Revista Diario

"Una nueva fórmula" por José Natanson

Por Julianotal @mundopario

Cuando Raúl Alfonsín le impuso a Carlos Menem la figura del jefe de Gabinete en la reforma constitucional de 1994, tenía en mente dos cosas: por un lado, atenuar el poder del presidente mediante un primer ministro al que se le asignó nada menos que la tarea de “ejercer la administración del país”. Por otro, crear un espacio institucional que le permitiera a un gobierno débil ampliar su base de sustentación en momentos de crisis. Formado en plena democracia de partidos e inspirado en los acuerdos de gobernabilidad al estilo Moncloa, Alfonsín pensaba en un jefe de Gabinete peronista para un gobierno radical tambaleante, o en uno radical para un peronista en problemas, y de hecho se lo propuso sin éxito a Fernando de la Rúa en los meses previos a la crisis del 2001, sugiriéndole que le ofreciera el cargo a Eduardo Duhalde o Carlos Reutemann.Hasta Alfonsín escribe derecho con renglones torcidos. Si se mira bien, expandir la base del oficialismo fue justamente el objetivo de Cristina Kirchner con la designación de Jorge Capitanich como nuevo jefe de Gabinete, decisión que implica toda una novedad política. En efecto, de los doce ministros coordinadores que se sucedieron desde 1994 hasta hoy sólo unos pocos, como Eduardo Bauzá durante el menemismo, Chrystian Colombo en la Alianza y Alberto Fernández en el primer kirchnerismo, supieron acumular poder y decisiones. Pero se trataba siempre de un poder por delegación, que se evaporaba apenas aparecían las primeras diferencias con el presidente. En general, los jefes de Gabinete actuaron más como secretarios de las decisiones presidenciales que como verdaderos primus inter pares: ninguno utilizó la prerrogativa constitucional de convocar a un acuerdo de ministros, ninguno participó espontáneamente de las sesiones del Congreso ni se ocupó de redactar el presupuesto, que siguió a cargo del Ministerio de Economía.La llegada de Capitanich, un dirigente ampliamente legitimado en su distrito, de buen diálogo con el resto de los gobernadores peronistas y con experiencia nacional, implica la oportunidad, por primera vez desde el 94, de contar con un jefe de Gabinete fuerte. Lo que a su vez supone el reconocimiento por parte de la presidenta de que la situación política ha cambiado y que la erosión de legitimidad evidenciada en la derrota de octubre exigía un cambio: Juan Manuel Abal Medina podía ser buen jefe de Gabinete para el 54 por ciento, pero Capitanich es más adecuado para el 33.Así están las cosas: convertido nuevamente en una minoría intensa, el kirchnerismo busca reinventarse apelando a otros sectores, finalmente consciente de que la hegemonía se construye siempre con los otros.
Nación y provincias
Aunque su poder se ha naturalizado y hoy es un dato más del paisaje político, el peso adquirido por los gobernadores es una de las grandes novedades de la recuperación de la democracia. La explicación es múltiple. En primer lugar, la transferencia de la educación y la salud del Estado nacional a las provincias implementada en los 90, aunque presionó sobre sus presupuestos, les garantizó a los gobernadores el manejo de resortes de gestión que, bien usados, pueden ser la base de carreras exitosas. A ello hay que agregar la crucial decisión de los constituyentes del 94 de resolver dos siglos de controversias estableciendo el dominio originario de los recursos naturales en las provincias, clave para el surgimiento de líderes como José Luis Gioja o el mismo Néstor Kirchner. Y por último, y ya desde un punto de vista más político, recordemos las 33 reformas en las constituciones provinciales impulsadas en los últimos 20 años, casi todas ellas tendientes a habilitar la reelección, en el marco de un proceso de territorialización de los grandes partidos, que ya no funcionan como unidades sino como confederaciones de liderazgos sub-nacionales (1).
Como resultado de estos cambios, desde 1987, cuando se realizó la primera ronda de reelecciones, hasta hoy, sólo 7 de los 58 gobernadores que aspiraron a un segundo mandato no lo consiguieron. Todos los presidentes
–salvo Alfonsín, por motivos obvios, y Cristina, también por razones evidentes– fueron antes gobernadores.
Maticemos brevemente antes de cerrar el razonamiento. En la última década, la tendencia hacia una mayor autonomía de los jefes provinciales se vio atenuada por un proceso de concentración fiscal en el Estado nacional, resultado a su vez del mayor peso adquirido por impuestos no coparticipables como las retenciones, así como por una práctica política orientada a centralizar las decisiones en el presidente (práctica que no es un simple invento de republicanistas indignados sino una realidad cristalizada en la ley que permite al jefe de Gabinete reasignar partidas sin necesidad de consultar al Congreso).Pero el poder, lo señalamos en otras oportunidades, no es un absoluto sino el resultado –cambiante, precario, incierto– de un vínculo. Como el amor o la moneda, es una relación. Y en ese sentido la inclusión de Capitanich en tanto forma de tender puentes hacia los gobernadores supone el reconocimiento de que, como sucedió en el último tramo del menemismo, cuando se cerraron las chances de re-reelección, durante buena parte de la gestión de De la Rúa y toda la de Duhalde, el gobierno nacional no puede seguir ejerciendo el poder del modo que lo venía haciendo hasta ahora, y que está obligado a compartirlo. Hasta qué punto será posible hacerlo sin resignar sus grandes objetivos dependerá de muchas cosas, pero sobre todo de la capacidad para ordenar la economía.
Coordinación

No sólo la coyuntura política, también la económica ha cambiado. Hasta un momento difícil de determinar pero que podríamos situar a mediados del 2007, Argentina podía exhibir un cuadro favorable de tipo de cambio alto, superávits gemelos e inflación moderada. Esta primera etapa de “crecimiento fácil” dio paso a un período más turbulento en donde se fueron acumulando una serie de tensiones que hoy se han hecho evidentes: deterioro fiscal, atraso del tipo de cambio (incluso del tipo de cambio multilateral), caída del superávit de cuenta corriente, distorsión de precios relativos, brecha cambiaria y pérdida de reservas. El desendeudamiento, en cambio, se mantiene.
Las causas habrá que buscarlas tanto en las mutaciones del contexto internacional disparadas por la crisis global como en los derrapes de la política económica, cuyo emblema es por supuesto Guillermo Moreno, el Polémico. Pero no siempre, pese a Moreno, los problemas son resultado de la distorsión o el voluntarismo: la adecuada respuesta anti-cíclica a la crisis del 2008, por ejemplo, tuvo como contracara una disminución del superávit fiscal, del mismo modo que la decisión estratégica de aumentar el salario mínimo y las prestaciones sociales (jubilaciones y Asignación Universal) por encima de los precios presionó sobre la expansión monetaria. Más allá de las intenciones, lo cierto es que hoy la economía atraviesa un momento delicado, en el cual el ritmo de crecimiento no sólo ha disminuido sino que tiende a incrementar más las importaciones que las exportaciones y no crea empleos como en el pasado, mientras que las reservas disminuyen a razón de 150 millones de dólares por mes y las expectativas inflacionarias se mantienen altas.Teniendo en cuenta este contexto, la decisión de unificar la conducción económica en una sola cabeza apunta a lograr una mayor coordinación de las diferentes políticas, condición esencial para destrabar el nudo cambiario, realinear las variables y, sobre todo, contener una inflación que, luego de cinco años, se ha incorporado inercialmente como un dato más del funcionamiento de la economía: en el último lustro, en efecto, tuvimos inflación con alto (como en 2010) y bajo (como el año pasado) crecimiento, con debilidad política (tras la derrota del 2009) y fortaleza (tras la victoria del 2011), con crisis internacional (como ahora) o sin ella (como antes del 2008). Moderarla exige la corrección de aspectos importantes de la macroeconomía y una normalización del frente externo que permita recuperar divisas e inversiones: la resolución de una serie de demandas pendientes en el CIADI, el acuerdo con Repsol por la estatización de YPF y las negociaciones con el Club de París parecen orientarse en este sentido.
Final

Se ha hablado mucho en estos días, a partir de la designación de Capitanich y Kicillof, del peso de los ministros y el poder político del presidente. Aunque válido hasta cierto punto, el razonamiento a veces resulta un poco exagerado: en primer lugar, porque no es cierto que, como se sostiene a menudo, antes del kirchnerismo la economía dominaba absolutamente a la política. El neoliberalismo de los 90, por citar el ejemplo más transitado, no fue un simple programa económico sino un proyecto político, y fue, como en todos los países latinoamericanos salvo Chile, un neoliberalismo de mayorías, un auténtico movimiento popular y democrático, ejecutado tanto por líderes políticos como por tecnócratas. El hecho de que los grandes protagonistas de la economía de los últimos veinte años, Domingo Cavallo y Roberto Lavagna, se hayan animado a desplegar sus ambiciones políticas mediante sus respectivas candidaturas presidenciales dice algo acerca de la complejidad de la relación entre ambas dimensiones.
Por eso quizás el enfoque más adecuado para analizar la situación actual no pase por la dialéctica abstracta economía/política sino por la capacidad del gobierno de ordenar la economía sin afectar los logros distributivos del modelo (que son, claro, sus prioridades políticas). Así, si el principal éxito del primer kirchnerismo fue recuperar el crecimiento con inclusión social, el del segundo kirchnerismo fue preservar, y en algunos casos profundizar, las conquistas sociales a pesar de la inflación. Pero esa fórmula –inflación + redistribución–se podría estar agotando, no porque ya no sea macroeconómicamente sostenible, pues seguramente podría estirarse un par de años más, sino porque, como demostraron las últimas elecciones, la sociedad ya no la tolera. Elaborar una nueva es el principal desafío del nuevo equipo de gobierno.1. El estudio pionero sobre el tema es de Steven Levitsky, La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista1983-1989, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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