Revista Cultura y Ocio

Unas palabras sobre Leopoldo María Panero

Publicado el 12 marzo 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
La semana pasada murió Leopoldo María Panero. Mi amigo Samuel Rodríguez me escribió un sms: “Panero ha muerto”, sobraban otras palabras.
La primera vez que vi a Leopoldo María Panero fue en la televisión. Debía tener yo unos dieciocho o veinte años. En un programa al que llegué una vez empezado, una persona ingresada en un centro psiquiátrico –que yo no sabía que era Panero- hablaba a la cámara sobre su vida en manicomio. Su voz arrastrada captó mi atención de forma inmediata. Al final del programa, el interno psiquiátrico se sentó en un banco del patio de la institución y dijo que iba a recitar un poema. Como yo pensaba que ese hombre estaba allí, en la televisión, por su condición de desequilibrado y no por la de desequilibrado-poeta- maldito, no esperaba gran cosa de su poema. El interno sacó una hoja de papel de un bolsillo y su voz titubeante se hizo firme. No tuve dudas, aquel poema tenía fuerza, sus imágenes eran poderosas y estaba escrito con un gran sentido del ritmo. No recuerdo ninguno de sus versos, pero sí la honda impresión que me provocó. Cuando finalizó el programa, en los títulos de crédito leí que aquel interno era Leopoldo María Panero. Aquel nombre sí que lo conocía.
Años más tarde saqué de la biblioteca la película El desencanto (1976), que me impresionó mucho. Y años más tarde también pude acercarme a Después de tantos años (1994).
Unas palabras sobre Leopoldo María Panero
Leí poemas de Leopoldo María en la biblioteca y lo cierto es que siempre preferí a su hermano Juan Luis. Sin embargo, recuerdo que cuando trabajaba de auditor de cuentas en el edificio Windsor, compre su libro publicado en Visor Guarida de un animal que no existe; y sus versos oscuros y dolientes me parecieron una bocanada de aire fresco ante la supuesta normalidad (una normalidad alocada e insana, en realidad) de los auditores de cuentas. Compré tres libros más de él: Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante, editado por Hyerga & Fierro, y otro de esta editorial del que no recuerdo el título y que le acabé regalando a mi novia porque ella es admiradora de la figura rota de Leopoldo María (más que de sus versos) y aquel libro estaba firmado por el autor (lo he buscado en su estantería y no lo encuentro). De hecho Guarida de un animal que no existe y Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante también lo tengo firmado por Leopoldo María, que siempre fue un autor asiduo de la Feria del Libro de Madrid.
De hecho tengo dos libros más firmados por Leopoldo María: su Poesía Completa (1970-2000) (el tercero que faltaba) que me firmó en la Feria del Libro de Madrid de 2006; y la sexta edición de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, también en la Feria del Libro de 2006. No lo recuerdo exactamente, pero antes o después de comprar su Poesía Completa, saqué de una bolsa el libro de Bolaño y le pregunté a Leopoldo María (bueno, después de despertarle porque estaba dormido con el cuello en una mala posición) si sabía que Bolaño hablaba de él en aquel libro. Él, medio dormido aún, me dijo que no, que no había leído a Bolaño, que no sabía quién era. Pero se recompuso, me miro entonces con fijeza brillante y me preguntó: “¿Ha estado donde la muerte?”. Y yo le contesté que sí, claro.
Todavía no he leído su Poesía Completa. Aunque es casi el único poeta que me pareció legible el día que me acerqué al libro de los Nueve novísimos. Leer su Poesía Completa firmada por él es una deuda que tengo con Leopoldo María.
Quiero dejar aquí uno de los poemas de Guarida de un animal que no existe, y quiero que el lector del blog me imagine con veintiséis años, vestido con traje y corbata, con un portátil al hombro, leyéndolo en el metro, camino del Windsor, hacia la realidad supuestamente normal de los auditores de cuentas (sobre esta normalidad se podría hablar mucho), acudiendo a un trabajo delirante que me quitaba casi todas las horas del día, y leyendo este libro para sentirme libre, para que habitara en mí mientras revisaba facturas y pudiera golpear con él a la realidad de aquellos días:
HIMNO A SATANÁS Tú que modulas el reptar de las serpientes de las serpientes del espejo, de las serpientes de la vejez tú que eres el único digno de besar mi carne arrugada, y de mirar en el espejo en donde sólo se ve un sapo, bello como la muerte: tú que eres como yo adorador de nadie: ven aquí, he construido este poema como un anzuelo para que el lector caiga en él, y repte húmedamente entre las páginas.
Además me gustaría dejar aquí, como homenaje, un poema de mi libro Siempre nos quedará Casablanca. Me encontré con Leopoldo María en el metro, cuando los dos íbamos a la Feria del Libro de Madrid, él como autor y yo como comprador de libros. En él, trato de imitar el estilo del maestro:
ENCUENTRO EN EL METRO CON LEOPOLDO MARÍA PANERO                                         Me encontraréis en la siniestra                                          humedad de un cubo de basura.                                                                                                                L. M. P. Un escalofrío (cagadas de mono) al recorrer el andén.  Sin duda. Cuando llegó el metro y entramos  en la garganta fresca del vagón, me situé enfrente  para con discreción poder observarle.  En una bolsa de plástico dos libros de colores chillones  y la oquedad de cuatro cajetillas de tabaco rubio, cuatro,  los pantalones caídos igual que si cubrieran a un esqueleto,  el pelo enrarecido y calcinado: la brocha de Munch en llamas,  de pez fuera del agua la herida de la boca abierta como si el aire estuviese lleno de partículas nocivas,  de animales crucificados o gritos flotando en semen,  las mejillas hundidas, los ojos perdidos, ¿qué verían?
Nos bajamos en la misma estación,  me adelanté, iba a irme pero me dije:  es él, es el gran maldito de nuestra poesía,  tengo que saludarle. Me di la vuelta:  «Perdona, ¿eres Leopoldo María Panero, verdad?».  A pesar de mis dudas se reconoció con una sonrisa,  estreché su mano de ceniza fría, ceniza fría,  sucia y pisoteada. Salimos a la calle hablando  de él y de su hermano Juan Luis, al que confundía con su propio destino de interno psiquiátrico.  «Está en un manicomio», dijo con voz de rencor seco  al susurro de una habitación a oscuras. Miraba al suelo.
Me hubiera apetecido invitarle a un café  o a una cerveza, pero no me atreví o sentí miedo  del fondo de sus ojos sin fondo, de las cosas negras  y temibles y sin vuelta atrás que podrían haber visto y yo no.  Esa mañana yo había quedado con mi bella amiga,  me esperaba. Sus ojos también me daban miedo.

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