Revista Cultura y Ocio

Una ley para proteger a los pájaros (1896)

Publicado el 24 septiembre 2021 por Aranmb

Una de las primeras leyes de protección a los animales. la de los pájaros, se promulgó hace ahora ciento veinticinco años, durante la regencia de María Cristina. El decreto, que incluía medidas coercitivas contra el maltrato animal y pedagógicas, no estuvo exento de polémica

Una ley para proteger a los pájaros (1896) Fuente: Informe sobre protección de aves silvestres (…)

Algún punto queda aún en la geografía española donde se pueden ver ciertos efectos de la polémica ley del 19 de septiembre de 1896: aquellos en los que los textos que el decreto imponía debían exhibirse en ayuntamientos y colegios todavía permanecen en el azulejo o en la piedra. Se trata del artículo segundo de la ley promulgada en pleno Ministerio de Linares Rivas: con afán pedagógico para los niños, pero también para los adultos, habrían de colgarse en las puertas de los Ayuntamientos cuadros con el siguiente texto:

Los hombres de buen corazón deben proteger la vida de los pájaros y favorecer su propagación. Protegiéndolos, los labradores observarán cómo disminuyen en sus tierras las malas hierbas y los insectos. La ley prohíbe la caza de pájaros y señala pena para los infractores.

Y, en las puertas de las escuelas:

Niños, no privéis de la libertad á los pájaros; no los martiricéis y no les destruyáis sus nidos. Dios premia á los niños que protegen á los pájaros, y la ley prohíbe que se les cace, se destruyan sus nidos y se les quiten las crías.

Les hablo, hoy, de una de las primeras veces que se plasmó por decreto ley el ideal ilustrado (y fíjense qué lejos estábamos ya, en 1896, de aquella etapa de luces) de la conservación animal. De la de los pájaros, concretamente. Aunque no de todos.

Una ley para proteger a los pájaros (1896)
Fuente: Informe sobre protección de aves silvestres (…)

Pájaros cazables y no cazables

No, porque, por supuesto, los cazadores podrían seguir siéndolo a partir de septiembre de 1896, aunque, eso sí, solo de tordos serranos y los demás pájaros o aves salvajes que les igualen o superen en tamaño. En un espacio intermedio permanecían las aves de rapiña diurnas, como los milanos, halcones, águilas y quebrantahuesos, y las urracas y cucos, que podrían cazarse hasta en tiempo de veda aunque, eso sí, no a tiros. Y se protegía a las aves de rapiña nocturnas, los tordos de torre y los demás pájaros de menor tamaño, por su carácter de insectívoros y, por tanto, de protectores de la agricultura. Estas últimas especies no podrían cazarse, ni prenderse; no, al menos, en un número superior a dos ejemplares.

Aureliano Linares Rivas, el ministro del ramo -de Fomento- a la sazón, recibiría abundantes críticas por esta medida. Algunas de ellas incluso acusándolo de ignorancia, a pesar de que ya hubiera desempeñado el mismo cargo en varias carteras, desde tiempos de Alfonso XII; o de que fuera licenciado en Derecho y periodista. El motivo: haberse fijado en las menudencias de pájaros tan abundantes como los tordos. «Nuestro ministro de Fomento, el mismo a quien le dio por proteger a los tordos serranos, ¡tiene unas ocurrencias!«, leemos en EL COMERCIO del cuatro de abril de 1897, con motivo de otra acerada crítica, que ahora no viene al caso, al político. O, incluso, el pensar siquiera en proteger a los pájaros, culpables de competir con el agricultor y que destruyen los gusanos que no dejan llegar a granero las cosechas que no han nacido por faltar el agua. Lo leemos en El Mortero, que critica que semejantes seres merezcan la protección de los poderes públicos. Cuando no tengan que hacer, por no poderse labrar las tierras por la sequía, distraigan sus ocios leyendo el rótulo de la puerta del Ayuntamiento en que se recomienda la protección a los pájaros.

Ni caza, ni maltrato

Otras veces fue la inconcreción de la ley lo que generó sorna. Por ejemplo, en la sección ‘De Domingo a Domingo’ de EL COMERCIO del cuatro de octubre de 1896: «Cada cazador tendrá que ir tomando medidas para ver si el pájaro que va a matar es igual o mayor que un tordo serrano, que también puede ser de diferentes tamaños, a Dios gracias. Me parece que no pueden decirse más disparates en menos renglones«. Con todo, la ley sí desgranaba varias medidas coercitivas bien concretas. Imponía, así, multas contra quien destruyera nidos, siendo el montante de dos pesetas a un duro en el caso de que fuera la primera vez y, en ascenso gradual, de hasta cuatro duros para triplemente reincidentes. De ser cuatro las veces en las que reincidía el nidicida, este podría enfrentarse a un juicio de faltas.

Más: hasta un duro de multa por retener o martirizar en la vía pública a las aves protegidas, y aún más la venta de más de tres ejemplares de estos pájaros, vivos o muertos, o su transporte por la calle. De no tener dinero para pagar las multas -que también tenían en cuenta la destrucción inmediata de las herramientas usadas para cazar a los animales ‘prohibidos’ salvo que estas fueran de fuego, caso en el cual podrían recuperarse bajo pago de cinco duros-, quienes contravinieran la ley pagarían sus cuentas con la justicia por medio de un día de prisión en caso de la multa más pequeña, de dos pesetas, o los equivalentes si eran multas más gravosas, a razón de un día de cárcel por cada tramo de 2,50 pesetas. Si los infractores eran menores de dieciocho años, rendirían cuentas sus padres o amos, si acaso eran criados de alguien. No era moco de pavo.

Una ley con aplicación

El decreto, que descansaba en los ayuntamientos y en las autoridades eclesiásticas y militares para aplicar la ley, fue muy criticado en la prensa, pero también respetado y aplicado muchas veces cuando el alcalde de turno mostrase una sensibilidad paralela a la de aquel Ministerio de Fomento que protegía a los tordos de torre. Para muestra, un botón: el 27 de mayo de 1903, en las páginas del mismo diario -EL COMERCIO- que antaño criticara las medidas, se alaba la iniciativa del alcalde de Reocín, en Cantabria, quien, dando pruebas de un elevado espíritu y de grandísimo amor a la cultura, había promovido, junto a los maestros de su distrito, las excursiones escolares al campo. Con ellas se perseguía inducir a los niños a proteger los nidos, estimulándoles con premios cuando realicen algún hecho favorable. Claro que no todos estuvieron muy de acuerdo con las medidas: en las primeras semanas de la ley, comisiones formadas por cazadores y agricultores tratarían de modificar sus preceptos. No lo consiguieron.

Han pasado ciento veinticinco años y hoy raro sería el ciudadano que pudiera introducir tacha sobre los preceptos de una ley que ya ha calado en la mentalidad española. Figúrense. ¡Tan equivocado no andaría Linares Rivas!

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