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Asisto hoy a una conferencia en la Universidad de Roehampton. La imparte Fiona Sampson, mi amiga la poeta inglesa, y trata de las relaciones entre la poesía y las demás artes, en especial la música. Y es lógico: Fiona es también violinista, y se ha dedicado profesionalmente al concertismo. (Gran Bretaña tiene una larga tradición de polifacetismo: otra violinista célebre es también campeona de esquí, aunque he leído que la acaban de desposeer de esa condición por haber falsificado los resultados; no obstante, ¿cómo se pueden falsear los resultados de un eslálom?). Cojo el tren en Queenstown Road. He de bajarme en Barnes, a cuatro paradas y quince minutos de distancia. De allí hay solo un agradable paseo hasta la universidad. Queenstown Road es una de esas pequeñas estaciones que dan servicio a los trenes que viajan a los barrios y poblaciones al sur de Londres. Probablemente date del siglo XIX y, pese a los monitores electrónicos y otros artilugios de la tecnología, se le nota. Son solo las cuatro y media, pero la noche ya ha caído, y la negrura del cielo se funde con la negrura de la estación: el paisaje, el que alcanza a sobreponerse a las sombras, es industrial, las maderas de la estación están fatigadas, y los andenes, sucios: veo envoltorios de chocolatinas, pieles de plátano, diarios gratuitos aburuñados en los asientos. Me refugio en El color del tiempo, la poesía completa de la francesa Clarisse Nicoïdski, la mejor poeta en sefardí del siglo XX, según la crítica. Yo la descubrí en Las ínsulas extrañas, hace unos cuantos años ya, pero no había vuelto a saber de ella hasta esta hermosa edición de Sexto Piso, con traducción de Ernesto Kavi. Nicoïdski escribe poemas tan hermosos como este: quimadura di yelu / quimadura di árvuli / aranca / il soplo más quirinciozu / di mi boca / déxami / si queris / sólu esta mancha di amor. Me refugio en estos versos, que parecen llegados de la noche de los tiempos, y que transportan una lengua delicada e inoída, en este tren en el que la moqueta huele, y no a ámbar, en el que los pocos viajeros se ocultan en su inexpresividad, después de un cansado pero probablemente irrelevante día de trabajo, y desde el que veo, por el abismo negro de la ventana, almacenes, y fábricas, y depósitos de coches, y viejas casas proletarias, y letreros escritos en inglés. Estas palabras, tan frágiles en su rareza y, a la vez, en su cercanía, me protegen como una coraza muy espesa, y yo me siento a resguardo del frío y la soledad y la rareza de ese otro idioma que me rodea. Pero el viaje dura poco, y he de salir, otra vez, a las calles inclementes. No es difícil llegar al college, Froebel, donde Fiona va a dar su conferencia, aunque localizar el lugar exacto requiere alguna pesquisa. Cuando estoy mirando un plano de la universidad para localizar la Portrait Room, que es a donde remite la invitación, una mujer, cuyos rasgos no distingo, se ofrece a ayudarme y me indica el camino que he de seguir. Los ingleses son así: témpanos de indiferencia o gentiles conciudadanos. No tardo en plantarme allí, con algún adelanto sobre la hora prevista. Pero en el vestíbulo ya están dispuestos los camareros y un ejército de termos de té y café, con sus correspondientes pastitas. En las universidades españolas no se dan ni cacahuetes, así perore el Papa de Roma; ni los buenos días. Aquí las estrecheces no han llegado todavía a estrangular este ejercicio de modesta hospitalidad, que se agradece especialmente en una tarde fría como esta. Ataco el refrigerio y saludo a Fiona, que no tarda en presentarme a uno de sus invitados más ilustres, el poeta John Burnside, cuya obra conozco algo: hace un par de años reseñé una antología suya publicada por Pre-Textos y traducida por nuestro común amigo Jordi Doce. La conversación con John no dura demasiado, porque, como en las bodas, la multitud de invitados dificulta las charlas aisladas. Así pues, cuando la cosa empieza a ponerse interesante -me está contando que sufre apnea del sueño y que a menudo se despierta con la sensación de que lo están atacando, y él devuelve los golpes- viene otro y nos interrumpe. Como es lógico, un británico siempre tiene más cosas de las que hablar con otro británico, sobre todo si es de su mismo gremio, que con un español desconocido, así que los dejo charlando y me dirijo a ocupar mi asiento en la sala. La Portrait Room o Sala de los Retratos es un espacio noble, de maderas barnizadas, lámparas de araña y óleos en las paredes, desde los que nos miran los prohombres -o más bien promujeres, a juzgar por las muchas féminas que aparecen en los lienzos- de la universidad, ya sean rectores o mecenas. La conferencia se anuncia como professorial lecture, esto es, como una conferencia magistral, eso tan denostado por los actuales pedagogos, más partidarios de la interacción, el diálogo, la comprensión práctica y el power point, pero para lo que yo no he encontrado sustituto todavía, si de lo que se trata es de inspirar entusiasmo por la materia debatida y amor por el saber. Uno recuerda las clases de José María Valverde, Luis Izquierdo o Jordi Llovet, y los esquemas gráficos con que los funcionarios de la cultura reproducen hoy sus conocimientos -y que a menudo se limitan a leer- le parecen guías para retrasados mentales. Me maravilla también que Fiona sea -y así se presente- professor of poetry: que haya profesores de poesía, que esa categoría exista aún en la sociedad británica, dice mucho de la superioridad de este país sobre el nuestro en su relación con el arte y el conocimiento; y también que a la ponencia hayan acudido unas sesenta personas. Presenta a Fiona el vice-chancellor de la universidad, el profesor Paul O'Prey, al que vi hace un par de días en un documental de la televisión sobre los poetas ingleses en la Primera Guerra Mundial. Conforme progresa la disertación de Fiona, se completa en una pantalla dispuesta a su espalda un poema de Béla Samovic: What is delight? / Logics that cannot be reduced to reason / Machineries of grace / Delight, in action / acts upon the will... ("¿Qué es la delicia? / Lógica que no puede reducirse a razón / Maquinaria de la gracia / La delicia en acción / actúa sobre la voluntad..."). Ella también se apoya, pues, en lo visual, pero no como sustituto, sino como proyección de su saber. Al concluir, no hay preguntas, pero sí una respuesta académica por parte de Burnside. No me extraña que padezca apnea del sueño: lee con perceptibles dificultades respiratorias. Salimos otra vez al vestíbulo, donde el café y el té han sido reemplazados por los zumos, los vinos y los canapés: estos ingleses no dejan de sorprenderme. Como todo el mundo está muy ocupado charlando, yo me acomodo en un rincón estratégico y me dedico a probarlos todos: hay unos, de paté y alcaparras, que me hacen llorar de felicidad. Bajo la mirada severa de alguien ilustrísimo, pintado en un cuadro con todas sus escarapelas y atavíos ceremoniales, como a dos carrillos, no sin algún remordimiento. Me fijo en una invitada, a la que en un corro cercano presentan como una poeta rusa, que parece acabada de salir de una novela de P. G. Wodehouse, y recuerdo que, en otro encuentro con Fiona, también había una poeta rusa, aunque me parece que no era esta: quizá es que en todos los actos poéticos celebrados en Inglaterra tiene que haber una. Lo comprobaré en los siguientes a los que asista. También constato que cada día me vuelvo un poco más inglés: he visto a otro invitado que me miraba y me dedicaba una sonrisa, y, en lugar de aceptar ese gesto como una invitación a la aproximación mutua, he apartado deprisa la mirada, no fuese que me obligara a hablar con él. Me voy, por fin: me despido de Fiona y John, y salgo a la calle. El frío me tonifica esta vez, pero la impresión que me causa la estación de Barnes difiere muy poco de la que he sentido en Queenstown Road. Me siento a esperar el tren, me ajusto la gabardina, saco el libro de Nicoïdski y leo: la pared mi sta mirandu / la candela / mi sta mirandu / también la lampa la silla la mesa / cun il oju unico / di las cosas / il oju / caminándusi / alrididor di ti / di mi.
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