Pero a pesar de la riqueza de esas obras en las que se encuentra la contemplación de la naturaleza al lado de la acción, al lado de individuos que no son solamente nombres de personajes, pensaba yo hasta qué punto participan, sin embargo, sus obras de ese carácter de ser siempre incompletas -aunque maravillosamente- que es el carácter de todas las grandes obras del siglo XIX; de ese siglo XIX cuyos más grandes escritores han fallado sus libros, pero mirándose trabajar como si fueran a la vez el obrero y el juez, han sacado de esta autocontemplación una belleza exterior nueva y superior a la obra, imponiéndole retroactivamente una unidad, una grandeza que no tiene. Sin detenernos en el que vio a posteriori en sus novelas una Comedia humana, ni en los que a unos poemas o a unos ensayos disparatados les llamaron La leyenda de los siglos y La biblia de la humanidad, ¿no podemos, sin embargo, decir de este que tan bien encarna el siglo XIX que las mayores bellezas de Michelet hay que buscarlas, más que en su obra misma, en las actitudes que toma ante ella; no en su Historia de Francia o en su Historia de la Revolución, sino en sus prefacios a estos dos libros? Prefacios, es decir, páginas escritas después de los libros y en los que los juzga, y a los que hay que añadir acá y allá algunas frases que comienzan generalmente por un “me atreveré a decirlo”? que no es una precaución de sabio, sino una cadencia de músico. El otro músico, el que me embelesaba en este momento, Wagner, sacando de sus cajones un trozo delicioso para ponerlo como tema retrospectivamente necesario en una obra en la que no pensaba en el momento de componerlo, componiendo después una primera ópera mitológica, luego otra, otras más, y dándose cuenta de pronto de que acababa de hacer una Tetralogía, debió sentir un poco de la misma embriaguez que Balzac cuando éste, echando a sus obras la mirada de un extraño y de un padre a la vez, encontrando en una la pureza de Rafael, en otra la sencillez del Evangelio, se le ocurrió de pronto, proyectando sobre ella una iluminación retrospectiva, que serían más bellas reunidas en un ciclo en el que reaparecieran los mismos personajes, y dio a su obra, así acoplada, una pincelada, la última y la más sublime. Unidad interior, no falsa, pues se hubiera derrumbado como tantas sistematizaciones de escritores mediocres que, con gran refuerzo de títulos y de subtítulos, aparentan haber perseguido un solo y trascendental propósito. No falsa, quizá hasta más real por ser ulterior, por haber nacido en un momento de entusiasmo, descubierta entre fragmentos a los que no les falta más que juntarse; unidad que se ignoraba, luego es vital y no lógica, unidad que no ha proscrito la variedad, que no ha enfriado la ejecución. Es como un fragmento compuesto aparte (pero aplicado esta vez al conjunto), nacido de una inspiración, no exigido por el desarrollo artificial de una tesis y que viene a incorporarse al resto. Antes del gran movimiento de orquesta que precede al retorno de Isolda, la misma obra ha atraído a sí el son de flauta medio olvidado de un pastor. Y, sin duda, así como la progresión de la orquesta al acercarse la nave, cuando se apodera de estas notas de la flauta, las transforma, las asocia a su exaltación, rompe su ritmo, ilumina su tonalidad, acelera su movimiento, multiplica su instrumentación, así el propio Wagner exultó de alegría cuando descubrió en su memoria el son del pastor, lo agregó a su obra, le dio todo su significado. Por lo demás, esta alegría no le abandonó nunca.
Marcel Proust
La prisionera
En busca del tiempo perdido
Imagen: Marcel Proust
Olivier Carpent