“ [En el proyecto de Constitución europea] la democracia representativa queda reducida a algo fantasmagórico, pues el órgano de representación directa del ciudadano no tiene iniciativa legislativa [...]. El proceso legislativo europeo es así el de un Estado de excepción permanente en el que la función legislativa queda acaparada por las dos ramas del ejecutivo (Comisión y Consejo) [...]. Los principios de Maastricht [...] quedan convertidos en preceptos constitucionales. Esto significa que, mientras siga en vigor esta Constitución no sólo resultará imposible una política de ruptura con el capitalismo, sino que incluso el reformismo socialdemócrata más tibio quedará fuera del marco constitucional. Es poco compatible con cualquier sentido del término democracia el que la voluntad del pueblo soberano no pueda prevalecer sobre un orden económico determinado ”
Despertaron notable interés hace algunos meses unos supuestos comentarios de José Manuel Durao Barroso acerca de posibles estallidos sociales violentos y el “colapso” de la democracia en varios países de la Unión Europea en caso de que no prosperasen los planes de ajuste impuestos por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional para su rescate financiero. Que se tratase de una anécdota de difícil verificación (y, en el peor de los casos, fuesen palabras pronunciadas en el transcurso de una conversación informal), limitaron el alcance de la polémica, que quedó circunscrita a medios y redes sociales digitales de la izquierda y no llegó a ocupar las portadas que sin duda hubiera merecido de haberse tratado de una declaración oficial del cuarto hombre de las Azores y actual presidente de la Comisión Europea.
Ninguna de estas circunstancias concurre en el caso de la extensa entrevista que el ministro griego de Economía, Theodoros Pangalos, concedió hace pocas semanas a un medio español ( El Mundo , 26/06/2011), en la que afirmaba: “ Salir del euro significaría que, al día siguiente, los bancos estarían completamente rodeados de gente aterrada tratando de sacar su dinero, el ejército tendría que protegerlos con tanques porque la policía no sería suficiente, habría revueltas por todos lados, las tiendas estarían vacías, algunas personas se lanzarían por la ventana… ”. No hace falta exprimir demasiado estas palabras para advertir la franca y gruesa amenaza que subyace a la fábula apocalíptica: si el pueblo griego lograse frenar los planes de ajuste que sus políticos griegos defienden, los políticos griegos lanzarían al Ejército griego contra el pueblo griego, esto es, darían un golpe de Estado para sofocar la voluntad democrática de su pueblo. Un golpe de Estado -no sería el primero- ejecutado bajo la excusa meliflua de que “ la policía no sería suficiente ” para mantener el orden público, con la que pretende soslayarse la extrema gravedad de una decisión semejante -en términos tanto de violencia conceptual sobre el edificio jurídico democrático, como de violencia material en aquellas calles y plazas en que tanques armados y ciudadanos desarmados llegasen a confrontarse, de haber finalmente persistido estos últimos en su voluntad de abandonar una moneda y un área de convergencia económica en la que (al menos formalmente) entraron de modo voluntario, pero que ahora no pueden voluntariamente abandonar, so pena de desencadenar una guerra civil.
Tanto o incluso más que las palabras del deslenguado ministro Pangalos – “ tengo 73 años, estoy al final de mi carrera política y digo lo que pienso ”-, retumba el sonoro desinterés con que la clase política y periodística europea reaccionó ante una declaración de intenciones que, en una sociedad democrática mínimamente saludable, hubiera supuesto un escándalo monumental. Aunque, a estas alturas, ya nadie dotado de un mínimo de sensatez política y honestidad moral atribuiría semejante estatuto de buena salud democrática a la presente Unión Europea.
Es cierto que las orugas de los tanques aún no dejan sus marcas sobre el asfalto caliente de las calles de Atenas, pero la violencia hace ya tiempo que comenzó. Amnistía Internacional ha denunciado graves abusos policiales contra los manifestantes que desde la plaza Syntagma han contestado las medidas de ajuste impuestas por la casta política griega, primero beneficiaria del saqueo de las arcas públicas y ahora beneficiaria del ajuste ultraliberal con que aquel dice pretender subsanarse (antes y después, es preciso recordar, en complicidad necesaria con la casta corporativa europea, y ante la indiferencia de los órganos de dirección política de la UE -una realidad que Daniel Cohn Bendit, otra vez Danny el Rojo durante unos excepcionales y vibrantes minutos , resumió en su célebre intervención sobre la crisis griega en la Eurocámara: “ ¡Somos unos absolutos hipócritas! ¡Les prestamos dinero a los griegos para que nos compren armas! ”). En diciembre de 2008, la policía griega asesinó al estudiante de 16 años Alexandros Grigoropoulos, desencadenando una imponente ola de protestas en todo el país, que coincidieron y se entremezclaron con las protestas de cientos de inmigrantes sin papeles sometidos a condiciones inhumanas en la clandestinidad o en centros de retención. Ninguno de estos hechos fue un obstáculo para que distintos países de la Unión Europea, con Alemania a la cabeza, siguieran suministrando los ingentes arsenales en que Grecia invierte un porcentaje disparatadamente elevado de su presupuesto público, en muchas ocasiones (como sucedió en el caso de los carísimos sistemas de defensa vendidos por la alemana Siemens con motivo de los JJOO de Atenas), mediando sustanciosos sobornos a políticos griegos (recientemente Siemens fue acusada por fiscales norteamericanos de un total de 4.283 casos documentados de soborno en todo el mundo, por un valor agregado de unos 1.300 millones de euros; el eurodiputado Lothar Bisky declaró : “ La empresa más corrupta que hay en Grecia se llama Siemens ”).
Y es que, e n medio de este lodazal moral y político que es la Europa del poder neoliberal, ¿a quién iba a molestar la muerte accidental de un joven anarquista griego? ¿A los numerosos países europeos -Polonia, Portugal, España, Reino Unido, Rumanía,…- que, en distinto modo y grado, cooperaron con EEUU en la creación de una red de presidios secretos, algunos situados en pleno territorio de la UE, en los que cientos de personas secuestradas por la inteligencia norteamericana eran torturadas (tal y como documentaron fundamentadas investigaciones periodísticas primero, un demoledor informe elevado por el diputado Claudio Fava a la Eurocámara después, y finalmente, los cables diplomáticos filtrados por Wikileaks, sin que por nada de todo ello se le despeinara una sola cana a la impávida casta política europea)? ¿A la Francia de la deportación forzosa en convoyes especiales de poblados enteros de gitanos rumanos, a la Italia en que bandas paramilitares aterrorizan los asentamientos de migrantes, a la España que mantiene a cientos de “sin papeles” retenidos en una red de Centros de Internamiento de Extranjeros de condiciones infrahumanas, reiteradamente denunciadas por las principales ONG? ¿A la euroemperatriz Ángela Merkel, que vendió recientemente 200 carros de combate Leopard III -al precio de 3 millones de euros por unidad- a la autoritaria y corrupta monarquía saudita (que los emplea para, por ejemplo, aplastar al movimiento democrático en su vecino Bahrein) y que ha impuesto a Europa un plan de (quiebra y) rescate de Grecia diseñado al milímetro, como reveló la televisión pública alemana WDR, por los ingenieros contables del Deutsche Bank? ¿Al Banco Central Europeo, que hoy preside el italiano Mario Draghi, ex-vicepresidente para Europa de Goldman Sachs (emporio financiero globalizado que durante años ayudó a los corruptos políticos griegos a travestir las maltrechas cuentas públicas para poder seguir endeudándose, a la vez que vendía productos financieros que permiten a los especuladores lucrase hoy del encarecimiento de la deuda griega), y que jamás se ha interesado activamente en ninguno de los gigantescos escándalos paneuropeos protagonizados por corporaciones industriales o financieras (como Siemens o Clearstream), ni en la viscosa infiltración de las tramas mafiosas en la economía europea (como reiterada y desesperadamente vienen denunciando, entre otros, Roberto Saviano, Beppe Grillo o Petra Reski)? ¿A los 15.000 lobbystas que revolotean en Bruselas en torno a los políticos y funcionarios de la UE, muchos de ellos en representación de esos casi invisibles grupos transeuropeos de presión corporativa con hilo directo con la Comisión Europea, como la Unión de Confederaciones de Industrias y Empleadores de Europa, la Mesa Redonda Europea de Industriales o la Asociación Europea de Industrias Aeroespaciales y de Defensa, entre varias decenas o cientos más (esas “ discretas placas de color dorado oscuro en los accesos de impersonales inmuebles del barrio europeo de Bruselas ” que describe Karel Bartak , de las que jamás han tenido noticia el 99’9% de esos mismos europeos sobre cuyas vidas mantienen una poderosa influencia)?
El déficit democrático de la UE (materializado en la ausencia de legitimidad representativa de la Comisión Europea, la ineficacia del Parlamento Europeo, la falta de control político del Banco Central Europeo, el creciente poder de las corporaciones,…) es desde hace mucho trending topic de la prensa europea, que publica cada año centenares o miles de artículos al respecto, entre el completo cinismo de la clase política y la completa indiferencia de la ciudadanía , y sin que jamás las tempestades suscitadas por tales pronunciamientos desborde los estrechos límites de la tetera de la “opinión publicada” y quienes viven de ella. Basta ojear los voluminosos informes que incluso organizaciones tan moderadas como Amnistía Internacional o Human Rights Watch dedican a los estados de la UE para certificar que, muy a pesar del consabido discurso propagandístico de la “Europa como espacio de libertades”, existe también -y evidentemente interrelacionado con el anterior- un importante déficit en materia de respeto de los Derechos Humanos por parte de los poderes públicos, que ciertamente se acrecienta a raíz de la “guerra contra el terror” tras los atentados del 11-S, pero del que con anterioridad a esa fecha podemos encontrar expresivos indicios, como la violentísima represión en 2000 y 2001 de las movilizaciones antiglobalización de Gotemburgo, Barcelona y, finalmente, Génova (donde miles de manifestantes contra la cumbre del G-8 fueron gaseados, apaleados, secuestrados y torturados por la policía italiana -con el auxilio de otras policías y servicios de información europeos- y el joven Carlo Giuliani murió asesinado, como Alexandros Grigoropoulos, de un disparo policial a bocajarro). Más recientemente, la UE ha adoptado una Estrategia de Seguridad Interior que -en la línea del Acta Patriótica estadounidense o la Ley de Partidos española- abre un amplio margen legal para la sistemática represión “anti-terrorista” de la disidencia política -una represión que en Europa es administrada de forma todavía ocasional y selectiva, pero que ya ha exhibido su perfil más acongojante en casos como el acoso a investigadores independientes como Denis Roberts, Thierry Meyssan o Julian Assange, el desmantelamiento del núcleo anarquista de Tarnac en Francia, el espionaje y las infiltraciones policiales en los movimientos medioambientalistas británicos, las escuchas y seguimientos de la Oficina de Defensa de la Constitución alemana sobre los líderes del partido Die Linke, la operación policial contra los hacktivistas de Anonymous en España,… A cambio de toda la soberanía económica cedida al nuevo poder administrativo-corporativo europeo, y amparados (cuando no azuzados) por este, los Estados nacionales de la UE han recobrado músculo represivo y se han liberado de cortapisas legales garantistas -de lo que es síntoma significativo el recurso cada vez más habitual a fuerzas militares para efectuar tareas policiales, como hemos visto en escenarios tan dispares como los puertos griegos (para inmovilizar a la Flotilla internacional de la Libertad hacia Gaza), los barrios de la periferia parisina (tras las protestas juveniles contra la violencia policial) o los aeropuertos españoles (durante la huelga de los controladores aéreos). Con cada vez más frecuencia y naturalidad, ese “ estado de excepción permanente ” del que habla John Brown deja a un lado la toga republicana y los coros de Beethoven con que encubre sus características autoritarias, para ceñirse el uniforme y entonar melodías más violentas y tenebrosas -como, por ejemplo, esas siniestras canciones mussolinianas que en julio de 2001 algunos activistas contra el G-8 fueron obligados a cantar durante sus horas o días de secuestro en las comisarías de Génova.
Partiendo de este escenario previo ya plagado de sombras y ángulos muertos… ¿podría la presente crisis económica tener como efecto colateral el inclinar aún más la pendiente autoritaria por la que hace años se desliza la Unión Europea, rematando el sueño de prosperidad de la zona económica común en una pesadilla política autoritaria, en la que la pretendida inevitabilidad de los planes de ajuste neoliberales -frente a la cada vez más extendida y organizada indignación de las gentes y pueblos de Europa- se convierta en excusa para una regresión democrática generalizada y violenta? Hasta la fecha, la respuesta de la ciudadanía europea al saqueo de sus economías y el desmantelamiento de sus derechos sociales y laborales se ha visto enclaustrada en los respectivos ámbitos nacionales, y rara vez ha ido más allá de la expresión testimonial del descontento, limitaciones que la hacen -sin en absoluto infravalorar su positivo valor intelectual y moral- radicalmente insuficiente para, en el áspero terreno de los hechos, desbaratar el curso de las cosas diseñado desde el comando neoliberal europeo colegiado por corporaciones y gobiernos. Si estas limitaciones se superasen, y un auténtico movimiento paneuropeo de desobediencia civil activa -y vocación abiertamente destituyente- plantase cara a la gestión neoliberal de la crisis europea y sus artífices -al modo, por ejemplo, en que los movimientos populares argentinos se echaron a las calles en diciembre de 2001, para deponer a un gobierno no mucho más despótico ni corrupto que la actual dirigencia de la UE-, ¿qué podría suceder? ¿Qué nivel de represión debería confrontar un movimiento así? ¿Podría seguir confiando, como ahora mayoritariamente confía, en que esa represión siguiese estando limitada -al menos como marco normativo, pues nadie que conozca las calles desconoce las excepciones- por las concepciones garantistas del mantenimiento del orden público vigentes en Europa después de la II Guerra Mundial? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar los “ poderes salvajes ” del neoliberalismo (en afortunada expresión del jurista italiano Luigi Ferrajoli ) para mantener a raya a las multitudes afligidas e indignadas por sus desmanes, si se generalizasen a escala continental prácticas como la obstrucción de desahucios hipotecarios y detenciones de migrantes sin papeles -como las que estas pasadas semanas se están registrando en distintas ciudades españolas-, o floreciesen en la esfera pública otras formas de acción colectiva como la toma de fábricas desocupadas o la expropiación de productos de primera necesidad?
En un texto de 1978 (escrito, pues, a la luz reconfortante de la extinción de las dictaduras griega, portuguesa y española) Adam Schaff reconocía que “ con la perspectiva de la revolución, aumenta también el peligro de la contrarrevolución ”, pero añadía que, en el escenario de la Europa liberal desarrollada, “ resultaba cuando menos exagerado ” pensar que ante un fuerte crecimiento de las fuerzas anticapitalistas, las clases dominantes responderían con una “ contrarrevolución armada ”, como la comandada por el general Augusto Pinochet contra el gobierno del Frente Popular de Salvador Allende en Chile. Es posible que el doctísimo Schaff hubiese matizado esta afirmación de haber tenido acceso a toda la documentación de que hoy disponemos sobre la Red Gladio y las operaciones Stay Behind de las falanges secretas de la OTAN en Europa durante toda la Guerra Fría, o simplemente hubiera atendido a los sucesos de la Italia y la República Federal Alemana de la época, la llamada “estrategia de la tensión” o represión brutal y sistemática de la izquierda política, sindical e intelectual revolucionaria (en ambos casos, contrarrevoluciones armadas de baja intensidad que ya estaban sucediendo cuando Schaff ni siquiera las consideraba probables). Podía ser esta de Schaff, en todo caso, una opinión comprensible en una Europa en que las fuerzas del trabajo todavía tenían de su lado partidos socialdemócratas y comunistas fuertes vinculados a sindicatos de clase fuertes, grandes medios de masas de orientación progresista e influyentes intelectuales críticos. Nada o casi nada de todo eso existe ya para contrapesar al poder capitalista europeo y sus violencias. La “ violencia del poder privado ” (como denominan los juristas Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey ) ha sido hasta ahora, en este primer tramo de refundación neoliberal del proyecto europeo, sobre todo violencia económica, que ha convivido sin aparentes problemas con una conflictividad política muy limitada (de la que se han sorprendido incluso experimentados profesionales del poder como Romano Prodi : “[En circunstancias como las actuales] hace 20 años, en España o en Italia habríamos tenido una revolución, ahora no ha pasado nada ”). ¿Seguiría siendo así en un segundo tramo en que las expresiones populares de disconformidad sí llegasen a constituir un obstáculo efectivo para la aplicación de los planes de ajuste y, en consecuencia, para la gobernabilidad neoliberal de la Unión Europea? ¿Qué forma tomaría entonces la violencia del poder privado?
La noche del 20 al 21 de julio de 2001, pocas horas después del ase sinato de Carlo Giuliani en la plaza Alimonda, la policía italiana allanó la Scuola Díaz en la que descansaban cientos de manifestantes, salvajemente agredidos durante su detención y luego torturados en las comisarías. Se habló entonces de “la noche chilena de Génova”. Diez años después -sin que, por supuesto, aquellos hechos de Génova hayan sido aún debidamente investigados ni juzgados-, es toda Europa la que podría estar adentrándose en una larga y dolorosa noche chilena, o genovesa. Las palabras del locuaz ministro Pangalos desmienten el cándido wishful thinking de Schaff, desvelan la imperturbable voluntad de la Europa de arriba en su renovada lucha de clases contra los la Europa de abajo, y deberían llamarnos a una reflexión sobre la naturaleza y los retos del sujeto antagonista europeo que podría estar gestándose a fuego lento en las luchas todavía dispersas contra el neoliberalismo. Para las fuerzas sociales, sindicales y políticas que hoy se desempeñan en la construcción de una izquierda europea con auténtica capacidad de transformación social, sería una imperdonable ingenuidad intelectual -y también una imperdonable imprudencia política- descartar la posibilidad de, en paralelo a su propia extensión y radicalización, la emergencia de alguna forma de contrarrevolución armada al servicio de la dictadura de los mercados (por ejemplo, los tanques apostados ante los bancos del escenario Mad Max de Theodoros Pangalos) en el horizonte político a medio (o incluso corto) plazo del continente. Y, en consecuencia, renunciar a prepararse para confrontarla con posibilidades de supervivencia.
Jónatham F. Moriche