La lectura de algunos de los grandes del siglo de plata español me llevó a la escritura. Así ha sido siempre: la literatura es mimética: escribimos porque hemos leído y queremos proporcionar a los demás el mismo placer que nosotros hemos sentido, o, dicho con algo menos de candor, porque queremos que nos vean a nosotros igual que como nosotros vemos a los autores que nos han complacido. La literatura, en general, y la poesía, en particular, nos ofrecen dos posibilidades de otro modo inalcanzables: la de colmar los vacíos de nuestra personalidad con el reconocimiento de los demás, y la de vislumbrar, aunque raramente y con grandes dificultades, pero vislumbrar en alguna ocasión, la lógica de todo: de sustraernos, por un momento fugaz, a la convicción de que nada de lo que nos constituye, o de lo que nos sucede, tiene un sentido global, de que es, solamente, un amontonamiento de episodios contingentes, atravesados por el azar, cuya única conclusión es la muerte. En cuanto al primer punto, no albergo ninguna duda de que la literatura es, para el escritor, esencialmente terapéutica, aunque no pueda limitarse a ser curativa: su pericia ha de intervenir, y con firmeza, para que lo que se transmita al lector no sea esa dolencia, sino literatura. Muchos han dicho, y yo quiero recordarlo aquí, que las personas felices no escriben: se limitan, en efecto, a disfrutar de la felicidad. Si alguien se enfanga durante años, acaso durante toda la vida, en una tarea tan desesperantemente solitaria como escribir, para la que cuenta con tan pocos estímulos materiales, y que nunca ofrece la seguridad de que lo escrito valga la pena, es porque tiene una necesidad muy profunda que satisfacer, o una herida muy profunda que restañar. En los casos más deplorables, esa dedicación se contradice con las propias capacidades: tenemos entonces escritores que se empeñan en serlo pese a la evidencia de que no han aprendido, ni podrán aprender nunca, a cabalgar a lomos de una frase, o ni siquiera a construirla. Y, aunque nos creamos razonablemente a salvo de esa ineptitud, si somos sinceros, nunca dejamos de preguntarnos –en silencio, pero no con menos desazón– si nuestros deseos no se situarán más allá de nuestras capacidades. Yo recuerdo a mi padre, el mismo con el que me reía hasta las lágrimas leyendo poemas antañones, inculcándome que solo las buenas letras certificaban la inteligencia, y, a la vez, que la inteligencia era el único mérito posible: lo que nos rescataba de la animalidad cotidiana. Y lo hacía con el absolutismo de quien reivindica lo que no tiene, pero desea con desesperación, porque ha decidido que eso, tan prestigiado, es lo que lo redime de la insignificancia, la mediocridad y la pobreza. Su afán creo que me ha trastocado, y que la forma de seguir amándolo –o, quizá, de llegar a amarlo– es, fatalmente, seguir escribiendo, aunque con ello no persiga mi felicidad, sino la suya, y acaso solo consiga la desdicha. Pero ahora ya es probablemente demasiado tarde para corregir el rumbo: desviar esta marcha obsesiva, desde mis años jóvenes, alimentada por el anhelo de arribar a una literatura excelente –y al éxito personal que eso supone–, a la que he sacrificado tantas otras posibilidades –tantos otros yos–, es como desviar a un transatlántico de su trayectoria. Es posible, pero muy esforzado, y ya no sé si vale la pena. Me doy cuenta de que hay alguna contradicción entre mi anterior reivindicación de la pasión como motor de la escritura, y esta resignada aceptación de la forma en que nos troquelaron cuando nuestro cedazo crítico aún carecía de agujeros, pero no se me ocurre ningún modo de salvarla, excepto tener a la pasión por la única forma de sobrellevar la tristeza, o, si eso no basta, recurrir a los célebres versos de Whitman, tan socorridos para hacer soportables nuestras flaquezas: «¿Me contradigo?/ Muy bien, pues: me contradigo./ (Soy enorme: contengo multitudes)».
En cuanto a la posibilidad que la poesía nos ofrece de otorgar un sentido cabal a esta realidad sin sentido que es la existencia, se me antoja indudable. Es, siempre, una percepción subjetiva, pero no por ello menos inobjetable que una categoría objetiva, o que un axioma. Uno se encierra en la cápsula de la creación, se dispone ahí como un erizo, hacia adentro, mirando hacia el reverso del yo, hacia sus profundidades o superficialidades, como en otro útero –el útero de sí mismo–, y se abandona a la inteligencia de lo caótico, de lo que emerge, a veces, con suerte, una visión arquitectónica, una armonía de resultados. Para hacerlo es menester que haya una vibración de conciencia, que se materializa en un tono: algo íntimo –pero nunca solipsista: algo que responde a los estímulos proporcionados por nuestra mirada al mundo– suena como un diapasón, tenue quizá, pero cierto, y nos indica el camino, que es el camino del ritmo, pero también el del descubrimiento. Es informe todavía, pero sugiere veredas, alumbramientos. Su desarticulación se ordena mediante intuiciones. Y las palabras que uno dicen ayudan a decirlo: a que se revele, a que uno sepa qué se estremece ahí, antes de la inteligencia, o construyéndola. Como ha escrito Antonio Gamoneda, yo solo sé lo que digo cuando lo he dicho. Y eso que por fin aparece en la página, y que empuja, a su vez, a nuevas expresiones –la palabra tira de la idea–, se revela atravesado por una urdimbre de sentido, antes que de significado, de la que, si me hubieran preguntado antes de escribir, habría respondido que no me sentía racionalmente capaz. El tapiz semántico, cuando se ha obrado con fortuna, resuelve las disyunciones, salva las distancias, renueva lo pretérito, anula el miedo: todas las contradicciones, aunque afloren a docenas en el papel, son ahora concordancias, porque se ha entrevisto un espacio en el que no hay muerte, ni desvalimiento, ni mezquindad. En realidad, hemos transitado por él, breve pero infinitamente, desasidos de la carne y sus servidumbres, alejados de lo frágil, robustecidos por la levedad. Y el poema es su testimonio.
En los años de mi descubrimiento de la poesía, leí mucho, leí ferozmente, y también escribí con voracidad. Recuperé a Neruda y a otro escritor que me había sido revelado torpemente en mis años escolares, Quevedo, y descubrí lo mejor de la tradición occidental: San Juan de la Cruz, Francisco de Aldana, Saint-John Perse, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, César Vallejo, la Generación del 27 al completo, encabezada por Jorge Guillén y Emilio Prados (aunque enseguida me diera cuenta de que este solía quedar relegado, por razones que no alcanzaba a entender, a las notas a pie de página), una parte significativa de los Contemporáneos de México –José Gorostiza, Gilberto Owen, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia–, Francis Ponge, Ezra Pound, T. S. Eliot, José Ángel Valente, María Zambrano; a otros ya los he citado: Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Rimbaud, Whitman. Pero mis mayores fascinaciones provenían de autores que no habían alcanzado entonces la categoría de figuras universales, como los anteriores, y que, sin embargo, me regalaban una literatura con la misma o aún más capacidad de seducción: entre los españoles, Manuel Álvarez Ortega, Antonio Fernández Molina, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda; entre los hispanoamericanos, muchos: Roberto Juarroz, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, José Kozer, Marco Antonio Montes de Oca, Tomás Segovia, Enrique Molina, Arnaldo Calveyra, Severo Sarduy, Emilio Adolpho Westphalen, Juan Sánchez Peláez, Nicanor Parra, Rafael Cadenas, Gonzalo Rojas, Gerardo Deniz y Humberto Díaz Casanueva. Recuerdo con especial agrado el descubrimiento de Álvarez Ortega en una pequeña editorial madrileña, Devenir, cuyos libros azules –y grises: Álvarez Ortega había publicado también una singularísima poética, Intratexto, en la colección de ese color– devoraba (pasamos un fin de semana en un piso de un edificio del Tibidabo que había sido un hotel de lujo en los años veinte; tenía hasta pista de tenis. Y, mientras los niños y otros padres jugaban, yo leía los libros), pasmado de que un poeta como aquel, con su fuerza expresiva, con su empuje visionario, con todas las tradiciones literarias europeas destiladas en un verbo afiladísimo, no estuviese presente en los manuales de la literatura ni, lo que era peor, en la conciencia del lector mayoritario, valga el oxímoron. También por aquella época me sumergí en la mayor experiencia literaria de mi vida: la lectura de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, un poeta monumental que escribía novelas monumentales, aunque también de las redes de su lenguaje –hipnótico, implacable– hube de alejarme pronto, si no quería quedar momificado para siempre.