ángulo, dejando un pequeño pasillo en el que apenas cabía una mesa entre la barra y la fachada de la casa. La barra era territorio de Pepe: culé hasta la médula, cascarrabias, enfurruñado y tacaño de manera legendaria; "eres más rata que Pepe Perla" decíamos. Lo recuerdo con el pelo peinado con raya al lado, muchas arrugas y siempre una chaqueta de lana, una rebeca como se decía entonces, o un jersey de pico. Lo recuerdo mayor pero si ahora hago los cálculos es posible que cuando yo le conocí no tuviera más de 45 años. Los niños le teníamos pavor porque siempre nos recibía con un bufido: ¿Qué queréis ahora? ¿Un vaso de agua?  ¿Y por qué no bebéis en vuestra casa? Nos sentíamos extrañamente poderosos cuando podíamos entrar con una moneda de 5 duros, esperar a que ladrara, ¿Qué queréis ahora?, y entonces levantar el dinero triunfantes y decir: 5 Koyak. El dinero amansaba a Pepe. Más allá de la barra, a la derecha, se extendía el comedor: mesas de madera oscura, con sillas a juego y al fondo la televisión de esquina subida a una estantería. Siempre puesta, siempre las noticias, o el fútbol o informe semanal. En las mesas, si no era la hora de comer, se sentaban los jugadores de dominó y cartas. Los de dominó nos fascinaban. Hombres grandes, con barba, fumando y bebiendo sin parar concentrados en jugar a algo que a nosotros nos parecía casi de niños pequeños. Golpeaban con fuerza la mesa con las fichas, unos golpes terribles dados con mucha rabia y se gritaban cosas horribles, enfurecidos. No entendíamos nada, pero cuando jugábamos en casa también dábamos golpes y decíamos cosas como: ¡cierro los pitos! y nos entraba la risa. ¿Alguien juega todavía al dominó en los bares? Pasada la barra, a mano izquierda, una puerta que siempre estaba abierta daba a un pasillo estrecho en el que estaba el teléfono y que llevaba a la cocina, los dominios de Carmen. Allí había luz, no recuerdo si natural, que entraba por las ventanas de la fachada posterior, o de bombillas siempre encendidas. Siempre había humo también, y olor a patatas fritas, a huevos, a filete de ternera a la plancha y a tortilla de patata. Cuando llegábamos el sábado a mediodía, muchas veces íbamos a comer allí: - Pepe, ¿podemos comer? - Por mi no, pero a ver qué dice Carmen. Carmen siempre decía que sí y siempre comías lo mismo: sopa castellana, tortilla, filete o huevos. La Perla era un ancla, un clásico, un sitio que no podía desaparecer. Pepe siempre amenazaba con jubilarse, cerrar el bar "porque esto no hay quien lo aguante" y marcharse. Nosotros, niños, no le creíamos, ni lo pensábamos, era algo imposible y si ocurría sería en un futuro muy muy lejano. Ahora vivo en ese futuro muy lejano, Pepe murió y Carmen es una ancianita a la que hace tiempo que no veo. La Perla ya no existe y cada vez que paso por delante me sorprende que ya no exista. Muchos otros bares y lugares han desaparecido de mi vida, pero La Perla fue el primero y el hecho de que el edificio permanezca intacto lo hace aún más raro... 20 años después. Es al mismo tiempo un recuerdo de mi niñez y un recordatorio de que nada es lo mismo. Al pasar por delante conduciendo mi propio coche me siento como la niña de 12 que echaba los pulmones en su bicicleta para llegar y pedirle un vaso de agua a Pepe. 
¿Es que en tu casa no hay agua?

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