Tengo el cuerpo quemado como un chorizo parrillero o como la "Operación Churrasco" pero aun así, tengo ánimos para contaros un asunto que nada tiene que ver con el modo en el que he alcanzado este moreno Tina Turner.
Hay mucho texto, pero no abandones. Click.
Ubiquémonos en los años 90, casi a finales, cuando yo era una tierna cordera de 14 años, época en la que se llevaban los plumas de colores y las botas "Enduro" (que nunca tuve, por cierto) . Años en los que la droga no nos mataba, pero en los que llevábamos motos chungas, al menos en los pueblos, para ir "encá" la Sole o "enca" la Begoña.
Corrían tiempos de ESO, ese sistema educativo del que yo salí estupendamente, que siempre he sido muy empollona. Tiempo que pasabas entre comer pipas al fresco, comer un bocadillo de la cena anterior en el recreo y ¡¡ay amigas!! tiempo de tener el primer novio. Aunque no es como ahora, mi noviete de 14 años no entraba en casa ni por asomo, que mi madre es muy de ser maja y luego a ver quien los deja. Días de ir a las cabinas del pueblo, donde solo estaban llamando los moros del municipio con una moneda atada a un hilo para que les saliera gratis, para poder mandar a tu amiga a llamar a casa del novio y preguntar si vendría a las fiestas del pueblo. Normalmente tenías suerte si se ponía su hermana o su hermano, pero ¡ay! si se ponía su madre... Menudo susto, amigas y amigos que estáis al otro lado de la pantalla. Tu amiga colgaba echando pepinos y tú, llorabas de emoción. Las dos cosas, al alimón.
Un día, rara jornada aquella, vino mi noviete a casa, que ya ves tú, con esos años, ni es novio ni es ná. Como diría mi amiga May "eso era cagao y meao del año pasao". Nada habitual, ya os he dicho las razones, pero eso día, precisamente fue mi madre el que le pilló rondándome fuera de casa. Cortejándome, como a mí me gusta.
Le hizo pasar, con la consiguiente vergüenza que uno siente, la misma que cuando sales con la falda metida en las bragas, con los pezones como timbres de mansión o cuando tienes un trozo de lechuga en el paleto. Toda esa vergüenza, junta, acaudalada, arrejuntada.
Pasó a casa y en el salón "se armó el Belén". Él sentado en un sofá, mi madre en la cocina y mi hermano que entraba y salía. Mi hermano, que tenía 9 años, es de risa floja, como yo, es una característica familiar común para todos, como el anillo de los Papas, todos con el mismo. Os lo anuncio porque tiene su cosilla.
Era de noche, yo era joven y mi noviete me ponía nerviosa, claro. En una de estas risas estúpidas que te da el amor adolescente, entra mi hermano y se sienta en el reposabrazos del sofá donde está sentado el "amor de mi vida" (NO). Si mi hermano está ahí sentado, obviamente está a una altura más alta que el novio en cuestión, más o menos su cabeza está por encima de la cabeza del otro. Una risa, un jaja, un jojo, una risotada y... ¡¡¡A mi hermano se le cae el chicle de la boca y le cae en el pelo a mi noviete!!!
¿OS IMAGINÁIS EL MOMENTO? Quería que el afilador pasara con su moto y me acuchillara o que rasgara el pelo de ese pobre muchacho que tenía un chicle Boomer rosa en el pelo. Di un guantazo a mi hermano pero ¿Y QUÉ? Le había pegado un chicle en el pelo ¡UN CHICLE! ¿VALE?. ¡¡Pensé, Señor llévame pronto!! Sin que nadie lo hubiera inventado. Prefería que me pelaran con un pelador de patatas y me echasen vinagre en las heridas antes de ver ese chicle pegado ahí.
No me dejó (al menos no en aquel momento), si es lo que estáis pensando. Pero tuvimos que llamar a mi madre que vino muy dispuesta con el "fli" de las moscas, hielo y una buena tijera como Johnny Deep en Eduardo Manostijeras para apañar el pelamen a ese chico que tenía que volver a su casa en moto o algún transporte sucedáneo con una calva a modo de "pedrá" de patio de colegio. Vino mi madre, como los de Cazafantasmas, le pegó otra torta a mi hermano y el pobre chaval ahí, sentado en el sofá, también se reía. ¿Qué iba a hacer? A los pocos meses me dejó, seguro que el chicle tuvo la culpa.