La semana pasada murió Leopoldo María Panero. Mi amigo Samuel Rodríguez
me escribió un sms: “Panero ha muerto”, sobraban otras palabras.
La primera vez que vi a Leopoldo
María Panero fue en la televisión. Debía tener yo unos dieciocho o veinte años.
En un programa al que llegué una vez empezado, una persona ingresada en un
centro psiquiátrico –que yo no sabía que era Panero- hablaba a la cámara sobre
su vida en manicomio. Su voz arrastrada captó mi atención de forma inmediata.
Al final del programa, el interno psiquiátrico se sentó en un banco del patio
de la institución y dijo que iba a recitar un poema. Como yo pensaba que ese
hombre estaba allí, en la televisión, por su condición de desequilibrado y no
por la de desequilibrado-poeta- maldito, no esperaba gran cosa de su poema. El interno
sacó una hoja de papel de un bolsillo y su voz titubeante se hizo firme. No tuve
dudas, aquel poema tenía fuerza, sus imágenes eran poderosas y estaba escrito
con un gran sentido del ritmo. No recuerdo ninguno de sus versos, pero sí la
honda impresión que me provocó. Cuando finalizó el programa, en los títulos de
crédito leí que aquel interno era Leopoldo María Panero. Aquel nombre sí que lo
conocía.
Años más tarde saqué de la biblioteca
la película El desencanto (1976), que me impresionó mucho. Y años más tarde
también pude acercarme a Después de tantos años (1994).
Leí poemas de Leopoldo María en
la biblioteca y lo cierto es que siempre preferí a su hermano Juan Luis. Sin
embargo, recuerdo que cuando trabajaba de auditor de cuentas en el edificio
Windsor, compre su libro publicado en Visor Guarida de un animal que no
existe; y sus versos oscuros y dolientes me parecieron una bocanada de
aire fresco ante la supuesta normalidad (una normalidad alocada e insana, en
realidad) de los auditores de cuentas.
Compré tres libros más de él: Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante, editado por Hyerga & Fierro, y otro de esta editorial del
que no recuerdo el título y que le acabé regalando a mi novia porque ella es
admiradora de la figura rota de Leopoldo María (más que de sus versos) y aquel
libro estaba firmado por el autor (lo he buscado en su estantería y no lo
encuentro). De hecho Guarida de un animal
que no existe y Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante también lo tengo firmado por Leopoldo María, que siempre fue
un autor asiduo de la Feria del Libro de Madrid.
De hecho tengo dos libros más
firmados por Leopoldo María: su Poesía Completa (1970-2000) (el tercero que faltaba) que me
firmó en la Feria del Libro de Madrid de 2006; y la sexta edición de Los
detectives salvajes de Roberto Bolaño,
también en la Feria del Libro de 2006. No lo recuerdo exactamente, pero antes o
después de comprar su Poesía Completa,
saqué de una bolsa el libro de Bolaño y le pregunté a Leopoldo María (bueno,
después de despertarle porque estaba dormido con el cuello en una mala
posición) si sabía que Bolaño hablaba de él en aquel libro. Él, medio dormido
aún, me dijo que no, que no había leído a Bolaño, que no sabía quién era. Pero
se recompuso, me miro entonces con fijeza brillante y me preguntó: “¿Ha estado
donde la muerte?”. Y yo le contesté que sí, claro.
Todavía no he leído su Poesía Completa. Aunque es casi el único
poeta que me pareció legible el día que me acerqué al libro de los Nueve
novísimos. Leer su Poesía Completa
firmada por él es una deuda que tengo con Leopoldo María.
Quiero dejar aquí uno de los
poemas de Guarida de un animal que no existe, y quiero que el lector del
blog me imagine con veintiséis años, vestido con traje y corbata, con un portátil
al hombro, leyéndolo en el metro, camino del Windsor, hacia la realidad
supuestamente normal de los auditores de cuentas (sobre esta normalidad se
podría hablar mucho), acudiendo a un trabajo delirante que me quitaba casi todas
las horas del día, y leyendo este libro para sentirme libre, para que habitara
en mí mientras revisaba facturas y pudiera golpear con él a la realidad de
aquellos días:
HIMNO A SATANÁS
Tú que
modulas el reptar de las serpientes
de las
serpientes del espejo, de las serpientes de la vejez
tú que eres
el único digno de besar mi carne arrugada,
y de mirar
en el espejo
en donde
sólo se ve un sapo,
bello como
la muerte:
tú que eres
como yo adorador de nadie:
ven aquí,
he
construido
este poema como un anzuelo
para que el
lector caiga en él,
y repte
húmedamente
entre las páginas.
Además me gustaría dejar
aquí, como homenaje, un poema de mi libro Siempre nos quedará Casablanca. Me
encontré con Leopoldo María en el metro, cuando los dos íbamos a la Feria del Libro
de Madrid, él como autor y yo como comprador de libros. En él, trato de imitar
el estilo del maestro:
ENCUENTRO EN EL METRO CON LEOPOLDO MARÍA PANERO
Me encontraréis en la siniestra
humedad de un cubo de basura.
L. M. P.
Un escalofrío (cagadas de mono) al recorrer el andén.
Sin duda. Cuando llegó el metro y entramos
en la garganta fresca del vagón, me situé enfrente
para con discreción poder observarle.
En una bolsa de plástico dos libros de colores chillones
y la oquedad de cuatro cajetillas de tabaco rubio, cuatro,
los pantalones caídos igual que si cubrieran a un esqueleto,
el pelo enrarecido y calcinado: la brocha de Munch en llamas,
de pez fuera del agua la herida de la boca abierta
como si el aire estuviese lleno de partículas nocivas,
de animales crucificados o gritos flotando en semen,
las mejillas hundidas, los ojos perdidos, ¿qué verían?
Nos bajamos en la misma estación,
me adelanté, iba a irme pero me dije:
es él, es el gran maldito de nuestra poesía,
tengo que saludarle. Me di la vuelta:
«Perdona, ¿eres Leopoldo María Panero, verdad?».
A pesar de mis dudas se reconoció con una sonrisa,
estreché su mano de ceniza fría, ceniza fría,
sucia y pisoteada. Salimos a la calle hablando
de él y de su hermano Juan Luis, al que confundía
con su propio destino de interno psiquiátrico.
«Está en un manicomio», dijo con voz de rencor seco
al susurro de una habitación a oscuras. Miraba al suelo.
Me hubiera apetecido invitarle a un café
o a una cerveza, pero no me atreví o sentí miedo
del fondo de sus ojos sin fondo, de las cosas negras
y temibles y sin vuelta atrás que podrían haber visto y yo no.
Esa mañana yo había quedado con mi bella amiga,
me esperaba. Sus ojos también me daban miedo.